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Las primates hembras no se ayudan con sus crías. Sólo si tienen algún tipo de parentesco determinado. Los machos, los padres, no participan en ningún momento en la crianza. Los primates humanos cambiaron estas reglas del juego. Absolutamente. Las hembras, independientemente de su parentesco, empezaron a colaborar entre ellas para cuidar a sus hijos. A este cambio en el mapa del cariño se sumó otro. Imprevisto. Espectacular. Se produjo hace relativamente poco. No hará más de 10.000 años. En el Neolítico. Tal vez sea, por tanto, lo único bueno que nos deparó aquel cambio traumático ante el que seguimos sin estar preparados, consistente en trabajar, en aplazar el juego y la vida a cambio de la venta de nuestros cuerpos. Ese cambio inesperado es la paternidad. Un sentimiento poderoso desde la primera vez que fue narrado. Como casi todo, por Homero. Aquel lejano siglo VIII a.C. presenta dos contundentes muestras de aquella reciente emoción. Escrita para hombres –y no cualquier tipo de hombres, sino guerreros, matadores–, La Ilíada explica el encuentro de Príamo con Aquiles. Príamo, el rey de Ilión, poniendo en peligro su vida, se adentra de noche y desarmado en el campamento aqueo. Suplica a Aquiles que le sea devuelto el cuerpo de su hijo, Héctor, recién asesinado. La súplica es un canto a un nuevo amor. El paternal. Conmueve. Conmovió incluso a Aquiles, que devolvió lo que quedaba del hijo a lo que quedaba del padre, ese personaje demediado tras la muerte del hijo. Sucede algo parecido en La Odisea. Odiseo habla con Aquiles, ya muerto. Ese muerto, que en vida pugnó por la gloria, siempre hallada al lado derecho de la muerte, sólo tiene palabras y curiosidad para una región de la vida. No es la gloria. Es su hijo.
La paternidad es, pues, un amor antiguo. Pero no hay nada más cambiante –es decir, menos antiguo– que el amor, esa construcción cultural, que varía con cada época. No obstante, el amor paterno, por su propia radicalidad antigua, por la vehemencia con la que irrumpió, debe de haber cambiado poco. O al menos eso es lo que descubrí esta semana. Me lo explicó mi hijo, con una mascarilla, a dos metros de distancia de mí, sentado en el banco de una plaza. Me contó que se había leído Los Argonautas. Se trata de la mayor aventura jamás contada y vivida. Casi coetánea a Homero, se conservan copias desde el siglo V a. C. Él se leyó la de Apolonio de Rodas, del siglo III a. C. Me explicó que le sorprendió la explicación que se hace ahí de la inmortalidad de Aquiles. Aquiles es inmortal, salvo en su talón. Fue lo único que no impregnó su cuerpo cuando, siendo un bebé, su madre lo sumergió en el agua de la Laguna. Pero eso –ese baño, la inmortalidad, el talón mortal– es una construcción del siglo I. En tiempos de Homero y de Apolonio, Aquiles era mortal. Si bien su madre, Tetis, luchó contra ello. Cada noche –y esto es lo que recoge el texto de Apolonio–, Tetis quemaba a su hijo. Y luego cubría las heridas con ambrosía, el elemento que hacía inmortales a los dioses. Una noche, Peleo, el padre de Aquiles, despertó y vio a su hijo, así, en llamas. “Y al verlo lanzó un grito horrible”, dice Apolonio. Fue hacia él y, con su propio cuerpo, apagó las llamas. Tetis, furiosa, al ver que su hijo no podría acceder a la inmortalidad, abandonó el hogar.
Esta historia sobre Peleo y Aquiles –sin duda el mejor de nosotros; no por su grandeza, sino por su pequeñez, por su mortalidad– explica la paternidad, explica en qué consiste. Peleo no pretende la inmortalidad, no pretende cambiar al otro. Pretende, tan solo, que siga vivo. Peleo es un incondicional de la vida y, por lo mismo, de la mortalidad de su hijo. Sabe que la vida solo transcurre en la vida. Y que no hay que arder en ella. Hay que evitar las hogueras, pero disfrutar del fuego de la vida, que todo lo quema, que nos quemará hasta a nosotros. En plena pandemia, hijo, se debe salir a la calle. Con la armadura de Aquiles. Se la dio Tetis. Quizás fue la única inmortalidad, muy relativa, con la que consiguió dotar a su hijo. Y, no sé cómo, pues no es mi época, sino otro fuego, aprender a vivir y a besar y a abrazarse y a reírse del fuego. Precisamente porque no somos inmortales, sino frágiles como Príamo y Héctor, como Peleo y Aquiles.
Llevamos 10.000 años cuidándonos, e intentando que nuestros hijos no ardan. No lo hemos conseguido. Pero ha merecido la pena convertir ese fuego en libertad y admiración. Por ver a tu hijo luchando contra el fuego.
Las primates hembras no se ayudan con sus crías. Sólo si tienen algún tipo de parentesco determinado. Los machos, los padres, no participan en ningún momento en la crianza. Los primates humanos cambiaron estas reglas del juego. Absolutamente. Las hembras, independientemente de su parentesco, empezaron...
Autor >
Guillem Martínez
Es autor de 'CT o la cultura de la Transición. Crítica a 35 años de cultura española' (Debolsillo), de '57 días en Piolín' de la colección Contextos (CTXT/Lengua de Trapo), de 'Caja de brujas', de la misma colección y de 'Los Domingos', una selección de sus artículos dominicales (Anagrama). Su último libro es 'Como los griegos' (Escritos contextatarios).
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