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Resumen de lo publicado.
En el hotel Il Faro, de Roma, a primeros de marzo, decretan una cuarentena por un brote de coronavirus. Allí está alojado Luis, quien conoce a Galia, una chica francesa de padre español que ha ido a Roma para vender una empresa proveedora de servicios por internet llamada “Felicidad on line”. Galia consigue de extraña manera dos salvoconductos y propone a Luis acompañarla y turnarse al volante.
Luis
Pronto, una luz anaranjada de amanecer, y el verde brillante del primer sol en los árboles. 11 de marzo. Conduzco yo hasta el primer repostaje, Galia duerme todo el rato, indefensa a mi mirada. Galia es guapa. Apenas salimos de Roma, me preguntó si yo necesitaba conversación. Le dije que podía dormirse. Reclinó el asiento, cerró los ojos, y unos minutos después, cuando ya la creía dormida, dijo “gracias”. Eso me gustó.
Atravieso Italia con una mujer a la que no conozco. Que me apetezca sexo con ella, que la mire y me imagine clavado en su cuerpo, forma parte de lo normal; pero lo extraño es que también quiero acantilados, terrazas, paseos, trozos de memoria compartida con té o vino, y verla venir al fondo de una calle, y oírla hablar con otros, y despedirla en un tren, y recibirla en el muelle de un puerto. No lo entiendo. Me doy cuenta de que es absurdo porque, aunque a ráfagas pienso que la recuerdo, o como si añorase lo que nos va a pasar juntos, el caso es que no es más que un ser humano de género femenino al que acabo de conocer.
Hay poco tráfico, y puedo mirarla a cada momento sin que se dé cuenta. La radio se oye a volumen bajo, para que no se despierte, y a esta hora trae canciones luminosas
Hay poco tráfico, y puedo mirarla a cada momento sin que se dé cuenta. La radio se oye a volumen bajo, para que no se despierte, y a esta hora trae canciones luminosas. Miro su boca, entreabierta. La línea de su nariz. Los lunares que salpican su pecho. Sus manos. El cuello. Imagino besos, caderas y curvas peligrosas. Creo que me estoy obsesionando.
“¿Estás cansado?”, es lo primero que me dice, cuando hemos parado en un peaje. Le he contestado que hay todavía mucha gasolina en el depósito. Me parece ver que ella está un rato mirando mis manos al volante, antes de volver a dormirse. Me viene la sensación extraña de que no estamos huyendo, sino yendo. Pero es probable que en la primera gasolinera acabe todo. Que ella bostece, que sólo tenga prisa por llegar a Barcelona, que sea amable conmigo, que esto sea lo que es: una huida en la que nos turnamos al volante.
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Galia
A las 4 apareció, obediente, con su maleta de hombre bueno y peinadito. Me gustó. Puede ser que fuese ese el momento en que empecé a mirarlo ya con otros ojos. Hasta entonces sólo me había parecido un tipo apropiado para escapar de aquel encierro. Si algo es complicado, hace falta un cómplice, la misma palabra lo dice. Es español, tiene buena conversación salpicada de carcajadas y, lo más importante, sabe conducir. Además, por el modo en el que me miraba, por cómo cruzaba las piernas y cómo movía sus manos, sé que es de ese tipo de hombres a los que les gusto. Podía convencerle, salvo que prefiriera no asumir riesgos y quedarse solo en ese hotel a la espera de que levantaran la cuarentena. Allá él.
Apareció, casi no dijimos nada, no había mucho que decir. Dejamos las llaves en recepción y unos billetes en un descuido de la chica que estaba medio dormida y salimos por la puerta lateral que me había indicado Maurizio, el poli guapo.
El coche que había alquilado estaba aparcado en la calle de al lado. Le hice un gesto y, como era de esperar, tomó las llaves y se sentó al volante. Estupendo. Por fin me escapaba de aquel pozo infecto, no hubiese aguantado ni un segundo más en aquel lugar atestado de curas pálidos y ejecutivos babosos. Vámonos.
Horas después, me tocaba a mí conducir. Llevábamos ya unos 300 kilómetros recorridos mientras escuchábamos Italia F.M., ya habían repetido algunas de las canciones de moda hasta el punto de que empezábamos a cantar a dúo algún estribillo. Vaya con el peinadito. Además, no sólo sabe italiano, sino que habla un francés perfecto. Se marcó alguna canción que me dejó con la boca abierta. Se crece cuando me ve sorprendida, y eso me agrada. Hemos hablado de muchas cosas, tiene un acento raro que me resulta divertido. ¿De qué depende que alguien de quien no sabes nada te empiece a gustar? Todos esos posts que escribía sobre amor y felicidad aparecen como ráfagas en mi mente. A ver si yo misma voy a ser una de las destinatarias de todo eso que escribí por oficio. Por lo pronto, es verdad que los pequeños detalles convierten los momentos más insospechados e inesperados en puertas y ventanas.
Creo que él debió pensar lo mismo. Llevábamos un rato callados, cuando apareció un cartel señalando la entrada a Florencia. Al segundo, los dos nos giramos de golpe dispuestos a decir algo, nos reímos, y sin pronunciar palabra tomé la salida.
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Luis
Ella conduce más rápido que yo. Parece que tiene prisa. Hace cálculos sobre la hora de llegada a la frontera de Ventimiglia. Algún titular de periódico, en la gasolinera, hablaba de un inminente confinamiento general en Italia. He conseguido que eso me preocupe un poco, y extrañamente los remolinos se han apaciguado y he podido dormirme un rato. No sé dormirme sin nada en qué pensar.
Todos esos posts que escribía sobre amor y felicidad aparecen como ráfagas en mi mente. A ver si yo misma voy a ser una de las destinatarias de todo eso que escribí por oficio
Me despierto, no sé a qué altura. Galia no se ha dado cuenta de que me he despertado. La miro. Me pregunto en qué estará pensando. No sé nada de ella. Podría ser una ladrona de corales de contrabando, la amante de un ministro italiano, una artesana de miniaturas o de minotauros, o una fiscal anticorrupción; una arquitecta, la comisionada de Amnistía Internacional, o una agente literaria. O una espía. Su cara es limpia, su mirada franca, su pelo alegre y elocuente: habla al mismo tiempo que ella. No es sofisticada, pero llenaría de glamour libre y natural cualquier palacio real, incluso los más rancios. Ella había dicho que se dedica a proveer momentos de felicidad por internet y a detectar dianas, pero pudo ser un juego, o una manera de hacerme saber que no debía preguntarle qué había estado haciendo en Roma. Yo nunca sé en qué trabajan las mujeres. A los hombres, en cambio, se lo veo en la cara.
“¿Qué significa detectar dianas?”, le he preguntado, de pronto. Ha sonreído. Habrá recordado que me dijo que me lo explicaría durante el viaje. “¿Tienes hijos?”, me ha preguntado. Le he dicho que uno. “Pues entonces debes saberlo: habrás hecho de rey mago alguna vez”. Detectar dianas es, dice, encontrar lo que la gente no sabe desear, o no se atreve a pedir. Me explica, mientras adelanta a un camión, que demasiada gente, en vez de pensar a pecho descubierto qué desea, para lo que sólo basta sorprenderse en un descuido, piensa elaboradamente qué debería desear. Le digo que no me lo creo, que eso no tiene sentido, pero ella me calla: “De esto entiendo yo más que tú; hazme caso”. Obediente, le hago caso, y le pregunto entonces cómo hace ella para detectar dianas. “Pues lanzar dardos”, me contesta, sin pensárselo. “Son los dardos los que convierten un punto cualquiera en una diana”. Y luego me lo explica: uno de ellos es el que se queda más cerca de no sé qué centro, y entonces por ahí está la diana. Lo sabes cuando el dardo se clava. “Y a veces es sorprendente”, dice. Le pregunto cuál podría ser una diana para mí, qué podía ser lo que yo desease sin darme cuenta, y por un momento pensé que iba a contestarme “a mí”, es decir, a ella, pero sólo dijo: “Tendré que ir lanzando dardos”.
Después hablamos de Roma. Yo decía “foros romanos”, y ella decía “curas y ejecutivos babosos”, yo decía “Trastevere”, y ella “ruido fullero”; yo decía “áticos”, y ella “italianos guapos, como el policía, ¿te fijaste?”. Disimulé, le pregunté que a qué policía se refería, y me contestó: “Pues al guapo, a quién va a ser”. La radio ya sonaba fuerte, con canciones italianas. Algunas nos las sabíamos y las tatareábamos, incluso a dos voces: si salía bien, ella levantaba la mano para chocarla con la mía; si salía mal, nos reíamos. También a veces nos quedábamos callados, y yo miraba por la ventana. En uno de esos silencios vimos la indicación de la salida a Florencia. “Florencia”, dijo ella. Nos miramos en un gesto simultáneo, y no hizo falta decir nada: ella giró el volante. No he dicho que, en la gasolinera, Galia no bostezó.
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El próximo capítulo de Cuadernos de Cuarentena se publicará el 14 de agosto.
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Resumen de lo publicado.
En el hotel Il Faro, de Roma, a primeros de marzo, decretan una cuarentena por un brote de coronavirus. Allí está alojado Luis, quien conoce a Galia, una chica francesa de padre español que ha ido...
Autor >
Miguel Pasquau Liaño
(Úbeda, 1959) Es magistrado, profesor de Derecho y novelista. Jurista de oficio y escritor por afición, ha firmado más de un centenar de artículos de prensa y es autor del blog 'Es peligroso asomarse'. http://www.migueldeesponera.blogspot.com/
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