La lectora común (X)
Verano en la Vega
Las guerras que Natalia Ginzburg y mi abuela vivieron con todas sus pérdidas no son comparables a la crisis económica que atraviesa mi generación. Pero hay un dolor parecido, un cúmulo de deseos rotos o aplazados
Carmen G. de la Cueva 12/09/2020
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En la Vega solo hay dos estaciones: la primavera y el verano. La primavera es templada y seca, salvo cuando llueve durante varios días seguidos, entonces parece que el cielo se va a caer y la fuerza del agua hace estallar las alcantarillas provocando pequeñas riadas. El verano es largo, larguísimo, como sus tardes cuando las campanas de la iglesia de la Asunción tocan las diez de la noche y apenas comienza a ocultarse el sol. Los días son cada vez más cortos a finales de agosto, cada día la noche gana unos minutos más y la luna se dibuja en el cielo como una marca de agua. También hay algunos días de invierno. Pocos. Esos días el frío cala más adentro de las casas porque no hay calefacción y tienes que quedarte sentada en torno al brasero con la bata puesta y la ropa de la mesa camilla cubriéndote las piernas. Mi abuela siempre me contaba que el año en que ella se casó la nieve cayó profusamente sobre las azoteas y el agua de la fuente de la plaza del Calvario se quedó helada. Los chorros intactos como tocados por la magia. Fue el 2 de febrero de 1954. Desde aquel día no ha vuelto a nevar. En verano es cuando la gente vive en las calles, sobre todo, las mujeres. Las ves en la puerta de sus casas en unas sillas de plástico verdes o blancas, pero si hay visitas y no hay suficientes sillas de plástico, sacan las que tengan más a mano, las de madera del comedor tapizadas de terciopelo. En torno a las ocho de la tarde, si no hay solano, se sientan en tertulia. En el pueblo del que hablo, casi todos los hombres están a esa hora viendo una película del oeste en la televisión o tomando la última cerveza en el bar, salvo los viudos o los solteros que se sientan solos o con sus hermanas viudas en la puerta de su casa con el transistor en la oreja dispuestos a ofrecer conversación a cualquiera que pase. Es un pueblo de la Vega del Guadalquivir, un pueblo de casas encaladas dispuestas en torno al margen derecho del río a medida que baja hacia su desembocadura. Al caer la tarde, desde las aceras pueden verse los interiores de las casas porque siempre tienen la puerta abierta y la persiana subida; y sorprende, al asomarse a ellas, la cancela de hierro forjado cerrada y, al fondo, una intensa luz nacida de los ojopatios, unos son apenas patinillos, minúsculos rectángulos cubiertos de azulejos arabescos, y otros, enormes espacios con vidrieras a través de los que entrever un mar de cintas, potos y geranios. Es fácil distinguir a los pobres de los ricos mirando a través de las cancelas; más fácil que mirando las fachadas y a la gente, su ropa y sus zapatos más o menos todos iguales.
El fin del mundo era esa ventana que miraba a una calle vacía que no podíamos pisar, el vasto silencio de aquel pueblo cuando el supermercado cerraba y el sol y la luna y las estrellas refulgían en el cielo
Cuando vinimos al pueblo del que hablo, al principio, pensé que sería cuestión de días, y me esforzaba por convencer a las vecinas de que era una visita a la casa materna porque la crianza se antoja demasiado solitaria en la ciudad. Entonces, de repente, apenas unos días después, lo nuestro ya no era un descanso sino un pequeño exilio: nuestra ciudad estaba lejos, y lejos estaban los libros, los amigos, las vicisitudes varias y cambiantes de una verdadera existencia. En el salón comedor encendíamos el brasero, con las pesadas ropas de la mesa camilla arrastrando por el suelo; nos reuníamos en aquella mesa a comer, a leer, a escribir. Mi hijo sembraba el suelo de pequeños animalillos –un tigre naranja butano, cebras, cerditos, gallos y gallinas, pollitos y vacas, caballos y algún que otro burro y hasta un ñu– que siempre andábamos clavándonos en los pies descalzos como si fueran los trocitos de un plato roto. En el salón había una enorme ventana que daba a la calle: yo miraba por la ventana y pensaba que aquello era el fin del mundo. El fin del mundo era esa ventana que miraba a una calle vacía que no podíamos pisar, era el vasto silencio de aquel pueblo cuando el supermercado cerraba a las siete y media y el sol y la luna y las estrellas refulgían en el cielo. Todas las tardes, después de la siesta de mi hijo, salía con él a un pequeño patio exterior; todas las tardes, salvo aquellas en las que llovía sin descanso, disponíamos en fila una vez tras otra aquellos animalillos de juguete intentando imitar torpemente a las infinitas filas de hormigas que rodeaban la casa. Nuestra casa estaba en una calle de veinte casas idénticas una al lado de la otra, pared con pared, con veinte patios idénticos y veinte ventanas idénticas. Cada tarde a las ocho, los vecinos y vecinas aplaudíamos desde el patio y comentábamos las vicisitudes de nuestro encierro. “Lo importante es la salud”. “¿Y cuándo terminará el confinamiento?”. Había días en que las campanas doblaban sin cesar durante horas y sabíamos que había fallecido algún viejo. Recuerdo que una tarde, semanas después de que acabara el confinamiento, en torno a la capilla se concentraban mujeres y hombres de negro con mascarilla y con una urna en las manos. Hubo familias que tardaron meses en poder despedir a sus muertos.
Cuando comenzaron a dejarnos salir a la calle, me iba con mi hijo en el carrito a pasear y en el mirador de la plaza de España lo cogía en brazos para enseñarle el meandro del río. Desde niña me fascinó aquella curva sinuosa en mitad de tanto verdor. Justo ese meandro supone el límite entre el río y la ría. En el pueblo del que hablo, se perciben las mareas del Atlántico y las angulas suben hasta aquí para hacerse viejas. Algunas veces, cuando la marea estaba alta y nos asomábamos al río desde el puente viejo, podíamos ver brotar de las aguas a los albures. En esos paseos de una hora, también vimos nacer y morir a los girasoles. Y si salíamos por la tarde justo antes del toque de queda, nos cruzábamos con un rebaño de cabras que pastaban en los campos que bordean el cementerio.
Natalia Ginzburg estuvo exiliada con su marido y con sus hijos en un pueblo de los Abruzos y escribió un hermoso texto donde recordaba con nostalgia aquellos días. Ella dice que nuestras vidas se rigen según unas leyes antiguas e inmutables que desconocemos, con una cadencia propia, uniforme y antigua. “Los sueños”, escribe, “nunca se hacen realidad, y en cuanto los vemos rotos, comprendemos de repente que las mayores alegrías de nuestra vida están fuera de la realidad. En cuanto vemos rotos nuestros sueños, nos consume la nostalgia por el tiempo en que bullían dentro de nosotros. Nuestra suerte transcurre en ese alternarse de esperanzas y nostalgias”.
Nuestro exilio tenía que acabar alguna vez. Ha durado seis meses, hemos vuelto a la ciudad y ha desaparecido el río, y las vecinas, los abuelos y los paseos por los campos
El marido de Ginzburg murió en la cárcel romana de Regina Coeli el 5 de febrero de 1944, pocos meses después de que dejaran los Abruzos, diez años antes de aquellas nieves en la Vega. A veces pienso en mi abuela que vivió una guerra, el hambre, que perdió a un hijo por la poliomielitis, que crio a otros cuatro sin ayuda, lavando sus ropas en la pila de un arroyo. Pienso en Natalia Ginzburg que vivió la Segunda Guerra Mundial, que fue una madre joven y viuda en las postrimerías de esa guerra y persiguió a pesar de la nostalgia y del dolor el deseo de escribir. Nuestro exilio tenía que acabar alguna vez. Ha durado seis meses, hemos vuelto a la ciudad y ha desaparecido el río, y las vecinas, los abuelos y los paseos por los campos. Pero los caminos que nos separan del mundo parecen más cortos ahora, el correo llega antes, ya no oímos el tañido de las campanas cada hora. No creo que las guerras que Ginzburg y mi abuela vivieron con todas sus pérdidas sean comparables a la crisis económica que atraviesa mi generación, aunque sea una crisis que no se acaba nunca porque empieza una y otra vez. Pero hay un dolor parecido, una parecida nostalgia, un cúmulo de deseos rotos o aplazados. No recuerdo las veces que he querido salir de aquel pueblo, dejar atrás las palabras repetidas una y otra vez sobre el tiempo, los muertos o la ausencia de grillos. Al principio de aquellos días, yo tenía fe en un porvenir fácil y alegre, lleno de deseos satisfechos, pero quizá los meses en el pueblo fueron de los mejores de mi vida y solo ahora que han pasado para siempre, solo ahora, lo sé. En el salón de este piso hay un balcón que da a otro edificio idéntico de ladrillos vistos con decenas de balcones iguales que miran al nuestro. Yo miro por el balcón y veo el interior de esos pisos, la mayoría sin cortinas, pisos en los que no vive nadie, con plantas secas encajadas en las rejas y una fina capa de polvo cubriéndolo todo. Aquí no se ven las estrellas, los días son cada vez más cortos y el silencio de la noche tan solo es roto por las sirenas de las ambulancias que atraviesan con prisa la avenida al otro lado del bloque. Miro por el balcón y me pregunto cómo será este mundo nuestro que comienza después del fin del mundo.
En la Vega solo hay dos estaciones: la primavera y el verano. La primavera es templada y seca, salvo cuando llueve durante varios días seguidos, entonces parece que el cielo se va a caer y la fuerza del agua hace estallar las alcantarillas provocando pequeñas riadas. El verano es largo, larguísimo, como sus...
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Carmen G. de la Cueva
Periodista, escritora y editora. Ha publicado varios libros y fue directora de la editorial feminista La señora Dalloway.
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