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Rigor

Si el rey emérito quiere ayudar a su hijo, lo mejor que puede hacer es someter su patrimonio a una investigación fiscal y transparente. Y dar cuenta de su procedencia y origen, de tal manera que el legado que le deje sea legal

José Luis Villacañas Berlanga 5/08/2020

<p>Don Juan Carlos saluda a su hijo Felipe VI tras imponerle el fajín de capitán general, en julio de 2014.</p>

Don Juan Carlos saluda a su hijo Felipe VI tras imponerle el fajín de capitán general, en julio de 2014.

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Presiona en el ánimo del observador atento de la actualidad una tensión de difícil expresión. Y sin embargo, debemos sacarla a la luz para no caminar humillados por la realidad. Aquí no podemos encogernos de hombros y dar prueba de una docilidad indigna. Esa tensión a la que aludo tiene que ver con la aguda sensación de estar asistiendo a horas extremadamente graves y de profundo significado histórico, mientras que todo un intenso decorado público se empeña en hacernos creer que el abandono del país por parte del rey don Juan Carlos es un asunto cotidiano más. Y sin embargo, la larga pedagogía para disminuir el estupor, el asombro y el escándalo, ese trágala homeopático que, ya durante años, pretende que traguemos en pequeñas dosis lo que es una monumental rueda de molino no debería confundirnos. 

Buena parte del sentido moral y político de Occidente procede de dos escenas judiciales. Una tuvo lugar en Atenas y otra en Jerusalén. Las dos acabaron con la muerte de sus personajes

A esa comunión de la dura piedra contribuye el presidente Sánchez de dos maneras: primera, cuando en su rueda de prensa de este martes 4 de agosto usa de forma ligera el argumento de que una cosa son las instituciones y otra las personas. Al aludir a que todos los partidos han tenido corrupción, pero no se han cuestionado como instituciones, olvida dos puntos. Primero, que aquella corrupción general de los partidos sí afectó a las instituciones, como recuerda cualquiera que aprecie el descenso de credibilidad que han padecido. Pero olvida otro segundo punto fundamental. La monarquía es un régimen de representación concentrada de la unidad del Estado en una persona. Su dimensión simbólica es de tal índole que nada de lo que afecte a la persona deja de afectar a la institución. No es posible tener una institución monárquica fuerte y un rey personalmente problemático. Pero todavía más grave es la forma en que nos quiere hacer pasar esta enorme noticia como si fuera un hecho cotidiano, y esto contribuye a nuestra desolación, cuando se niega a contestar sobre su pacto con la casa real apelando a una confidencialidad y al mismo tiempo repite una y otra vez que considera vigente el pacto constitucional.

Mucha enjundia debió tener esa confidencialidad cuando tiene que ser cubierta con ese acto de fe cerrada en el pacto constitucional. Sin embargo, tanto esa confidencialidad como esa fe dejan fuera de óptica lo más relevante que nos concierne como ciudadanos. Buena parte del sentido moral y político de Occidente procede de dos escenas judiciales. Una tuvo lugar en Atenas y otra en Jerusalén. Las dos acabaron con la muerte de sus personajes. Ambos se entregaron a ese destino por el mismo motivo, uno por obediencia estricta a la ley, y el otro en obediencia igualmente estricta a la voluntad del que llamaba Padre, vertida en una larga profecía que debía cumplirse al pie de la letra. Dejemos aquí al margen el caso de Cristo, y reflexionemos un poco sobre el de Sócrates, pero no olvidemos que ambos son ejemplos de seriedad y fidelidad.

Ahí vemos a Sócrates, en una edad avanzada, en la cueva que le sirve de cárcel. Una noche recibe a sus jóvenes amigos que le proponen fugarse. Él se niega. La razón que da para quedarse, cuando sus amigos ya tenían comprados a los carceleros y preparada la fuga, generó la ética política posterior, acuñada en la sentencia pro patria mori. Sócrates murió porque no podía verse viviendo de otra manera, en otro sitio. No era por falta de capacidad de adaptación. El motivo era porque toda la vida había defendido la ley y la ciudad y no podía soportar que ahora, con su huida, la totalidad de su vida quedara reducida a una mentira, a una farsa. Los juramentos antiguos, los peligros asumidos, las guerras combatidas, todo sería falso. Era vivir como si no se hubiera vivido. Una vida vana, vacía. Sólo pensar en una cosa así le producía una profunda vergüenza. Por respeto a todo eso, se quedaba. Pues la vida no era el valor absoluto. Solo lo era la vida cumplida a pie firme allí donde el daimon había señalado que estaba su lugar. 

Nos gustaría mucho escuchar el daimon que ha aconsejado a don Juan Carlos que abandone su puesto, rompa el papel de su condición simbólica y ponga todo lo vivido políticamente en estos cuarenta años en almoneda. Y ya nos gustaría montar un diálogo de ese despacho confidencial entre Sánchez y el rey don Felipe, que, al contrario de lo que sucedió con Sócrates, ha traído como consecuencia que el rey abandone el suelo español en un momento en que está siendo investigado por corrupción. Las leyes promulgadas, los valores defendidos, los discursos pronunciados, la ejemplaridad proclamada, de todo eso parece que se desvincula el anterior jefe del Estado cuando se marcha de España. Y lo hace con la confidencialidad del Gobierno. 

En lugar de esa hipotética e instructiva obra, tenemos una carta de un padre a un hijo, como en época de Fernando III o de Alfonso X. Sin embargo, por lo que respecta a nosotros, que nos asomamos a esa carta al parecer sin derecho, todas y cada una de sus palabras están bajo sospecha cuando la conclusión es que el rey emérito se va de España. Dice en su carta privada a su hijo que lo que está provocando repercusión es su conducta privada. Pero si es así, reconoce que no tiene nada que ver con su función de rey. En este aspecto, debería someterse a la ley común de todos los españoles sin mayor problema. Dice que lo hace para permitir que el hijo cumpla sus funciones, como si estas no pudieran ejercerse sometiéndose a la ley común. Al final, argumenta que presta un servicio a los españoles haciendo todo esto, como si llevar a cabo un acto confuso que devalúa y desprestigia a la institución monárquica fuera algo positivo. A Torra, sí le hace un gran servicio, ¿pero a los españoles en general? Y añade que está a disposición de la justicia. Si es así, ¿por qué entonces tiene que marchar? Ante todo esto es fácil preguntarse: ¿no ha entrado en consideración de nadie, en esos diálogos confidenciales, que es una grave responsabilidad favorecer la consecuencia de que cincuenta millones de españoles comiencen a creer que toda su vida fue una farsa, un tenderete, cuya única realidad era consolidar un patrimonio personal? ¿Se teme algo peor aún?

Dice en su carta privada a su hijo que lo que está provocando repercusión es su conducta privada. Pero si es así, reconoce que no tiene nada que ver con su función de rey

Algo no cuadra en todo esto. Si el rey emérito está siendo investigado por su vida privada, no se entiende que tenga que abandonar España, salvo que quiera eludir la acción de la justicia. Si quiere hacer un servicio a los españoles, entonces debe tomarse en serio las leyes que los rigen y dar un ejemplo de que cree en su verdad. Si quiere ayudar a su hijo en sus funciones, entonces lo mejor que puede hacer es someter a una completa investigación fiscal y transparente todo su patrimonio, y dar cuenta de su procedencia y origen, de tal manera que el legado que le deje sea legal. Si su marcha fuera de España se toma como unas vacaciones, como un viaje que nada impide que se realice porque no hay cargos contra él, como dicen los juristas de corte, no se entiende por qué se guarda tanto secreto acerca de su destino. Si se afirma que es una salida temporal, creo que el pueblo español necesita una explicación acerca de qué depende ese tiempo y respecto de qué se toma la decisión de su duración. Pues creo que a estas alturas tenemos derecho a saber si tiene algo que ver con que pueda ser citado por la justicia de un país tercero, para el que no desea estar localizable. En efecto, no parece que en esas conversaciones confidenciales se tema a la justicia de este país, en el que se nos va a imponer la increíble teoría de la inviolabilidad “absoluta”, que no sería constitucional ni para el discípulo más reverente de Bodino, pues la inviolabilidad no protege respecto de lo que aquí está en juego, los “acontecimientos pasados de mi vida privada”, como dice la carta.

Las relaciones de la monarquía de la casa Borbón con el pueblo español están basadas sobre la carencia de rigor, de seriedad política y de respeto a su pueblo y el montaje al que asistimos con estupor nos dice que todo sigue sin novedad en El Alcázar. Quizá sea merecida esa falta de respeto, pues siempre se ha olvidado, una y otra vez, lo decepcionantes que fueron las actuaciones de la dinastía, ya sea con Fernando VII, con Isabel II o con Alfonso XIII. Yo no reclamo una república sobrevenida y preparada por la mendacidad de sus enemigos, no una vez más. Ya tuvimos bastante con dos de esa forma. No quiero que la república venga por la debilidad y la falta de compromiso de nuestras elites, que cuentan con la falta de rigor de la memoria de nuestro pueblo. No quiero una república presa de un sistema de defensas completamente hostil, que pronto presionaría para producir el caos que haría deseable el regreso. Quiero ante todo que la ley que ha sido verdadera para todos nosotros, lo sea para el rey emérito. Quiero primero que sea obligado a dar cuentas de su patrimonio como cualquier otro español y quiero que pague los impuestos correspondientes. Quiero que don Juan Carlos se vea obligado a obedecer lo que a todas luces no parece tomar en serio, nuestra Constitución y su legislación. Una salida descomprometida, con la confianza puesta en una rápida vuelta, bajo el supuesto de la falta de rigor de todo un pueblo, con eso no se debería contar más.

Presiona en el ánimo del observador atento de la actualidad una tensión de difícil expresión. Y sin embargo, debemos sacarla a la luz para no caminar humillados por la realidad. Aquí no podemos encogernos de hombros y dar prueba de una docilidad indigna. Esa tensión a la que aludo tiene que ver con la aguda...

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José Luis Villacañas Berlanga

Es catedrático de Filosofía en la Universidad Complutense y director de la Biblioteca Saavedra Fajardo de Pensamiento Político Hispánico. 

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