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Blanche Dubois, el personaje de Tennessee Williams en Un tranvía llamado deseo, alcanza su universalidad a través de su fragilidad, que explota al final de la obra. Pero también, y por lo mismo, y más aún, por su frase más rotunda. “Confío en la amabilidad de los extraños”. Esa frase es tan cierta como una fórmula científica. En todas las biografías –en la mía, pero también en la suya; interrumpa esta lectura y recuérdelo, será gratificante–, docenas, cientos de extraños han sido determinantes. Nos dan la hora, una dirección correcta cuando estamos perdidos, un consejo en una tienda. En ocasiones, alimentos o limosna. Pero también nos dan lecciones, nos salvan la vida. Y, luego, desaparecen. Es posible que el amor no sea más que un paréntesis en el que un extraño lo da todo. Hasta que deja de serlo. Y, por tanto, deja de darlo. La confianza, absoluta, en los extraños, no es una ingenuidad. Ocurre. Es certera. Es más, es una característica de nuestra especie. El sapiens confía en los extraños. Tal vez es el secreto de su éxito como especie. Y el secreto de la desaparición de otras especies humanas con las que convivió, y que hoy no existen. No confiaron en desconocidos. O, al menos, no confiaron en nosotros. El secreto de ese secreto son, a su vez, los símbolos. El sapiens es simbólico. Sabe leer e interpretar los símbolos. Sabe, por tanto, lo que puede esperar de un extraño, con tan solo un vistazo. Selecciona, así, los extraños a los que pedir la hora, una dirección correcta, un consejo, un auxilio, comida, limosna, amor. Lo hace a través de los símbolos. Somos, de hecho, la única especie de mamíferos a la que le crece continuamente el cabello. La razón de ello son, precisamente, los símbolos. Esto es, los peinados. Nuestro cabello no deja de crecer para que no dejemos de simbolizarnos a través de él. Quizás, por eso mismo, pidamos la hora, una dirección, la vida, la boca a una persona, y no a otra, a tenor de un absurdo aparente, como su peinado. O su ropa. O su expresión. O sus gestos. La frase de Blanche Dubois, por tanto, debería ser otra. “Confío en la amabilidad de los símbolos”.
El drama es que los símbolos no son personas. Los símbolos han crecido tanto que han dejado de ser humanos. Una bandera jamás significó tanto como en estos días, en los que significa todo. Algo que posibilitó la ayuda –pedir, confiar–, ahora posibilita su negación. Posibilita, incluso, no ver o no ser visto. O, al menos, no ser visto como hermano de especie. Cada día es una cascada de símbolos. Políticos llorando, banderas que, por lo tanto, lloran. Los símbolos, que en su día salvaron a la Humanidad, parece que pueden acabar con ella. Lo que posibilitaba la amabilidad de los extraños hoy posibilita, tan solo, lo extraño. Lo que empezó como peinados divertidos y frágiles está acabando, como Blanche Dubois, en una explosión de locura.
Blanche Dubois, el personaje de Tennessee Williams en Un tranvía llamado deseo, alcanza su universalidad a través de su fragilidad, que explota al final de la obra. Pero también, y por lo mismo, y más aún, por su frase más rotunda. “Confío en la amabilidad de los extraños”. Esa frase es tan...
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Guillem Martínez
Es autor de 'CT o la cultura de la Transición. Crítica a 35 años de cultura española' (Debolsillo), de '57 días en Piolín' de la colección Contextos (CTXT/Lengua de Trapo), de 'Caja de brujas', de la misma colección y de 'Los Domingos', una selección de sus artículos dominicales (Anagrama). Su último libro es 'Como los griegos' (Escritos contextatarios).
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