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En el que acaso sea el más contundente de sus autorretratos Borges opta por definirse a través de un escueto inventario de preferencias. Le gustan, dice, “los relojes de arena, los mapas, la tipografía del siglo XVII, las etimologías, el sabor del café y la prosa de Stevenson.” Salvo por la tipográfica, que refleja una aguzadísima erudición de bibliófilo, comparto cada una de sus debilidades. La cartográfica en particular. Me gustan los mapas –sospecho que como a él– no como medida, sino como metáfora. Tengo por ahí curiosos mapas, variopintos y ociosos: un set de 7 hermosísimas cartas geológicas del continente africano editado en Lagos en 1964; otro, en 23 fojas, con el curso del río Usumacinta elaborado en 1879 por la Comisión Mexicana de Límites con Guatemala; un sorprendente mapa logarítmico del universo a partir del centro de la Tierra –nuestro universo, forzado a caber en un rollo de papel de 22 x 157 cm...
Ahora que me encuentro robándole tiempo a la vida para preparar para publicación mis crónicas de viaje por el Altiplano (algunas aparecidas aquí, en CTXT), he vuelto a dar, entre mis papeles bolivianos, con un mapa de lo más singular. Se trata de un mapa del Salar de Uyuni en una escala de 1:50,000. Antes de comentar los porqués de su singularidad les cuento brevemente cómo es que obra en mi poder.
Diez años ha, errando no lejos de la plaza de la coqueta ciudad sureña de Tupiza (provincia de Sud Chichas, departamento de Potosí, Estado Plurinacional de Bolivia) encontré abierto, en una vieja casona desangelada, el despacho de cartografía del Instituto Geográfico Militar. Entré. Pedí ver el mapa más preciso que del Salar tuvieran –venía yo de pasar un par de semanas en su yermo e inquietante paisaje de ciencia ficción.
El sargento topógrafo se perdió por un pasillo. Al poco volvió, con un inmenso álbum de mapas que dejó caer con polvoso estruendo en el amplio mostrador de madera (el despacho, en una vida anterior, fue tienda de géneros). Fuimos pasando los mapas de ese libro ciclópeo –debía tener un metro de base– hasta dar con lo que buscábamos. Que resultó ser ¡un mapa completamente vacío!
Como en el vastísimo salar no hay NADA, en el mapa en cuestión no había NADA que señalar: una rigurosa cuadrícula con coordenadas y… NADA más.
Sensible a su poesía, ¡por supuesto que me enamoré del mapa!
La oficina brindaba servicio de fotocopiado. Pedí una copia sin sospechar que realizarla resultaría tan laborioso: no disponían sino de una rústica fotocopiadora tamaño carta –por lo regular, los usuarios del servicio piden copiar solo un trozo de plano, pues se busca resolver alguna disputa catastral. El sargento me invitó detrás del mostrador para ayudarlo a desplazar el mapa, en intervalos fraccionados, sobre la ventanilla de la copiadora. Cuando creímos tener todas las partes, ensamblamos el rompecabezas. La copia estaba completa, sí, aunque el resultado era, por lo menos, mediocre. Unidas las partes con cinta adhesiva –como avizoraba yo hacerlo– sería... un desastre.
El sargento, un muchacho de lo más amigable con playera de futbolista y contento de tener compañía exótica –¡un mexicano!–, mencionó de paso, al devolver el pliego a la colección, que ni para qué lo devolvía (los mapas iban perforados por el margen izquierdo, asidos, para formar el volumen, por cuatro tornillos), pues era un mapa inútil: nadie, nunca lo iba a usar.
Vislumbré una ventana de oportunidad:
—Y si no sirve para nada, ¿me lo puedo llevar?
Me dijo que volviera más tarde; eso no podía decidirlo él. Tenía que consultar a su superior, quien había salido a recoger un paquete.
Obedecí. Cuando volví, el suboficial estaba de regreso. ¡Y estaba la mar de contento! Había recibido su paquete, que eran unos pescados, unos sábalos del río Parapetí, en el Chaco, que su cuñado le había fletado por autobús hasta la remota Tupiza.
Un militar es afecto a la información, no a la poesía. El suboficial había sido diligentemente informado de mi petición y había resuelto que sí, que me podía yo llevar el mapa 6132 I.
Nos quedamos conversando, a tres bandas, sobre la absurda Guerra del Chaco (Paraguay vs. Bolivia, 1932-1935) y la desgarradora capitulación del fortín de Boquerón. Terminaron por convidarme a cenar sábalo esa misma noche. Sabiendo que era yo mexicano, los prepararían con patatas hervidas y en salsa de aribibi, un ígneo y pendenciero locoto de monte –«a ver si es verdad que ustedes son tan machos…».
La otra mitad de la imagen que encabeza el presente texto, la de la derecha, muestra un fragmento de mapa de los Himalayas. La sección encuadrada se centra en el Everest, por cuya cima pasa la frontera sino-nepalesa. Las engañosas dos dimensiones del papel –y de la pantalla– enmascaran lo vertiginosas que son en realidad sus curvas de nivel. Este otro mapa lo saqué del cajón, en casa de mis padres en la ciudad de México, que entre mucho papelorio guarda todavía mi añejo tambache adolescente de mapas del ‘National Geographic Magazine’. Lo rescaté durante mi última visita, sin nada preciso en mente. (Recuerdo todavía que, la primerísima vez que lo estudié a la lupa, me dije: 'sí que debe existir el Yeti'.)
En uno de esos gestos insospechados y fortuitos que a posteriori resultan evidentes, necesarios incluso, recién puse ambos mapas lado a lado.
Para mi absoluta sorpresa y regocijo, comparten escala: los dos están en 1:50,000. En uno, la ausencia total de accidentes geográficos –¡el más insólito accidente en sí!–; en el otro, la abigarrada ilegibilidad de la demasía.
No los aburro más.
En el que acaso sea el más contundente de sus autorretratos Borges opta por definirse a través de un escueto inventario de preferencias. Le gustan, dice, “los relojes de arena, los mapas, la tipografía del siglo XVII, las etimologías, el sabor del café y la prosa de Stevenson.” Salvo por la tipográfica, que...
Autor >
Alain-Paul Mallard
Escritor, coleccionista, fotógrafo, viajero, cineasta, dibujante, Alain-Paul Mallard (México, 1970) es autor de 'Evocación de Matthias Stimmberg', 'Nahui versus Atl', 'Altiplano: tumbos y tropiezos'. Vive en Barcelona.
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