Zozobrando
Mujer contra mujer
Marta Bassols 11/09/2020
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Me dicen ¡pletórica! ¡exuberante! y ¡diosa! bastante a menudo, desde que estoy embarazada. –Oh, gracias. Estoy llena de vida– respondo un poco confundida (y a qué mentir, bien halagada). Es extraño que a todo el mundo le gusten tanto los embarazos, pero a la vez tan de azúcar, tan de borlas y lacitos, tan de quédate quieta y callada y no me cuentes nada abyecto, como que no te llegas a las uñas de los pies, ni te ves el coño, que tienes que hacer kegels para no acabar perdiendo el control sobre tus esfínteres, que te mueves como una cachalote cuando tratas de levantarte o darte la vuelta en la cama, que tienes lumbalgia y dudas y anemia y náuseas, nada que no sea, sí, sí, soy exultante, profusa, soy una madre y aunque mi cuerpo mute cada día y me esté llenando de estrías, estoy llena de dicha extrema y soy rosa y mujer plena y huelo a nube y estoy encantada.
Yo tuve un primer embarazo de mierda (diría de puta mierda para ser más justa con las palabras), no estaba muy avanzado el segundo trimestre cuando me di cuenta de que mi relación con el progenitor de mi hija era absolutamente susceptible de hacer aguas. Fueron meses desesperantes, en los que se hicieron muchos esfuerzos por no mirar de frente a lo que pasaba y zurcir las heridas que se desgarraban. Mientras tanto, mucha culpa (mucha) por no estar plena y colmada. Mucho silencio y mentiras amigas y tenues cuando me preguntaban cómo lo llevaba. Yo bailaba, lo recuerdo. Y gritaba. Me ingresaron en el hospital por infecciones de riñón y nadie durmió conmigo. No había pandemia. Solo desidia o ira. Yo tejía una relación intrauterina muy sólida mientras la de afuera estallaba. Mi hija tenía pocos meses cuando rompimos. Si me llegan a explicar un año antes que me iba a pasar todo lo que me pasó desde entonces, con la chiquilla a cuestas, y que no me iba a morir, sino que me hago esta, no me lo creo. Los seres humanos somos mucho más fuertes de lo que imaginamos, y eso que yo no he cruzado un océano en patera, ni he corrido a un búnker porque llovían bombas en una guerra. (Toda mi admiración para quienes sí lo hicieron).
Es agradable (y ojalá fuera más frecuente) saber que lo de criar e intentar trabajar o vivir la vida es una responsabilidad compartida
Este embarazo está siendo más placentero. En parte por aquella cría. Hoy una piba increíble que se mueve y me conmueve y me hace mucha risa. También, porque ahora soy más vieja (no tanto, tengo nueve años más que treinta) y sospecho que más lista (desde luego más empoderada y autosuficiente y feminista) y he convertido algunos miedos en carcajadas, como a peinármela sola (¿hola, a qué hora?), sin perder nunca de vista que lo ideal es arrullarse en la interdependencia, y mejor cuánto más colectiva. También claro, porque tengo una relación saludable y equitativa y profunda y divertida, que se sostiene sobre unos pilares de cuidados repartidos y muy buenas voluntades de hacerle al otro la vida más llevadera. Es agradable (y ojalá fuera más frecuente) saber que lo de criar e intentar trabajar o vivir la vida es una responsabilidad compartida. Yo estoy muy bien, sí. Estoy sana y contenta y me siento acompañada y sostenida.
Sin embargo, hay algo en este estado que no es nada rosa, ni edulcorado por más que una quiera. Hay una tiniebla en la que me adentro algunos días, un abismo sin borlas. Un estado excepción del que no se habla y que a muchas nos enreda (gracias al esfuerzo de tantos años de publicidad y mass media). Un cóctel molotov cargado de gonadotropina coriónica y progesterona, que incluye no saber cuánto ocupa mi cuerpo. No querer retener líquidos, ni grasa extra, ni ser tratada con esa delicadeza de pega y consideración miope. El miedo a las cinturas ajenas. Tan finas. Tan bellas. (¿volveré a tener la mía?) La pérdida de control sobre el erotismo por desconocimiento de los nuevos límites del propio cuerpo, que además cambian cada día. La imposibilidad de ir de madrugada a los bares a ahogar discusiones o estreses económicos post-covid, y quedarme ballena. Varada. Esa consciencia de que dar a luz me dejará a la sombra de esa nueva vida, tantos días con sus horas y sus noches. El vértigo a no llegar a los deadlines, ni a las citas, en una sociedad que grita “guapa” y “diosa” mientras no da tregua. El asco que da no poder conseguir, por mucho feminismo que una se aprehenda, que nos importe nada toda esta batería de superficiales contiendas.
Me dicen ¡pletórica! ¡exuberante! y ¡diosa! bastante a menudo, desde que estoy embarazada. –Oh, gracias. Estoy llena de vida– respondo un poco confundida (y a qué mentir, bien halagada). Es extraño que a todo el mundo le gusten tanto los embarazos, pero a la vez tan de azúcar, tan de borlas y lacitos, tan de...
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