LOLA LÓPEZ MONDÉJAR / PSICOANALISTA Y ESCRITORA
“El poliamor puede suponer una protección ante el miedo al abandono”
Esther Peñas 6/09/2020
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De los muchos asuntos que sustentan una época, el de la identidad podría ser uno de los que nos atraviesan en este siglo. El espejismo de la invulnerabilidad, el pánico a reconocer nuestra esencia frágil, el reivindicarnos desde el error, el miedo a conocernos, ese mismo miedo que despierta cualquier tipo de compromiso, pero sobre todo el afectivo y la cuestión de la libertad como condición posible… de estas y otras cuestiones conversamos con Lola López Mondéjar (Molina de Segura, 1958), psicoanalista y escritora, además de una conversadora frondosa en matices y estímulos tan sensibles como intelectuales.
Su próximo ensayo, Invulnerable e invertebrados, gravita sobre la subjetividad, un concepto sobre el que ahondaron desde Montaigne a Blanchot. Sin embargo, de manera sutil esta palabra ha sido sustituida por identidad, pero no es –en absoluto– lo mismo. ¿En qué difiere una de otro?
La identidad tiene que ver con una ficción de unidad que nos es necesaria para sobrevivir, pero que deja de lado la multiplicidad de nuestro sí mismo. Nuestro cerebro busca el sentido y cubre los huecos entre los fragmentos que nos constituyen con relatos que nos aportan una cierta ilusión de sentido: una identidad. La identidad es mimética, está basada en identificaciones, en la marca que dejan en nosotros los otros significativos, y en el deseo triangular, como denominaba René Girard a la estructura mimética del deseo: Emma Bovary, piensa Girard, quiere amar como en las novelas románticas que ha leído; Don Quijote quiere ser caballero andante movido por los libros de caballería y por las heroicidades de Amadís de Gaula. Este deseo es mimético porque existe un mediador entre nosotros y nuestros objetos de deseo; deseamos lo mismo que nuestros modelos. Se trata de lo que fue posteriormente expresado por Lacan como “el deseo humano es el deseo del Otro”. Queremos lo que nos proponen que queramos, y en esta naturaleza mimética del deseo se basa la publicidad y el capitalismo, que nos propone objetos sin cesar utilizando como mediadores todo tipo de modelos. La subjetividad sería lo opuesto a la identidad. Allí donde hay identidad, ilusión de unidad, no hay exploración de la multiplicidad, no hay diálogo con las identificaciones que nos constituyen. La subjetividad implica la creación de un sí mismo que interroga las identificaciones previas y construye otras en un proceso dinámico constante que solo cesa con la muerte. Digamos que a más identidad menos subjetividad.
Sé que lo detalla en el ensayo pero, ¿qué vincula al capitalismo postfordista con la obesidad mórbida?
El capitalismo acentúa la creencia de que la falta puede ser colmada con objetos. De hecho, se fundamenta en esta trampa
Anselm Jappe, en su excelente libro La sociedad autófaga, nos habla del mito de Erisicton, quien por talar un árbol sagrado dedicado a Démeter fue castigado por la diosa introduciéndole mientras dormía el ‘hambre’. Erisicton despertó con un hambre insaciable que le hizo perder todas sus riquezas, vender a su hija y, finalmente, para descansar de ese tormento atroz, devorarse a sí mismo en un último acto autófago. El mito es una bella metáfora de la voracidad insaciable del capitalismo que acaba con el planeta que lo sostiene. La obesidad mórbida tiene distintos orígenes, algunos metabólicos, pero en la mayoría de los obesos está ligada a la oralidad, a la rápida satisfacción de los placeres orales para paliar la ansiedad vinculada a la vida y sus vicisitudes. Hemos de hablar pues de obesidades. La obesidad de origen psicógeno es síntoma de una dificultad de separación-individuación de los padres, una dificultad para la sexualización posterior, para afrontar el conflicto y para autodisciplinarse a través de una cierta represión del deseo oral, al que se regresa como forma primordial de satisfacción frente a las frustraciones que el obeso no puede ni sabe asumir. La persona obesa busca el llenado, una plenitud inalcanzable, y pretende eludir la falta, sustantiva en todos los seres humanos (ligada a nuestra separación de la naturaleza, a nuestra pertenencia al lenguaje, a nuestra vulnerabilidad ontológica), con la comida. Confunde falta con vacío, como también lo hace el toxicómano, y busca en la comida llenar este vacío. El capitalismo acentúa esta creencia de que la falta puede ser colmada con objetos. De hecho, se fundamenta en esta trampa. Por otra parte, la comida más calórica, la comida basura, tiene un componente adictivo porque produce un placer inmediato y está fácilmente disponible en las sociedades desarrolladas, lo que la convierte en un calmante de fácil acceso.
Es curioso, se me viene a la cabeza lo que podría postularse como la antítesis del mito de Erisicton, el símbolo del pelícano, con el que se representaba antaño a Cristo por ser el único animal que es capaz de despedazarse a sí mismo por dar de comer a sus crías…
Una bella alegoría que nos remite a la necesidad de continuar la especie y a un acto de amor, muy distinto, en efecto, de lo que significa Erisicton. La crisis medioambiental, forzando el paralelismo, nos empujaría a imitar al pelícano, a privarnos de formas de vida insostenibles a favor de nuestros hijos. Un sacrificio que no parecemos dispuestos a aceptar.
Volviendo a la obesidad mórbida como consecuencia del sistema capitalista, utiliza un ejemplo muy gráfico, el del guano…
El imperativo de la alegría es una trampa que contribuye a que huyamos del conflicto y del malestar sin intentar comprender lo que nos pasa
Sí, la isla de Nauru representó la desmesura a la que conlleva la riqueza. Hay una causa de la obesidad que tiene que ver con las biografías singulares, como todo, y otra con la cultura, que impone sus exigencias, también, pero no todo el mundo se hace obeso. Nauru era una isla con muchísimas reservas de guano, es decir caca de gaviotas y otras aves marinas, y el guano fue un cotizado fertilizante en los años 70. Gracias a ello, Nauru consiguió la renta per cápita más alta del mundo. ¿Qué ocurrió? Que todos sus habitantes se hicieron obesos, abandonaron la comida tradicional y adoptaron la occidental como símbolo de riqueza. El 97% de su población tenía obesidad mórbida, pero cuando el guano y los fosfatos se acabaron la isla se empobreció, y ahora es un campo de internamiento de refugiados procedentes de Australia, que paga a Nauru para que acepte sus inmigrantes y mantener así un nivel de ingresos que les permita vivir. Una isla-prisión que ostenta, por cierto, un altísimo nivel de suicidios entre los refugiados que alberga.
Pero hoy en día hay quien reivindica la obesidad como un rasgo de identidad…
Sí, sobre eso ahondo en mi libro, en el mecanismo de racionalización que utilizan algunos colectivos de personas obesas (básicamente de mujeres) para justificar su obesidad. En un loable intento de empoderamiento, de defensa de la diversidad corporal y oposición a la norma estética, estos colectivos niegan el ideal estético de la delgadez y postulan la obesidad como otro ideal igual de deseable. Negando también los daños que conlleva el sobrepeso. Esta forma de convertir la vulnerabilidad en omnipotencia, en invulnerabilidad, que está en el origen de muchas de las obesidades es nueva y, a mi entender, un signo de lo que he llamado la fantasía de invulnerabilidad, con la que se identifican hoy los individuos contemporáneos, que rechazan la percepción de la debilidad de formas muy distintas.
Si el capitalismo ultraliberal nos convierte en obesos mórbidos en cuanto consumidores materiales, ¿cómo quebrar esa ansiedad, cómo saciarse?
La promesa de felicidad, de la que nos habla la feminista Sara Ahmed como propia de nuestro tiempo, es una fragrante mentira. El imperativo de la alegría es una trampa que contribuye a que huyamos del conflicto y del malestar sin intentar comprender lo que nos pasa. A la larga, la construcción de la individualidad más exitosa en el capitalismo financiero es la de un sujeto sin sujeto, un individuo que no posee la capacidad de reflexionar sobre sí mismo, no ha creado su subjetividad, puesto que la externalización, el narcisismo imaginario en el que se sostiene, no le permite la introspección y, a la larga, el pensamiento. Esto nos lleva a una incapacidad para reflexionar sobre nosotros mismos, a una huida hacia delante que roza muchas veces la psicopatía, puesto que arrasa con el necesario reconocimiento intersubjetivo y utiliza a los demás exclusivamente como función, en beneficio propio. Hay una ceguera colectiva, como la que Saramago relató en su Ensayo sobre la ceguera, que nos impide el reconocimiento de los otros.
Es decir, no hay modo de saciarse.
Saciarse es imposible, deberíamos aceptar nuestra insatisfacción. La ansiedad viene producida muchas veces, precisamente, porque en el neoliberalismo se nos enseña que podemos huir del malestar, y sentirnos mal se vive como un fracaso, dado el imperativo de ser feliz que compartimos. El malestar forma parte de la experiencia humana y, sin embargo, pretendemos eludir el dolor de vivir. En el fetichismo de la identidad en el que vivimos (Bauman ya alertó a propósito de esta confusión entre consumir y construir la identidad), la felicidad es un estandarte y cuesta abandonar ese imaginario.
Pienso en ‘la jovencita’ de la que hablaba el colectivo Tiqqun, una mujer que pasaba por moderna pero que estaba tan constreñida como las de antaño, y cuyos parámetros de belleza seguían siendo impuesto por hombres. ¿En qué situación estamos ahora, las mujeres hemos podido superar los dictados, las normas patriarcales?
En su libro Il corpo delle donne, Lorella Zanardo habla de forma crítica de la exposición del cuerpo de las mujeres en la televisión italiana, y concluye con que es preciso una educación que nos enseñe a analizar todo lo que naturaliza el cine y la publicidad sobre nuestro cuerpo, cuerpo que, por otra parte, aparece hoy como infinitamente maleable. La docilidad de las mujeres ante las normas estéticas sigue siendo patente, sobre todo entre las más jóvenes, precisamente las más necesitadas de una identidad. Así y así es una mujer, se nos propone, y nos intentamos adaptar a ello. La feminidad tiene una gran parte de teatralización estética (tacones, maquillajes…) y la industria cosmética y de la moda abundan en ello. Los zapatos cómodos han sido una revolución que muestra nuestra recién adquirida movilidad. Hay tímidas rebeldías, como dejarse las canas, abandonar el maquillaje, mantenerse alejada de la moda, que es una de las industrias más contaminantes. La austeridad y la sostenibilidad que nos exige el planeta harán que abandonemos poco a poco las propuestas estéticas patriarcales. Pero para muchas jóvenes la feminidad está descrita por la publicidad y ellas solo tienen que imitar esos gestos.
El pensamiento patriarcal cree que las feministas son groseras, dejadas, poco agraciadas… y hay muchas feministas que consideran que esta condición es incompatible con la coquetería, por ejemplo. Al final, ¿toda ideología es dogmatismo?
Hay muchas identificaciones de la feminidad hegemónica patriarcal que son inofensivas, como el grado de nuestro cuidado personal
Creo que el feminismo es muy plural, la mayoría de las feministas que conozco no se preocupan por la cuestión de si llevar o no maquillaje es o no es feminista, hay otros temas mucho más importantes, como la paridad en la cultura, la igualdad salarial, las responsabilidades compartidas, la violencia hacia la mujer, la mutilación genital femenina, el matrimonio infantil, la precariedad laboral, la feminización de la pobreza, la prostitución… La coquetería forma parte de la socialización de cada mujer, de su biografía, y es respetable como opción individual. Hay muchas identificaciones de la feminidad hegemónica patriarcal que son inofensivas, como el grado de nuestro cuidado personal. Pero políticamente hay que identificar esta sumisión a las normas estéticas, que son también las más afines a la industria del consumo, como una forma de dominación e imposición sobre el cuerpo de las mujeres. La cirugía estética, el modelado del cuerpo para satisfacción de otro, el imperativo de la delgadez, pueden ser una tiranía, de ahí que sea tan importante oponer identidad con subjetividad. Esta última permite integrar de manera creativa esa coquetería con la lucha por la igualdad, por poner un ejemplo.
¿Qué le seduce a la mujer del poliamor?
El origen del poliamor, que no es algo nuevo en absoluto, es multifactorial. Durante la revolución sexual de los 60 ya se exploró en las comunas el llamado amor libre, una afectividad no monógama. Y el saldo fue doloroso para muchas mujeres. Se trataba más bien de la universalización de un modelo sexual masculino, sin compromiso afectivo; un acceso a la promiscuidad que benefició a los hombres y dejaba de lado las necesidades afectivas de las mujeres, educadas en una identidad relacional, más cuidadosa con el otro. Una identidad donde el reconocimiento intersubjetivo en el amor es prioritario. Las mujeres jóvenes asumimos aquella propuesta como una religión, y nos lanzamos sin pensarlo a la aventura de la liberación sexual, que descuidó mucho nuestro deseo, más moroso, quizás más complejo. Y digo quizás no porque considere que exista una esencia del deseo masculino y otra del femenino, sino aludiendo a las distintas formas de educación que comportan experiencias del cuerpo y del deseo diferentes en unos y otras. Creo que una educación más igualitaria contribuiría a que nuestros deseos se asemejasen.
La monogamia es una imposición cultural, como lo es la heterosexualidad
De aquellos tiempos surge ahora el poliamor como una forma transgresora de relación no monógama ni patriarcal. No está muy extendido, pero creo que quienes lo practican, grupos más concienciados y formados, pueden hacerlo como una defensa del incremento de la incertidumbre de las relaciones afectivo-sexuales contemporáneas. He llamado a esta forma de vínculo, propuesta por las aplicaciones de citas, Modelo Tinder. El poliamor puede suponer una protección ante el miedo al abandono que la falta de compromiso en las relaciones actuales trae consigo. Al diversificar el objeto de amor en varios partenaire siempre hay un asidero al que cogerse en caso de pérdida. Recordemos que el miedo a la pérdida está en el origen de una de las ansiedades básicas del ser humano, y que el desamparo es muy profundo para los jóvenes en estos tiempos inciertos. Por otra parte, creo que la monogamia es una imposición cultural, como lo es la heterosexualidad; podríamos ser educados para tener otro tipo de relaciones. Por lo que, si los participantes en las relaciones poliamorosas pueden lidiar con los celos y las diferencias, establecer relaciones honestas con los otros sin dañarlos en exceso, me parece muy bien su opción. No creo que responda más al modelo neoliberal que la doble moral clásica, la infidelidad que se practica en la pareja convencional monógama. No obstante, lo que me llama la atención en las activistas del poliamor que he leído, literatura norteamericana sobre todo, es que ponen llamativamente el acento en la sexualidad como eje de su identidad. Vuelven a colocar la relación afectiva en el centro de sus vidas y, en un mundo donde el trabajo ocupa cada vez más espacio, esto es muy interesante, tiene algo de transgresor, de anticapitalista, que conviene observar.
¿Es posible el poliamor o es una huida ante el compromiso?
Para algunos el poliamor es también una huida del compromiso. Una forma omnipotente de no poder renunciar a otros encuentros posibles, a lo que queda fuera cuando nos comprometemos con una persona. La renuncia cuesta mucho en estos tiempos de promesas de felicidad y de ausencia de límites, donde la oferta de relaciones es infinita y siempre parece haber alguien ahí afuera que puede ser mejor que quien tenemos cerca. Pero para otras personas la solución poliamorosa es, precisamente, una respuesta a la falta de compromiso del otro, para no sufrir el desamparo que produce esa incertidumbre, el miedo que genera la falta de certezas en la pareja, y multiplican sus asideros para no caer en el abandono. Lo que más me inquieta de las teorías poliamorosas es cierta omnipotencia que he observado a la hora de confiar en que los participantes en el experimento sean capaces de superar las sobredeterminaciones inconscientes producidas por su socialización en un modelo de educación sentimental patriarcal y monógamo (si bien la monogamia esconde mucha infidelidad secretamente poliamorosa). Es decir, apelan a la voluntad para superar los celos, cuando estos trascienden la voluntad y se inscriben en el inconsciente. Esto lo supimos las jóvenes de la transición muy bien. Es en esta omnipotencia de pensamiento, común también a ciertas propuestas de los transeúntes de género, donde veo su talón de Aquiles.
¿Cuánto tiene que ver el poliamor con esa exigencia capitalista de no descansar, de hacer cosas, de actuar?
En el poliamor hay una reivindicación de la reflexión para hablar de los celos, para organizar la vida cotidiana entre varias personas, y ese “detenerse” en lo afectivo no tiene nada de capitalista
No lo sé. En uno de los capítulos del ensayo que estoy cerrando, el que he titulado ‘Danzad, danzad, malditos’, he analizado una de las características del tipo de producción de individualidad en la modernidad tardía que consiste en actuar sin tregua. Este mecanismo está muy presente en series como Girls o Euphoria, y muy notablemente en Transparent, así como en alguna de la literatura actual. Se trata de un mecanismo de defensa que huye de la reflexión, de modo que, ante cualquier acontecimiento susceptible de producir una herida narcisista (separación, duelos, pérdidas…), se tiende a responder con un acto, una huida hacia delante que pretende recuperar ese narcisismo perdido mediante la recuperación de la agencia, lo que nos devuelve la sensación de omnipotencia perdida. Es algo así como el clásico dicho: “un clavo saca otro clavo”. La actuación era un mecanismo muy propio de la masculinidad hegemónica. De hecho, en las formas de enfermar de hombres y mujeres se destaca cómo aquellos tienden a experimentar la depresión con conductas (adicciones, conducción temeraria, irritabilidad…) mientras que las mujeres lo hacen con la inhibición de la conducta y las somatizaciones. Pero ahora es una defensa que han adoptado también las mujeres. Sin embargo, en el poliamor hay una reivindicación de la palabra, de la conversación y la reflexión para hablar de los celos, para organizar la vida cotidiana incluyendo tres o cuatro personas, y ese “detenerse” en lo afectivo no es capitalista, sino todo lo contrario.
¿Reivindicar cuanto no tiene rentabilidad es la mayor oposición que uno puede hacer al sistema?
Por supuesto. Detenerse en lo próximo es una forma de reivindicar la humanidad perdida.
Sin puritanismo alguno, ¿ha perdido su valor el sexo?
Sabemos que los jóvenes dan menos importancia al sexo de lo que le dieron sus padres. La represión sexual, como diría Foucault, puso paradójicamente en el centro de nuestras vidas la sexualidad, y al levantarse esta represión no se ha producido, tal y como auguraron Deleuze y Guattari, la vitalización y la recuperación de un cuerpo libidinal, de una máquina del deseo potente y desbordante, sino todo lo contrario: ha devenido en la apatía, la dificultad para desear el otro, la indiferencia. Este ha sido uno de los efectos más interesantes que me ha sido permitido observar en mi vida. Entre mi generación, donde la sexualidad era muy central en nuestra subjetividad, y más en España, por el franquismo y el catolicismo represor –pero también en el resto del mundo occidental–, y la generación de mis hijos, hay una diferencia enorme respecto al valor de la sexualidad. Entre los jóvenes que se establecen en pareja hoy se reducen mucho los encuentros sexuales, le dan más valor al apego, a la complicidad, al proyecto común. El autoerotismo está muy presente, tanto dentro como fuera de la pareja, como si el encuentro sexual con el otro fuese más difícil. Lo es.
Que haya tantísimas ‘identidades’ sexuales, ¿a qué se debe? ¿No ha terminado siendo el sexo, un producto más dentro de los pasillos del gran mercado del capitalismo donde uno escoge lo que considera que va mejor para su imagen?
Spinoza dijo que llamamos libertad a la ignorancia de las causas que nos determinan. Creemos que somos libres, pero siempre estamos sobredeterminados
Creo que siempre existieron personas que no podían encajar en el modelo binario hombre/mujer. Ese modelo funciona como un lecho de Procusto que excluye o mutila a quienes no caben en él. Incluso la medicina contribuía, negando la intersexualidad anatómica, a distinguir solo dos sexos y, posteriormente, dos géneros. Es un modelo biologicista y esencialista que se opone al modelo constructivista en el que ahora estamos inmersos. Con la libertad sexual, con la liberalización de las costumbres, la expresión de la diversidad se fue haciendo mayor. Las teorías queer dieron carta de naturaleza a este abanico de la vivencia trans, y a despatologizar lo que se llamaba disforia de género, por lo que hoy un joven que tenga incertidumbre sobre si se siente un hombre o una mujer puede obtener modelos en las redes sociales de otros jóvenes, e identificarse con ellos. El problema es que huyendo de las identidades binarias caemos de lleno en otras identidades igualmente coercitivas, como señala Del LaGrace Volcano, activista intersex y fotógrafo, quien opina que hay un elemento de moda en la identidad transexual y que la transexualidad puede atraer a personas tanto con problemas mentales como emocionales. Por otra parte, Volcano señala que el imperativo de género transgresor vuelve a crear nuevas jerarquías, dependiendo de si eres más o menos queer o más o menos fluido, lo que nos habla del retorno a la identidad rígida allí donde más se pretendían transgredir las identidades de género. No olvidemos que, a fin de cuentas, la identidad se basa en modelos sociales propuestos para responder a la pregunta sobre qué soy, la subjetividad se pregunta por el quién soy y deja más abierto el campo.
¿Cómo saber que lo que uno desea es auténtico y no queda mediado por la publicidad, que sería lo más terrorífico?
Eso mismo es construir nuestra subjetividad, dialogar con esos empujes hacia el mimetismo. La nuestra es una cultura que nos hace creer muy singulares, pese a que nuestra libertad a veces se limita a elegir entre los productos de consumo que nos propone el mercado, que son todos iguales. Es muy difícil salir de ese empuje, dialogar con estas marcas, en su doble acepción: marcas-productos y marcas-psíquicas, y enfrentarnos a ellas. Por otro lado, lo auténtico remite a algo esencialista, se me hace difícil pensar que hay algo auténtico, no mediado por lo cultural, en el ser humano.
No hay nada estrictamente puro o auténtico, lo cual no quiere decir malo…
Efectivamente, tenemos que reconocernos pequeños frankensteins, seres fragmentarios hechos de identificaciones con los otros, que a su vez son vehículos de la cultura, e intentar hacer síntesis que siempre son coyunturales. ¿Qué es lo auténtico del ser humano? Creo que no existe, porque las síntesis personales podríamos decir que, a su vez, estarían hechas con otras identificaciones o síntesis quizás desconocidas. Creo que fue Spinoza quien dijo que llamamos libertad a la ignorancia de las causas que nos determinan. Creemos que somos libres, pero siempre estamos sobredeterminados. Saberlo, aceptar que no somos auténticos ya es salir de cierta alienación, y nos permite recorrer e investigar la genealogía de nuestro deseo.
Que no es pequeña la trucha…
Jajaja, ¡nada de eso, esa es la clave!
De los muchos asuntos que sustentan una época, el de la identidad podría ser uno de los que nos atraviesan en este siglo. El espejismo de la invulnerabilidad, el pánico a reconocer nuestra esencia frágil, el reivindicarnos desde el error, el miedo a conocernos, ese mismo miedo que despierta cualquier tipo de...
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