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Resumen de lo publicado
En su fuga de una cuarentena decretada en un hotel de Roma a primeros de marzo, Luis y Galia deciden hacer parada en Florencia. Uno y otro se sorprenden al verse atraídos. Galia acaba de vender su empresa “Felicidad on line”, proveedora de momentos de felicidad por internet, dedicada a “detectar dianas”. Le explica a Luis que consiste en encontrar lo que la gente no sabe o no se atreve a desear.
Luis
Dejamos el coche y me llevó a I giardini Bardini, en una ladera al otro lado del Arno, frente a la ciudad. Desde una especie de logia con columnas, donde había unas sillas y te servían un aperitivo, se veía y se oía la ciudad entera.
Pasamos allí dos horas, mucho tiempo callados. Hablaba Florencia, nosotros contemplábamos. Me levanté, me di un paseo por los jardines, y a la vuelta yo la miraba y ella me miraba, sonriendo. “Estoy muy a gusto”, me dijo, sin yo haberle preguntado, “me alegro mucho de que nos hayamos escapado”. Le pregunté si tenía mucha prisa en llegar a Barcelona, y no me contestó, ni yo insistí. Bajamos hacia el Arno y entramos en la ciudad por el Ponte Vecchio. Comimos algo rápido, y se empeñó en que subiéramos al campanile de Giotto, junto al Duomo, con vistas a la ciudad desde todo lo alto. Llevaba un vestido rojo.
Cuando bajamos, buscamos un sitio para tomar una copa. Elegí una terraza en lo alto de un edificio de la Plaza de la República, que a mí me traía buenos recuerdos, porque allí, hace años, mirando la cúpula de Brunelleschi, me dio por pensar que la bola dorada que la remata fuese el Aleph, y eso me dio para una historia que se convirtió en una novela. Un café, dos copas, cigarrillos, y no parar de hablar y de reír, porque Galia es de las que saben reír. Qué importante es saber reír. Hacía viento y yo le apartaba el pelo de la cara, y ella se daba cuenta de que eso significaba que me gustaba, porque si no, ¿por qué iba a apartarle el pelo de la cara? Más tarde me diría que eso es un signo inequívoco, y que por eso ya sabía que en algún momento iba a besarla, aunque al parecer tardé demasiado. Claro que tardé, porque yo la habría besado ya mientras dormía en el asiento de copilota, pero no estaba seguro de si al hacerlo ella sería de las que dijesen “no has entendido nada”, o preguntasen por qué. Le aparté el pelo, ella se rió, me miró, las bocas se juntaron, ella prolongó mi beso, y fue como si toda Florencia prorrumpiese en una ovación íntima de la que sólo los dos nos dimos cuenta.
Y entonces, claro, la llevé, para el atardecer, al mirador de San Miniato in Monte, mi lugar preferido de Florencia. Y en los cientos de escaleras hubo tropezones, roces de manos, manos en la cintura, abrazos quietos, crecientes, y ya no es que la desease, sino que cada dardo que me lanzaba daba, una y otra vez, en toda la diana. Al llegar arriba, me dijo: “¡Quieto!”, y me hizo una foto a traición, con el pelo revuelto por el viento y por sus manos, porque un rato antes me dijo, en un abrazo, que estaba muy peinadito.
Anocheció en seguida, pero recorrimos aquellas tumbas entre jardines leyendo las inscripciones, y nos quedamos en el mirador frente a las luces de la ciudad. Claro que sí, yo la abracé por detrás, y ella se dejó caer hacia mí, y yo le daba besos en la nuca y en el cuello y en el pelo, como si estuviésemos recordando otras veces en que ya hubiéramos estado allí, y ella me cogía mi mano y la llevaba por su cuerpo, y respiraba hondo al sentirme, pero no hablábamos ni de los besos ni de los abrazos, hablábamos de otras cosas mientras nos besábamos y abrazábamos.
“Estoy muy cansada, ha sido un día muy largo”, dijo en un momento. Se descalzó y bajamos con cuidado la escalinata, y en una terraza sobre el Arno nos sentamos para cenar. Había luna, bebimos vino, y ella me dijo que podía dormirse en cualquier momento, y que eso significaba que se sentía muy bien. Cogimos el coche, conduje yo, ella se durmió, y busqué la salida de la ciudad con la intención de descansar en el primer hotel que encontrase. Mientras dormía, le he dicho cosas que no ha oído, pero yo las he dicho para que entraran dentro y se clavasen en sus rincones, y ojalá en alguna diana. A poco de salir de la ciudad, he detenido el coche en un motel (recuerdo que se llamaba “Cualunque”), he comprobado que tenían habitaciones, y ella ha subido conmigo, abrazada, casi cayéndose. Se ha dejado caer en la cama, la he arropado, y nos hemos dormido los dos, vestidos. Aunque, al despertarme, por la mañana, los dos estábamos desnudos.
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Galia
Me quedé a medias mientras escribía, a primera hora de la mañana. Pero es que se despertó, me abrazó por detrás y ya no pude seguir ni una línea más. Me giré despacio, notaba los ojos brillantes o igual era el espejo de los suyos que me miraban sonrientes. Le besé, nos besamos. Nos abrazamos como si fuera la última vez que pudiéramos hacerlo, con una voracidad que hacía mucho no sentía. Es cierto que el día anterior fue sencillamente perfecto. De huir de una cuarentena pasamos, sin darnos cuenta, a disfrutar de un día maravilloso en Florencia. Con cada esquina que visitábamos descubríamos algo del otro. Los dos teníamos recuerdos en esa ciudad, y andaban por ahí, dando vueltas. Nos los contábamos. Estuve buena parte del día preguntándome si debía dejarme llevar. Se supone que tengo prisa por volver, tengo un montón de cosas que resolver, hay una nueva vida esperándome.
“¿Por qué no?”. Algo así me dije en algún momento en el que nos quedamos callados, mientras tomábamos algo en una terraza sobre un edificio al que él me llevó. No paró de hablar hasta ese momento, el parlanchín. Por fin me dijo que es escritor, y me contó cómo se le ocurrió una extraña historia en aquella cafetería con vistas a toda la ciudad. En ese momento decidí abrir compuertas, o se abrieron solas, y el agua estancada de demasiado tiempo se liberó. No todos los días una está en Florencia con un hombre que sabe hacerte mirar con curiosidad cosas que tú no habrías visto.
Le di un beso. O me lo dio él, qué más da. Eso es lo bueno de los besos mejores, que es lo mismo besar que ser besada. Y ese beso, uf, abrió más ventanas.
El resto de la tarde fue una sucesión de caricias y mimos que iban cayendo por la fuerza de la gravedad en unos escenarios tan bien preparados para cualquier belleza. Me dejaba llevar en una especie de irrealidad sin tiempo, y empezó a importarme menos todo lo que me estaba esperando en Barcelona. ¿Por qué no?, me seguía diciendo: al fin y al cabo todo se iba a venir abajo, todo iba a guardarse, a callarse, a replegarse, ¿por qué no abrir esa puerta libre cuando todo estaba a punto de confinarse?
Hicimos el amor. Por la mañana, después de ese abrazo necesario. Hicimos el amor, vuelvo a repetirlo porque me gusta cómo suena. Sé disfrutar el sexo, pero hacía siglos que no hacía el amor. Casi me había olvidado ya de la diferencia entre dos cuerpos yuxtapuestos que se frotan hasta que salta una chispa, y ese acoplamiento de dos cuerpos encajados en una sola pieza que se desliza y se recompone de manera natural, con una armonía que amplificaba el placer sin necesidad de esmerarnos en el sexo, simplemente entregándonos y dejándonos llevar.
“Como si hubiésemos estado buscándonos durante años, como si por fin nos hubiésemos encontrado, como si esta casualidad remota nos hubiese caído en suerte en la gran lotería del universo y el tiempo. Las dos bolitas cayeron juntas en el bombo inmenso, y un imán invisible hizo el resto”. Algo así habría escrito en un post, si siguiera siendo dueña de Felicidad On Line. Pero eso son explicaciones para los demás. A mí me bastó con simplemente sentir plenitud, vértigo, alegría. También algo de miedo, aunque soy rápida eliminando esa sensación de mi mente. Y la certeza de que él está en la misma onda. Me voy a dejar llevar. ¿No sería una descortesía no aceptar los regalos de la vida?
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El próximo capítulo de Cuadernos de Cuarentena se publicará el 21 de agosto.
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Resumen de lo publicado
En su fuga de una cuarentena decretada en un hotel de Roma a primeros de marzo, Luis y Galia deciden hacer parada en Florencia. Uno y otro se sorprenden al verse atraídos. Galia acaba de vender su empresa...
Autor >
Miguel Pasquau Liaño
(Úbeda, 1959) Es magistrado, profesor de Derecho y novelista. Jurista de oficio y escritor por afición, ha firmado más de un centenar de artículos de prensa y es autor del blog 'Es peligroso asomarse'. http://www.migueldeesponera.blogspot.com/
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