Relato
Cuadernos de cuarentena (I)
A primeros de marzo, tras decretarse un confinamiento en un hotel de Roma, Luis y Galia, hasta entonces desconocidos, deciden escapar en coche
Miguel Pasquau Liaño 31/07/2020
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Luis
Casi primavera en Roma. Quizás más en los árboles y en los setos de los áticos que en el cielo y en el aire, que hoy querían ser grises. 9 de marzo. Al terminar mi conferencia me he excusado, he alegado un compromiso, y me he pedido un taxi para subir al Trastevere y recordar otros tiempos. El barrio estaba animado. He buscado una placeta con sillas fuera para cenar, para fumar y para tomarme un par de chiantis. Y para ver gente. Me gusta oír el italiano hablado por mujeres. Me gusta el estigma de las mujeres italianas: rasgos labrados por historias grandes de estirpes fuertes, de las que apenas son conscientes ya. Me gustaría que Jep Gambardello, el de La Gran Belleza, la memoria de Roma, existiera; y poder charlar con él un rato del drama de la belleza perdida pero no olvidada. Pero después del tercer vino y de anotar alguna idea en mi cuaderno, he pagado la cuenta y me he vuelto para el hotel. Tenía que madrugar para el vuelo de mañana.
En la puerta del hotel hay una ambulancia y tres furgones de carabinieri. Un festival de luces giratorias, calladas. Dos policías están en la puerta. Me preguntan si estoy alojado en el hotel. Me conducen dentro. Les faltó ponerme las esposas. En el vestíbulo hay una pequeña agitación. Un tipo con cara de griego me explica que hay seis clientes con síntomas, a los que se les están haciendo pruebas para descartar una infección por el virus del que todo el mundo habla en los últimos días. En pocas horas se sabrán los resultados. Tan sólo están aplicando el protocolo, no he de preocuparme. En el improbable caso de que den resultado positivo, la cuarenta durará entre diez y quince días, y sólo puede eludirse por las causas establecidas en el Decreto Presidencial nº 4/2020, a las que ni siquiera mintiendo podría acogerme. Miro el reloj: las 00:15. Tengo sed.
Galia mueve mucho las manos al hablar: las abre, y hace movimientos circulares. En una de las manos tiene un lunar. Es muy guapa. Sabe mirar cuando habla, y seduce sin querer
Sentada en una de las mesas de la cafetería veo a una chica de color verde-guapa. Le digo buona sera, y me contesta buenas noches. Pero es francesa. Hija de padre español. Se llama Galia, y está esperando noticias con cara de fastidio. Mañana vuela para Barcelona, también temprano. Galia, qué nombre tan raro. Le he extendido la mano, y ella me ha dicho, con sorna: “No se puede dar la mano en tiempos de cólera”. Nos hemos reído, y me he sentado a su lado. Ella tampoco puede acogerse al Decreto Presidencial, pero está pensando ligarse a uno de los policías. A Maurizio. Ya sabe su nombre. Maurizio la mira. Me pido un gintonic, la miro, interrogante, y ella asiente. Dice que no se acuesta hasta saber algo más. Me pregunta cómo me llamo, de broma le contesto: “Llámame Maurizio”, y ella se ríe. “Luis”, le digo, “y mi abuelo era francés”.
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Galia
Objetivo cumplido. El acuerdo está firmado. No he discutido la última rebaja del precio: la cifra no era lo que más me importaba. He dedicado doce años de mi vida a un proyecto que al principio me ilusionó, que luego triunfó, que me ha dado dinero, y del que ahora acabo de liberarme para empezar una nueva vida. Lo que creí que iba a ser un proveedor de intercambio de servicios de bienestar personal y felicidad ha degenerado y se ha convertido en una burda web de encuentros sexuales. La gente no cree que se les pueda ayudar a ajustarse, a ampliar sus deseos, a vivir más ambiciosamente. Creen que eso es cosa suya y que se bastan. Para el sexo, sin embargo, sí aceptan la ortopedia de los algoritmos. Y yo ya no quería dedicar ni un minuto más de mi vida a propiciar que engañen a su infelicidad con el trampantojo del sexo urgente, o ‘casual sex’, como ahora lo llaman. No es que me parezca mal, es que no quiero seguir siendo la que cobra los boletos.
Adiós, “Felicidad on line”. Ahora se llamará “Felicità on line”, y la gestionarán tiburoncillos babosos dispuestos a todo. Yo me siento libre, liviana, nueva, y con dinero para volver a empezar cualquier otra cosa.
Me vuelvo al hotel, cansada, con el contrato firmado. Veo que hay agitación dentro. El recepcionista me informa de que puede haber un brote de virus en el hotel. Si es así, nos pondrán en cuarentena. Pánico me da nada más que pensarlo: espero que sea una falsa alarma. Me siento en la cafetería y pienso en alternativas. Me pongo a escribir en mi cuaderno. Llega un español y se sienta a mi lado. Se me está ocurriendo una idea. Yo no me quedo aquí, yo quiero empezar ya mismo mi nueva vida.
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Luis
Positivo en cinco de los seis analizados, nos han dicho por la mañana. El griego de la recepción me confirma con cara de conserje de museo de cera que no puedo salir del hotel. A los demás no nos hacen la prueba, porque no tiene utilidad: si estamos infectados, ya lo notaremos; y si no, da igual: hasta dentro de quince o veinte días (ayer dijeron diez o quince) no podremos salir. Por la noche había estado pensando qué podría hundirse si no podía salir de aquí, y casi me decepcionó comprobar que nada en absoluto. Algún aviso por teléfono, y poco más. Pediría libros, escribiría, hablaría con la gente de aquí. Lo demás, podía esperar. Ojalá que la chica francesa verde y guapa no encuentre rendijas para escaparse, anoche la vi muy determinada. Sé que estuvo hablando con Maurizio, el policía. Ese le dará lo que le pida. Se le iban los ojos. Como a mí, pero yo sé mirar a la cara. Y a las piernas, cuando las cruzaba.
El hotel Il Faro es pequeño. Tiene 19 habitaciones, un vestíbulo y un jardín con pájaros al que sí nos dejan salir. Bajo a pasear, a hablar con el camarero de la cafetería, paso un rato en el jardín. Le pregunto al griego (no sé por qué le sigo llamando “el griego”, si ya sé que es de Bari) si sabe cuál es la habitación de la francesa. Sabe quién es, pero me ha dicho no sé qué estupidez de la protección de datos. Anoche, con el segundo gintonic a medias, dijo que se sentía cansada y que se iba a dormir; le dije “hasta mañana”, y me contestó “ojalá que no”. Luego se volvió, me vio la cara de piedra, y me dijo: “¿De verdad tengo que aclararte que ese ‘ojalá no’ no es un desprecio?” Pero no le dio tiempo a comprobar si mi cara cambiaba, porque me dio la espalda y se introdujo en el ascensor.
A media tarde me han llamado de recepción. Era Galia. Se ve que para ella, en cambio, no hay datos protegidos. He bajado y me ha dicho “siéntate”. Nos han servido una copa. Galia mueve mucho las manos al hablar: las abre, y hace movimientos circulares. En una de las manos tiene un lunar. Es muy guapa. Sabe mirar cuando habla, y seduce sin querer. Me ha pedido que no le pregunte cómo, pero ha conseguido unos certificados para pasar la frontera italiana y un coche. “¿Maurizio?”, he dicho, pero ella no me ha confirmado ni desmentido, y ha seguido hablando. No es mujer a la que se le corte el hilo con una pregunta así de estúpida. Me ha dicho que de madrugada sale de allí, y que preferiría ir acompañada. “¿Sabes conducir?”, me ha preguntado, y al saber que sí, me ha propuesto turnarnos al volante hasta Barcelona. “Piénsatelo”, me ha dicho, “igual prefieres quedarte aquí, pero yo no te lo recomiendo: esto va para largo”. Dice que hay rumores de que pueden cerrar no sólo Italia, sino también España, y toda Europa. Que es una cuestión de días, y que quedarnos en Roma podría suponer no volver hasta dentro de un par de meses. “Hay que salir de aquí esta misma noche”, me ha dicho. Hemos quedado en el vestíbulo a las cuatro de la madrugada.
Pero por la noche hemos coincidido en la cena. Estaba sola, leyendo unos papeles. y me he sentado con ella. “No hables de eso”, me ha advertido en seguida, y le he preguntado qué había venido a hacer en Roma. Es posible que se lo haya inventado, pero me ha dicho que vino a una entrevista con una empresa que se llama Felicità on line. Una proveedora de momentos de felicidad. Se dedica, dice, a “detectar dianas”. “¿Detectar dianas?”, le he preguntado, y ella me ha dicho que me lo explicará durante el viaje. Al terminar de cenar no sabía si proponerle seguir charlando en la cafetería, pero ella se ha anticipado y me ha dicho: “Me subo a la habitación, tendría gracia que por unas horas cogiéramos el puto virus. Súbete tú también, a la tuya. Nos vemos aquí a las 4. No vayas a avisar en recepción. Yo me encargo”.
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El próximo capítulo de Cuadernos de Cuarentena se publicará el 7 de agosto.
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Luis
Casi primavera en Roma. Quizás más en los árboles y en los setos de los áticos que en el cielo y en el aire, que hoy querían ser grises. 9 de marzo. Al terminar mi conferencia me he excusado, he alegado un compromiso, y me he pedido...
Autor >
Miguel Pasquau Liaño
(Úbeda, 1959) Es magistrado, profesor de Derecho y novelista. Jurista de oficio y escritor por afición, ha firmado más de un centenar de artículos de prensa y es autor del blog 'Es peligroso asomarse'. http://www.migueldeesponera.blogspot.com/
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