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Hubo un poeta en la Generación del 27 llamado Dámaso Alonso que dijo que Madrid era una ciudad de más de un millón de cadáveres (según las últimas estadísticas). Ahora, cincuenta años después de que el escritor compusiera esos versos, sabemos que Madrid es una urbe que ronda los cuatro millones de muertos andantes y en la que cada vez viven más difuntos.
A pesar de esto, a pesar de que la monstruosa capital del Estado español crece de forma incontrolable, hay algo que nunca tendrá y que sus habitantes tienen que buscar desesperadamente si quieren huir del infernal efecto isla de calor que se forma en sus calles: playa.
El turismo es una enorme mentira porque en todas las ciudades del mundo, tengan más o menos visitantes, hay miseria
Teniendo más de un millón de filias y fobias (esto no lo dijo Dámaso; esto os lo cuento yo), uno de los grandes complejos de Madrid es el de no tener playa. Es por eso, por lo que, tirando de su clásica chulería y prepotencia, los habitantes de la capital decidieron, a finales de los sesenta (cuando se puso de moda eso de “irse de vacas”), lanzarse a la conquista del Mediterráneo en busca de un pedazo de tierra donde poder levantar sus edificios y sus cosas de madrileños comecalamares. Y algo encontraron, desde luego. Encontraron Gandía.
Gandía es una ciudad de casi 75.000 habitantes, ubicada en el centro de la comarca de La Safor, en la provincia de Valencia, aunque a tan solo un puñado de kilómetros de la frontera con Alicante. Gandía vive del turismo nacional. Gandía no es una de esas clásicas ciudades levantadas durante algún boom inmobiliario para albergar espuertas de turistas borrachos con poco dinero. Su casco urbano tiene historia (entre otras cosas, el Ducado de Gandía fue el centro de operaciones de la poderosísima dinastía de los Borgia). El problema es en lo que se ha convertido, la están convirtiendo y la quieren convertir.
Durante mis paseos por esta ciudad, ya fuera por su playa o su paseo marítimo, me di cuenta de su nivel de “democratización del veraneo”. En esta playa interminable no existen clases sociales (al menos hasta que te llega a casa el recibo de la tarjeta de crédito). Puedes encontrarte desde pijos de gafas de sol de 350 euros, que se alojan en los mejores hoteles de la playa, hasta familias de barrio y elástico del bañador desgastado, que ahorran durante todo el año para poder pagarse un apartamento en tercera línea con vistas al parque del Clot de la Mota. Pero en la playa nace la igualdad (o equidad, o qué sé yo) y conviven todos juntos, deambulando de aquí para allá con sus mascarillas o sin ellas, paseando por la orilla y gastándose las mismas cantidades de dinero en las mismas raciones de paella congelada de los mismos chiringuitos de primera línea (aunque ese dinero gastado le duele más a los otros que a los unos, claro, pero estamos en agosto y la democracia se consigue de vacaciones).
Pero claro, ¿qué pasa con la gente de allí?, ¿qué hay de los gandienses, si es que alguno queda?, ¿existe paz, realidad y vida entre domingueros de tortilla y filetes de pollo y farloperos de discoteca barata? Pues la respuesta corta es que sí. Pero hay que saber dónde buscar.
Como soy un tipo obsesivo, me obsesioné tanto con estas preguntas que quise pisar las calles gandienses y salir a la búsqueda del lugareño: el que vive allí, el que sufre, el que no llega a fin de mes y el que sale a pasear a los perros con su señora cada jueves.
Y puedo deciros que lo que encontré no me gustó.
No me gustó, porque la imagen que intentan vendernos de Gandía no existe: “En todos sitios intentan vender la imagen de la ciudad como la de un paraíso para que los madrileños vengáis de vacaciones”, me cuenta Juan, un jubilado que vive en la zona del Grao, “pero se olvidan de nosotros. En el ayuntamiento siempre pasa lo mismo. Se gastan todas las pelas en campañas para el turismo, pero luego se olvidan de los que vivimos aquí. Mira esta calle –me dice señalando el suelo–. Ya ni me acuerdo de la última vez que la asfaltaron, pero como por aquí no pasan turistas, pues nada”.
Ese es el gran problema de Gandía. Intentan vendernos su enorme playa y su genial paseo marítimo, pero eso es mentira. Hay vida detrás de la primera línea, hay vida en la zona que no es costera y hay vida en su casco urbano: nos intentan vender una ciudad que es de mentira.
El turismo es una enorme mentira porque en todas las ciudades del mundo, tengan más o menos visitantes, hay miseria. Hay miseria porque la miseria es humana y porque este puto sistema necesita escudarse en ella para seguir creciendo. Y en Gandía también la hay, por supuesto.
Luis es un chaval de voz ronca y piel oscura que lleva toda la vida viviendo en Gandía: “Como dices tú, yo soy la otra cara. De mí no se acuerda nadie. Al menos mientras no moleste, porque si molesto vienen a tocarme los huevos enseguida”. Con treinta y cuatro años, malvive durante el invierno con lo que gana de la naranja y luego se busca la vida en verano. “Cuando sale, me voy a la zona de interior a recoger naranjas, pero pagan cuatro duros y nunca nos dan de alta. En Gandía solo puedes trabajar en la naranja o en el turismo, no hay otra cosa. Y a mí ya no me cogen para trabajar en el turismo ni tengo la opción de recoger naranjas porque en verano no hay, así que ya me dirás”.
El gran problema de Gandía es que intentan vendernos su enorme playa y su genial paseo marítimo, pero eso es mentira
A pesar de esto, Luis no se da por vencido, pues el hambre aprieta y si no comes todos los días el estómago no se calla. “Todas las noches me vengo con la caña de pescar aquí al espigón”, me dice mientras fumamos un cigarrillo a altísimas horas de la mañana en uno de los puestos de pesca del rompeolas que separa el puerto de la playa. “Normalmente no saco mucho, con suerte unas cuantas doradas y un par de lubinas. Si pesco una buena cantidad, le vendo los peces a un tío que conozco que trabaja en un restaurante y que puede llegar a pagarme unos treinta euros. Si saco poca cosa, pues me lo quedo yo y así puedo comer y cenar, que el pescado me gusta mucho. Y ya, como pesque pulpo, me pongo las botas. Aquí está prohibido pescarlo si no abren la veda, pero total, ni pago la licencia del club (de pesca) ni nada, así que tampoco me preocupa mucho (risas)”.
Es irónico pensar que eso que el turista de interior tanto disfruta en Gandía, ese “jefe, póngame un pescadito, pero que sea fresquito”, es fruto del sudor y de la miseria de un chaval que no recurriría a esto si tuviera otra opción. Y es ahí donde reside la miseria del turismo: siempre es la última opción. Nadie aguantaría sirviendo copas a borrachuzos sin modales, ni estaría ocho horas seguidas de pie vigilando un puesto de imanes de nevera, si tuviera un buen contrato en cualquier otra cosa.
“No nos queda otra. O haces esto, o emigras”, me cuenta Elisa, una chica de 21 años que estudia Ciencia Política en la Universidad de Valencia y que, durante los meses de verano, se gana un dinero en una pizzería de primera línea. “Es una pena. La gente se traga el cuento ese de que la peña que se dedica al turismo se mata a trabajar durante todo el verano para luego vivir el resto del año, pero eso es mentira. Los dueños sí que viven todo el año con las cajas que hacen en julio y agosto, pero los que curramos de verdad, pues no. Nosotros trabajamos como mulas durante estos meses por un sueldo de mierda que apenas llega al SMI […]. Cuando acabe la carrera tendré que emigrar de Gandía, claro. Aquí no se puede vivir. La gente que viene en verano ve prosperidad y vida, pero es todo una mentira. No quiero ser camarera el resto de mi vida. O bueno, si tengo que serlo lo seré, pero me gustaría tener oportunidades de otro tipo, cosa que en Gandía es imposible”.
La palabra “mentira” es la que más se repite en las respuestas. A pesar de eso, sigo teniendo una pregunta que ningún local me podía responder: ¿por qué los turistas no se dan cuenta de esta enorme mentira y de la estúpida decadencia que se palpa en su interior?, ¿tan potente es la atracción que genera una playa bonita y unos rayos UVA en la piel, que pasamos de pensar en lo que realmente se cuece ahí dentro? Pues supongo que la respuesta es que sí. Supongo que la respuesta es que desde luego que sí.
No todo es turismo, de verdad. Hay vida más allá de ello, y eso es algo que Manu, un hostelero de cincuenta tacos, me demostró. Manu regenta un pequeño bar de barrio en la zona más alejada del Grau, un barrio costero, pero en el que todavía vive gente de toda la vida.
“Mis clientes son peña de siempre. Vecinos, vamos”. Manu no vive de los madrileñitos pijos, como él mismo los llama. Aunque admite que son una ayuda para la facturación de su negocio, asegura que otras veces son un auténtico obstáculo. “Como mi bar no está en primera línea ni es turístico, pues al ayuntamiento y a las autoridades les importo bien poco”.
También se ha visto perjudicado por la crisis sanitaria de la covid-19, pero no por los mismos motivos que sus compis de gremio. “Mientras que a los bares de primera línea les han dado un montón más de espacio de terraza y hasta les han cortado la calle del paseo marítimo para que tuvieran más anchura, yo me he tenido que pelear con el ayuntamiento para que me dejaran poner una tercera mesa”.
Gandía también tiene vida. Por mucho que la oculten, por mucho que saquen anuncios plagados de gente guapa al sol mientras bebe cerveza, eso no existe
“A pesar de que mis clientes no son turistas, yo también estoy en la ruina”, sigue contando. “De qué me sirve haber hecho una cartera de clientes locales que puedan venir aquí a gastar todo el año, si esos clientes que tengo trabajan en el turismo. Como ellos están arruinados, no pueden venir a consumir, así que yo también me arruino […]. Yo no soy político y no sé qué hay que hacer para salvar la economía de Gandía, pero desde luego que lo que está haciendo la actual alcaldesa no es lo correcto. Llevan ya unos años cargándose al turista de toda la vida, el típico que viene con su familia a pasar el verano y a estar relajado, para sustituirlo por uno pobre que viene nada más que a las discotecas y a hacer botellón. Dime tú qué dinero puede dejar un grupo de chavales que se hincha a comprar alcohol en el Mercadona para hacer botellón y ya meterse a última hora en una discoteca. Están desplazando al turista que vienen a pasar unos días de relax, por el de borrachera, y creo que eso es un error. Además, este año, con lo del virus, muchas discotecas están cerradas, así que van a venir menos muchachitos de fiesta. Vamos a caer todos los hosteleros como moscas y yo el primero”.
Después de despedirme de Manu, me puse a pasear rumbo a la playa. Estaba convencido de que el turismo era lógico y necesario, por supuesto, pero quizá había que intentar cambiar el modelo de este. O al menos, no poner todos los huevos en la misma cesta, pues como se rompa, se van a chafar todos contra el asfalto y el canto de nuestras tripas se va a escuchar hasta en Lepe.
Gandía, como todas las ciudades, también tiene vida. Por mucho que la oculten, por mucho que saquen anuncios plagados de gente guapa que se tuesta al sol mientras bebe cerveza en copas congeladas, eso no existe. La realidad está en los barrios, en la pobreza, en los jornaleros, en las arrugas en la cara. Lo demás es falso.
Hubo un poeta en la Generación del 27 llamado Dámaso Alonso que dijo que Madrid era una ciudad de más de un millón de cadáveres (según las últimas estadísticas). Ahora, cincuenta años después de que el escritor compusiera esos versos, sabemos que Madrid es una urbe que ronda los cuatro millones de muertos...
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