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Nunca se había hecho eso por aquí. Ni creo que se volviera a hacer. Formato americano, más de 20 escenas por capítulo, escenas de dos hojas, con tres gags de diálogo en cada una, más otro situacional. La perla es que, por primera vez, iba a haber risas enlatadas. A mí me gustan. No señalan dónde reír, sino que crean un ambiente. Compañía. La idea de que estás en un sitio donde todo el mundo ríe y en el que, por fin, no eres. Las risas enlatadas, de hecho, a mí me recordaban un sitio. Un sitio inconcreto. Decenas de lugares en los que había sido feliz, y había reído hasta la congestión y el dolor. Con el paso del tiempo esos sitios se van olvidando. Sólo te acuerdas de ti en ellos, de manera que crees que esos sitios eran tu cuerpo. No lo sé. Las risas enlatadas son fantásticas. Son lo contrario de lo que sucede en el teatro, ese sitio en el que se tiende a reír fuera de tiempo. Supongo que por complejo, por miedo a ser diferente, por miedo a no comprender. Por miedo, al cabo. Las risas enlatadas, por eso mismo, explican que no pasa nada, que puedes pasar a esa habitación en la que no ocurre nada importante. Momento en el que sucede lo importante: tres gags por página y otro situacional. Una visión del mundo, tan violenta y nítida que ríes. Funciona desde Aristófanes. Es una arruga en el cerebro antigua, por tanto. Éramos conscientes de la importancia de las risas enlatadas. Por eso fuimos a buscar las mejores. Sí, había risas digitalizadas. Había CDs con risas. Pero nos obsesionamos. Finalmente, adquirimos una joya. La grabación radiofónica de unas risas, captadas en Broadway, durante una obra de teatro de Wodehouse, en los años 30. Eran risas de los años 30. Muy diferentes a todas las anteriores y posteriores. Gamberras, inocentes, entregadas. Hombres y mujeres, relativamente libres, que reían, por primera vez, de –tres gags por página, uno situacional– los hombres y de las mujeres. De la vida y su sentido. Es, sin duda, una risa especial. Para reírte así debes despojarte de siglos anteriores. Y, me temo, posteriores. Debes eliminar partículas que tienden a negociar la risa. Esas risas eran un extracto de una retransmisión radiofónica de una obra de teatro, que apareció en baquelita en los años 40. Acabó recopilada en un disco de efectos especiales en vinilo, en los 50. Nosotros, simplemente, adquirimos ese disco, reeditado en los 80, y lo digitalizamos. El resultado fue espectacular. La serie, finalmente y como es habitual o, al menos, una de las dos posibilidades, fue un fracaso absoluto. Pero he empezado a escribir estas líneas para explicarles otra cosa.
En aquella serie, diría, se cumplía una regla no prevista. Es algo que sobrepasa la grandeza de aquellas risas enlatadas. Es algo que, de hecho, le quita toda la grandeza, y convierte aquellas risas en una metáfora no deseada. Las risas enlatadas, aquellas risas enlatadas, eran de personas que, por fuerza, por el paso del tiempo desde su grabación, ya habían fallecido. Eran risas de muertos. Nadie lo sabía, pero escuchaba a muertos cuatro ocasiones por página. A lo largo del día pueden ser no sólo risas. Y cientos, miles de ocasiones. Risas, testimonios, declaraciones de reyes, políticos, periodistas, ciudadanos, muertos hace décadas, tal vez siglos.
Nunca se había hecho eso por aquí. Ni creo que se volviera a hacer. Formato americano, más de 20 escenas por capítulo, escenas de dos hojas, con tres gags de diálogo en cada una, más otro situacional. La perla es que, por primera vez, iba a haber risas enlatadas. A mí me gustan. No señalan dónde reír,...
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Guillem Martínez
Es autor de 'CT o la cultura de la Transición. Crítica a 35 años de cultura española' (Debolsillo), de '57 días en Piolín' de la colección Contextos (CTXT/Lengua de Trapo), de 'Caja de brujas', de la misma colección y de 'Los Domingos', una selección de sus artículos dominicales (Anagrama). Su último libro es 'Como los griegos' (Escritos contextatarios).
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