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Resumen de lo publicado.
En su huida de la cuarentena decretada en el hotel en que se alojaban por separado, Luis y Galia pasan en Florencia un día que les cambia el aire. La ciudad los envuelve, los acerca, y un beso les abre la puerta a otro modo de viajar juntos. Ambos se sorprenden de la intensidad de la atracción que les provoca el otro. Luis se pregunta cuánta prisa tiene Galia por llegar a Barcelona. A él no le espera nada urgente en España.
Luis
Los dos desnudos. Las bocas se miraban, los ojos se besaban. El abrazo, largo pero ansioso, juntó dos cuerpos que querían poseerse, colisionar, romperse uno dentro del otro en una explosión de felicidad. Y que lo hicieron. Más que hacer el amor era tocarlo, verlo, olerlo, sentirlo, un amor de una vez por todas, a fondo perdido, como un big-bang o un acto de creación en un instante definitivo. Hacía muchos años que no sentía tanto placer, un placer tan inmenso que no cabe en el cuerpo y se expande por el alma. Lo tuvo que ver en mis ojos, serios por la profundidad del placer y al mismo tiempo sonrientes, porque era el placer del otro el que cada uno de los dos sentía. Cuánto duró ese abrazo en que quedamos, como si cada uno estuviese abrazándonos a los dos. El mejor abrazo. No sé si alguna vez me había sentido tan abrazado.
Galia bajó a tomar un café urgente mientras yo me duchaba. Mientras me afeito, mientras miro un rato por la ventana del Cualunque que da a unos cipreses toscanos, me digo que soy un hombre nuevo, y que me ha entrado hambre de vivir el día que está empezando.
En alguna curva veíamos a Florencia alejarse. Como todo era nuevo, todo lo mirábamos. Avanzaban los kilómetros. Hablábamos de cualquier cosa, y cada cosa que ella me decía era como abrir una puerta, y otra más, hacia dentro de ella. Se acercaba el cruce para Bolonia o Genova, y le dije: “En Bolonia viví un otoño”. “Lo sé, ya me lo dijiste”. Pero yo no recordaba haberle hablado de Bolonia. “¿Quieres volver a pasear por sus soportales?”, me preguntó. “¿Cuánta prisa tenemos?”, volví a preguntarle, y ella me dijo: “No lo sé”. Llegamos al cruce, y tomé dirección Génova. Me apetecía más Génova, y la Riviera, y el mar, que el pasado. Además, dejaba sin respuesta la cuestión de la prisa. No quería decidir yo cuánta prisa tenía ella. Yo no tenía prisa. Y ella me acariciaba la pierna mientras me hablaba.
Yo no tenía prisa ni siquiera de llegar al mar. Yo habría parado en cada pueblo, me habría desviado en cada cruce, me interesaban las casas sueltas, los carteles, cada árbol. Era como si mis pulmones entumecidos se hubiesen descongestionado de rutinas que me oprimían sin yo darme cuenta, y volviese a respirar aire de verdad. Por eso tampoco me importaba seguir y seguir por esa carretera en la que casi todos volvían y nosotros íbamos. Cuando vimos el mar, Galia me dijo “me gustas mucho”, sin mirarme. “No sé por qué”, añadió. “Ojalá no lo sepas nunca”, le dije. Yo tampoco sabía por qué me había obsesionado con ella: seguramente fue por un descuido, como ocurren las grandes cosas. Me bastaba con el día y medio que conocía de ella. Nunca hasta entonces me había importado tan poco el pasado. Eso me hacía, extrañamente, libre de mí mismo.
Un poco antes del anochecer del 12 de marzo estábamos llegando a Portofino. Dejamos el coche, y fuimos al puerto. Los besos sabían a mediterráneo, había revoloteo de pájaros y de palabras y ella, mientras paseábamos por el muelle, empezó a contarme algo de un verano de infancia en la casa familiar de Bretaña que yo escuchaba como si fueran olas que venían a empaparme. El sol se estaba poniendo. Fueron las primeras noticias del pasado, pero eran como un adorno de aquella tarde. Sólo recuerdo algo de unos girasoles. Me enseñó una foto guardada en su móvil, en la que ella posaba en un campo de girasoles.
Le propuse hacer noche allí, y preguntamos en un hotel pequeño que había muy cerca del puerto, en el acantilado. Les quedaba una habitación. Ni siquiera fuimos al coche por el equipaje: luego bajaríamos a cenar. Subimos, abrimos el balcón, y ella empezó a abrazarme. Estuvimos andando y abrazándonos por la habitación, como en un baile, pero con derecho a apoyarnos en las paredes. Y descalzos. Fuimos desnudándonos pared a pared. Besos, manos que acarician y recorren. Nos reíamos, pero con risa de deseo urgente. Cada uno se quitó su última prenda, y seguimos abrazándonos en movimiento, piel con piel, respirándonos, y rozando los labios con la oreja, con los ojos, con el cuello. Se subió a mis pies, yo andaba por ella, y la llevé a la mesa que había junto al balcón. Se apoyó en la mesa, y detrás de ella se veía el mar. Y el mar entró en nosotros en oleadas. Nos poseíamos al tiempo que nos dábamos. El oleaje fue creciendo más y más, hasta que caímos a plomo en un abrazo igual al de la mañana. Se oía nuestra respiración con fondo de mar. Todo estaba empezando, aunque no me habría importado morirme en ese instante.
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Galia
Tantos años vendiendo felicidad, tantas páginas convirtiéndola en un producto de consumo, y resulta que la felicidad puede ser un atardecer con gaviotas revoloteando. Me canso nada más que de pensar que tuviera que escribir un post sobre la felicidad del atardecer. Quiero dedicarme a andar la felicidad, y a comérmela sin ponerle nombres ni grados ni segmentos, sin colocarla en plataformas para que unos y otros busquen sexo diciendo ofrecer amistad. Me siento liberada de tanta farsa estúpida. Miro hacia adelante y veo un tramo de vida en el que voy a poder reinventarme. Le he dicho “gracias” a Luis, pero no lo ha entendido. No le he explicado que lo que le agradezco es la mejor compañía para este momento de mi vida. Sin él, sin la sorpresa de este hombre a mi lado, habría tardado mucho más tiempo en comprender lo que he ganado al dejar para siempre en Roma tanto artificio envuelto en el plástico de las palabras.
La idea de mi plataforma era bonita: un banco de momentos de felicidad. Qué tienes para dar que pueda estar deseando otro, qué quieres que otro te dé, que ni siquiera sabes desear. Al principio se cruzaban anónimamente flores y poemas, un libro antiguo y la disposición a escuchar viejas historias de un anciano, por ejemplo; pero pronto pasó a ser celofán para envolver citas de divorciados, o de hombres desplazados por su trabajo con mujeres que ya habían dejado de ser amadas. Oh, qué deseo más bonito has formulado, yo quiero follar contigo. En eso se convirtió. En la página de estadísticas comprobábamos que lo más cliqueado, con diferencia, eran las fotografías, y luego la ubicación. Lo demás, los deseos, los dardos, las dianas, eran algo así como poner el DNI, un requisito para aparecer en la plataforma de encuentros sexuales.
Me dejo llevar. No sé todavía dónde vamos. No sé si quiero entrar en España. A este parece que no le importa, pero el virus va en serio. El rumor es que en España van a cerrar todo, y yo no quiero meterme ahora entre cuatro paredes conmigo misma. La cosa parece grave. En Francia también están pensando medidas. En Italia ya las han tomado. Logramos pasar la frontera francesa gracias a los falsos certificados policiales de razón de fuerza mayor, sin especificar.
Luis me pregunta si tengo prisa. Sé que quiere que le diga que no, pero no le he contestado. No lo sé. Lo miro, le beso todo, le doy la mano, hace mucho tiempo que no siento tanta armonía con un hombre, y no sé si hacer de él simplemente el tipo con el que me escapé de Roma, o algo más. Me había representado esta época de otro modo. No, no tengo prisa, quiero dejarme llevar, pero no quiero decirlo. Estoy llena de sensaciones nuevas, abiertas, y no quiero pensar en ellas. Iremos decidiendo. Le voy a proponer al peinadito desviarnos a Montpellier. Quiero recordar Montpellier con él.
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Luis
Niza. Mientras tomábamos un vino a mediodía en el paseo marítimo, le tocó el turno a las palabras. Aunque las palabras, cara a cara, tienen aire, gestos, risa, tono. Son palabras enteras. Hablábamos sin orden, sin saber qué vendría después de cada cosa, como si en cada una volcáramos todo lo que habíamos vivido, aunque sin prisas por acabar de contarnos nada. Y cada una que me contaba era, al mismo tiempo, como una puerta que se abría hacia adentro y una ventana que lo hacía hacia afuera. Un aluvión de brillos, fragmentos con formas y colores completamente diferentes, que sin embargo parecían tener una misma música y que se acoplaban con mucha facilidad, como si fueran piezas de un mosaico olvidado. Y yo no sabía, ni sé todavía, ni sé cuándo podré saberlo, si lo que me gustaba era cada pieza, la música, la imagen fragmentaria que se iba formando, o si era su voz, o cómo movía las manos, o los besos que caían porque sí.
Me cuesta recordar qué le decía yo. Me daba igual. Lo primero que saliera. Yo ya me sé demasiado bien a mí mismo. Aunque es verdad que una cosa es saberse y otra volcarse, y que no es lo mismo en quién estás poniendo tus historias, y que si se rozan con ella pueden volver a ser historias nuevas, rescatadas, entregadas. No es lo mismo recordar que entregarse.
Hacía mucho sol, el mar estaba muy azul, el café se llamaba “Nostalgie”, y ella llevaba un sombrero de color crema del que se fugaba su pelo rubio. Los dos con gafas de sol, con ganas de hablar, de mirar y de beber vino al aire libre. Los dos de cara al mar, aunque ella mirando a España y yo a Italia.
Ella, que es más directa que yo, sobre todo cuando mira a la cara, me dijo, sin que yo volviera a preguntarle, pero justo después de un beso profundo y largo: “Sí, debería tener prisa, me esperan”. Quizás era el momento exacto. Me gustó que me lo dijera así y entonces. Yo reaccioné prolongando el beso. No le pregunté ni quién, ni qué, ni dónde, ni cuándo. No se trataba ni de hacer un mapa ni de componer un equilibrio. Te esperan, te beso. Ese era el equilibrio. El equilibrio de un beso que no se arredra. Me di cuenta de que esa era exactamente la situación, y ese beso fue eterno en un instante, agradecido. Si ella tenía prisa y me estaba besando, cada minuto valía más. No estábamos de viaje, sino que sólo estábamos. Comimos algo, y seguimos camino de la frontera. La que ninguno queríamos alcanzar, aunque tuviéramos prisa. Yo, desde luego, tenía prisa por seguir con ella. Y aunque la frontera estaba a tiro de una tarde larga, ella me dijo que quería dormir en Montpellier, y que tenía prisa por llegar a Montpellier conmigo.
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El próximo capítulo de Cuadernos de Cuarentena se publicará el 28 de agosto.
- Cuaderno de Cuarentena (III)
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Resumen de lo publicado.
En su huida de la cuarentena decretada en el hotel en que se alojaban por separado, Luis y Galia pasan en Florencia un día que les cambia el aire. La ciudad los envuelve, los acerca, y un...
Autor >
Miguel Pasquau Liaño
(Úbeda, 1959) Es magistrado, profesor de Derecho y novelista. Jurista de oficio y escritor por afición, ha firmado más de un centenar de artículos de prensa y es autor del blog 'Es peligroso asomarse'. http://www.migueldeesponera.blogspot.com/
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