MEMORIA
Ruanda, a un cuarto de siglo del infierno
Los números del genocidio cometido en 1994, con la complicidad de Occidente, aún estremecen. Unos 800.000 muertos en cien días. 8.000 cada 24 horas. Cinco cadáveres por minuto
Marcos Pereda 14/06/2020
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“Nosotros, la comunidad internacional, teníamos que haber sido más activos durante los primeros momentos en que se cometieron las atrocidades de Ruanda en 1994, y haberlas llamado por su nombre: genocidio”. Son palabras de Madeleine Albright, secretaria de Estado, administración Clinton. Año 1997, discurso en Addis Abeba ante la Organización para la Unidad Africana. Meses más tarde, ya en 1998, fue el propio presidente yanqui quien abundó en esas disculpas. “No fueron resultado de antiguas luchas tribales (…), sino que derivaron de una política dirigida a la destrucción sistemática de un pueblo”. Occidente llegaba tarde, muy tarde. Aún sigue haciéndolo.
En aquel momento nadie habló de genocidio. Daba miedo. “Hay expresiones que usamos con las que intentamos ser coherentes”, dijo en junio de 1994 Christine Shelley, portavoz del Departamento de Estado americano. Si existe genocidio, hay obligación de actuar para quienes firmaron la Convención sobre el Genocidio de 1948. Después de la Segunda Guerra Mundial. Quién iba a pensar que aquello se fuera a repetir, ¿no? Así que nada, no hay genocidio.
Si existe genocidio, hay obligación de actuar para quienes firmaron la Convención sobre el Genocidio de 1948
Aún más directo fue François Mitterrand. Año 1994, en mitad de todo el “asunto”. Francia enviaba pistolitas a Zaire y Zaire se las vendía a los manhamwe. “En estos países el genocidio es poco importante”, dijo el presidente galo. Que su hijo Jean-Christophe se ganase sus buenos francos haciendo llegar fusiles a aquel lugar igual influyó. También había sido, qué cosas, asesor del Elíseo para asuntos africanos entre 1986 y 1992. Años después sería condenado por tráfico ilegal de armas. Casualidades. Mitterrand reconocía el genocidio, pero venía a decir que era una costumbre ancestral, algo típico de aquellas tierras, como el café o los gorilas de montaña…
¿Quieren una explicación histórica? ¿Una génesis? No la hay. Resulta tentador hablar de violencias atávicas, conflictos tribales (fíjense que en África las guerras nunca son civiles, porque el lenguaje habla más de la cuenta). Dos etnias enfrentadas desde que el tiempo es tiempo. No. Dos etnias enfrentadas desde que los europeos llegaron allí para enseñar cómo se cuenta el tiempo a quienes el tiempo ya contaban. Eso sí.
Los europeos se repartieron Ruanda antes de que ningún europeo hubiese puesto pie en Ruanda. Ya ven, somos así de graciosos, y lo del Congreso de Berlín cundió un montón. A esa parte de África le correspondió, hop, así por las buenas, ser alemana. Qué risas. Y un alemán… ¿cómo será?, se hubiesen preguntado los habitantes de las mil colinas. En el caso de haber sospechado siquiera que existían, vaya.
Mitterrand reconocía el genocidio, pero venía a decir que era una costumbre ancestral, algo típico de aquellas tierras
Allí en realidad estaban gobernados por mwamis, jefes de clanes que regían sobre comunidades donde convivían pigmeos, hutus y tutsis. Centrémonos en estos dos últimos. Más estilizados los unos, más bajitos los otros. Nariz chata para los hutus, puente fino para los tutsis. Piel más oscura, piel más clara. ¿Es cierto? Bueno, a los blancos se lo pareció, seguramente porque resultaba cómodo. La única diferencia entre hutus y tutsis era su forma de vida tradicional. Los primeros trabajaban la tierra, los segundos cuidaban ganado. Los europeos lo vieron muy fácil. Ya lo dijo John Hanning Speke, los tutsis descienden del rey David, han llegado al corazón de África a través Abisinia, son, por lo tanto, parientes lejanos de nosotros, sabios civilizados protestantes. Por lo tanto, promocionémosles. Porque siempre tiene que haber alguien por encima y alguien por debajo. ¿Igualdad? No me hagan reír, hippies.
(Speke no fue el más chiflado, ojo. Algunos hicieron descender a los tutsis de la Melanesia, la Atlántida o, directamente, otro planeta. Ya ven).
Así que los alemanes (y los belgas tras la Primera Guerra Mundial, que dejó pelín perjudicado al antiguo káiser y su camarilla) pusieron el control del gobierno y la administración en manos tutsis. Pero si nosotros mismos somos incapaces de distinguirnos, señor. No pasa nada, hagan un esfuerzo, pongan en sus cédulas de identidad que uno es esto o lo otro. ¿Y los pigmeos? Bueno, a ellos les puede joder cualquiera, claro. Todo son ventajas.
¿Saben quiénes potenciaron abiertamente esa discriminación? Efectivamente, la iglesia católica, los misioneros. Y aquí es donde se complica aún más el asunto, porque tras la Segunda Guerra Mundial la mayoría de esos sacerdotes y monjas van a ser flamencos. Flamencos. Se identificarán con los hutus, por aquello de la clase oprimida (ya sé, ya sé, pero lo de Bélgica y su embrollo es cosa de otro artículo), alentando para que forzasen el cambio político. Y manifestándose abiertamente racistas con los tutsis, añadimos. Buena solución, ¿verdad? Los europeos es que lo hicimos genial en África, oigan.
Así que en 1959 empezó esa revuelta social. Hutus contra tutsis. Golpe de estado de Guy Logiest (coronel de la metrópoli) para que retorne la paz. Y un nuevo gobierno impuesto. Al frente, Grégoire Kayibanda. Hutu. Buenas intenciones al principio, pero la cosa se va desgastando. Digamos que desde entonces hasta los años noventa ninguna generación de tutsis se mantuvo a salvo de malos recuerdos. Pero lo de 1994 fue otra cosa. Porque allí lo que se buscaba era, sencillamente, que no existiesen más generaciones de tutsis.
Presto a desencadenarse. ¿Recuerdan lo que contamos sobre los tutsis y Abisinia? En noviembre de 1992 Léon Mugesera, figura intelectual (es un decir) del Poder Hutu instó a los “suyos” para que devolvieran a los tutsis hasta su tierra de origen a través del río Nyabarongo, afluente del Nilo. Menos de dos años después eran miles los cuerpos sin vida que bajaban, como troncos empapados, por esas aguas. El mismo Mugesera dejaba otras perlas a la misma altura. “¿A qué estamos esperando para diezmar esas familias?” o “destruidlos, no los dejéis escapar. Recordad que la persona a la que perdonéis la vida seguro que no perdona la vuestra”. Todo ello recibía abundante exposición mediática en prensa y radio. En las ondas también triunfaban (lo juro) canciones que llamaban al exterminio desde su apariencia de tonadillas pop. “Odio a esos hutus, esos hutus deshuitizados”, entonaba el simpático Simon Bikindi, haciendo referencia a los hutus que… en fin, a los hutus que no querían asesinar a vecinos, amigos y familiares.
Día 6 de abril de 1994. El avión donde viaja el presidente Juvénal Habyarimana es abatido mientras sobrevuela Kigali. Habyarimana era hutu, y rápidamente se culpa al ejército tutsi en el exilio del magnicidio (a día de hoy la teoría más extendida es que fueron las élites de su propio gobierno quienes perpetraron el asesinato para forzar la situación). Esa misma tarde desde la radio se escuchaban cosas tan tranquilizadoras como “cucarachas, tenéis que saber que estáis hechas de carne, no os dejaremos matar. Os mataremos nosotros”. También se advertía que no podía haber compasión, ni mujeres ni niños. Todos ellos culpables, exterminio total. La madrugada fue un infierno. El primero. Partidas de interhamwe (“los que pelean juntos”) aparecen como por arte de magia y se aplican a lo suyo con una meticulosidad extrema. Sobre qué es lo suyo nos habla su otra denominación: génocidaires.
El doctor Gérard cortó el suministro de agua a un hospital. Un hospital convertido en imán para refugiados tutsis. Nada de farmacia, nada de tratamientos. Cucarachas
Cada historia es un mundo. Cada superviviente tiene su propio abismo. La mejor forma de acercarse al genocidio son, seguramente, los testimonios recogidos en Queremos informarle de que mañana seremos asesinados con nuestras familias, la magnífica obra periodística de Philip Gourevitch editada aquí por Debate. El doctor Gérard que cortó el suministro de agua a un hospital. Un hospital convertido en imán para refugiados. Tutsis. Nada de farmacia, nada de tratamientos para ellos. Cucarachas. O el alborozo de Elizaphan Ntakirutimana, pastor de la iglesia adventista del séptimo día, al saber la fecha en que se atacaría la clínica en una fecha cercana. “Vuestro problema ya tiene solución. Tenéis que morir”.
(Ambos, Ntakirutimana y Gérard eran padre e hijo. Ambos fueron declarados culpables de genocidio y crímenes contra la Humanidad. El primero falleció en 2007. Gérard cumple condena en Cotonou, Benin. Más de 3000 kilómetros hasta Ruanda. Según información de la ONG contra la impunidad por crímenes internacionales, Trial International, debería ser liberado el 23 de octubre de 2021).
Los números estremecen. Unos ochocientos mil muertos en cien días. Ocho mil cada veinticuatro horas. Cinco cadáveres por minuto. Piense en su círculo social, calcule, aproximadamente, las personas que lo componen. Y luego multiplique. En menos de lo que tarda en tomar un café mientras lee este artículo todo eso, todos los seres que habitan su mundo, habrían desaparecido…
(Sumen después mutilados, mujeres víctimas de violaciones, hambre, violencia de todo tipo. Y vuelvan a leer).
Una imagen más. Solo una. Cuenta Gourevitch que en Ruanda, año 1995, apenas se veían perros. Que los miembros del Frente Patriótico Ruandés habían ido matando a todos los que encontraban. Y ¿por qué? Los muertos, se comen a los muertos. Y eso no está bien. Así que los eliminaron.
Decíamos del Frente Patriótico Ruandés. Ellos eran el “ejército” tutsi en el exilio, el mismo que fue acusado de estar tras la muerte de Juvénal Habyarimana. Disciplinados y con buenos pertrechos militares, lograron entrar en el país y avanzar casi sin oposición. En julio conquistan Kigali. Han pasado tres meses desde que empezó todo. El veinte por ciento de los habitantes del país ya no existen.
El 23 de abril de 1995, más de 6.000 hutus mueren, la mayoría aplastados por una multitud que pisaba vidas
A la cabeza de ese FPR está Paul Kagame. Vicepresidente de Ruanda cuando los suyos volvieron al gobierno. Presidente desde 2003, actualmente en el cargo. También acusado, en su día, por crímenes de lesa humanidad. Lo sucedido en 1995. Campo de refugiados de Kibeho, suroeste del país. Refugiados hutus, claro. “A veces pensamos que estábamos ayudando a genocidas, que quizá lo más justo era que todo aquel campo fuese sepultado por una erupción volcánica”, dijeron años más tarde miembros de la Cruz Roja, de ONGs. No fue una montaña escupiendo fuego, sino el ejército nacional. Sangre y caos. El 23 de abril de 1995. Disparos, sí, pero sobre todo asfixia. El terror, las carreras, suelo de fango que en realidad es carne. Más de 6.000 hutus mueren, la mayoría aplastados por una multitud que pisaba vidas.
Epílogo.
El primero.
Tim Lewis habla sobre bicicletas y personas. En Ruanda. La reconstrucción de un territorio imposible de reconstruir. Lo hace en el maravilloso La tierra de las segundas oportunidades. El imposible ascenso del equipo ciclista de Ruanda (Libros de Ruta). Allí hay un párrafo prístino. Revelador. Lo cuenta Jeanne Nyirantogorama, hermana mayor de Adrien Niyonshuti, joven ciclista tutsi cuya epopeya va persiguiendo Lewis a lo largo de la obra. Ella, Jeanne, tiene un bar, y su pelo esconde cicatrices que recuerdan el milagro de seguir viva. En mitad de la entrevista un cliente entra a su establecimiento. Elegante, unos cincuenta años. Vaso de leche, buñuelo. Ambos, Jeanne y el desconocido chismorrean con ligereza. El tiempo, los últimos asuntos locales, quién se va a casar con quién. Luego él se marcha y Jeanne se vuelve a Tim Lewis. Ese hombre tuvo un papel muy importante en el genocidio, dice. Era juez, quizá no llevase ningún machete, pero conocía todo lo que estaba ocurriendo y pasó siete años en prisión. El periodista se asombra, interroga con la mirada. ¿Te sorprende que deje entrar a alguien así? Lo que yo necesito es dinero, cómo voy a sobrevivir si no permito comprar a nadie que participase en eso.
Eso es la vida, aún hoy, en Ruanda. El genocida comiendo buñuelos en el bar de la chica llena de cicatrices…
“Nosotros, la comunidad internacional, teníamos que haber sido más activos durante los primeros momentos en que se cometieron las atrocidades de Ruanda en 1994, y haberlas llamado por su nombre: genocidio”. Son palabras de Madeleine Albright, secretaria de Estado, administración Clinton. Año 1997, discurso en...
Autor >
Marcos Pereda
Marcos Pereda (Torrelavega, 1981), profesor y escritor, ha publicado obras sobre Derecho, Historia, Filosofía y Deporte. Le gustan los relatos donde nada es lo que parece, los maillots de los años 70 y la literatura francesa. Si tienes que buscarlo seguro que lo encuentras entre las páginas de un libro. Es autor de Arriva Italia. Gloria y Miseria de la Nación que soñó ciclismo y de "Periquismo: crónica de una pasión" (Punto de Vista).
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