Como sucede en todas las religiones, a un personaje trascendental se le busca, posteriormente, una genealogía espectacular. Así, a Aquiles, el mejor de nosotros, se lo otorgó ser hijo de Peleo y Tetis. Tetis era una nereida, el eco de una divinidad antigua y marina, en desuso, anterior a Poseidón incluso. Peleo era, en el tiempo, descendiente lejano de Zeus. Siendo importante, la naturaleza de los padres de Aquiles no lo era tanto, pues había otros héroes con ancestros aún más poderosos y en mayor contacto con la divinidad. ¿Por qué dotarle, pues, de esos padres? Pues porque eran, sencillamente, únicos. Lo especial que tenían era un mensaje, una originalidad que crearon en el momento de conocerse. Ella era, lo dicho, una nereida, un ser que cambiaba de forma a su antojo. Y, por lo tanto, esquivo e inaprensible. Lo que hizo él para seducirla fue, sencillamente, abrazarla. Es decir, permaneció abrazado a ella mientras ella cambiaba incesantemente de forma, adoptando el volumen de todas las fieras del océano y de la tierra. Finalmente, al fin, volvió a ser ella. Y el abrazo, ahora sin garras ni heridas, volvió a ser un abrazo. Lo que aportan Tetis y Peleo a la genealogía de Aquiles es, pues, algo importante. La pareja. La decisión de serlo. La decisión de permanecer abrazado a alguien no en la pobreza o en la riqueza, no en la salud o en la enfermedad, sino en transiciones y estados más brutales aún, y que requieren aún mayor decisión. Cuando el otro es todas las fieras. De ese compromiso trascendente nació el mejor de nosotros. No nació, posteriormente, otro mejor, de lo que se deduce que aquello tal vez no volvió a suceder.