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Mi bautismo de fuego como teleoperadora llegó defendiendo junto a un puñado de valientes una página web que fallaba más que los viajes al centro de la derecha española. Todo esto ocurrió en los tiempos inmediatamente anteriores a las dos reformas laborales que nos apearon del proletariado para inscribirnos en el precariado por siempre jamás (si fuéramos muy, muy, muy optimistas podríamos pensar que trabajar se puso tan caro que los proyectos vitales descabellados que habías abandonado para acogerte a la seguridad del trabajo asalariado empezaron a lucir menos disparatados y el aforismo “en mi hambre mando yo” se convertía en una expresión de puro sentido común).
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Recuerdo a una compañera muy peculiar de la que se decía que había sido monja pero que la habían echado del convento porque no la aguantaba nadie. Era una persona muy conservadora, de profundas convicciones religiosas, “de buena familia” y con una inteligencia diferente a la de la mayoría. Muy diferente. Tan diferente que costaba distinguirla de la estupidez. Un día nos plantamos y nos quejamos a la dirección porque había llegado un momento en el que ya no sabíamos qué decirle a la gente que llamaba preguntando por soluciones a los problemas que la web le había generado. No conseguimos resultados pero el debate fue interesantísimo. Me sentí orgullosa de la calidad humana de aquella teleoperaduría de base, todo el mundo quería aportar soluciones, era inteligencia colectiva en bruto, un caudal que nadie en la dirección tenía capacidad ni interés ni ganas de encauzar hacia ningún sitio útil. Pero de entre todas las voces me estremeció la propuesta de la compañera conservadora: “Volvamos a la aplicación anterior”. “Volvamos a la aplicación anterior”. Nadie contemplaba esa posibilidad. La aplicación anterior funcionaba bien porque no hacía nada. Solo notificaba al sistema que se había hecho una compra. Pero a partir de ahí quien compraba tenía que desplazarse a un sitio a obtener físicamente el producto adquirido y por supuesto olvídate de cambios, devoluciones o tarifas especiales que aún estaban por venir. “Con la aplicación anterior vivíamos mejor”.
En aquel momento no me di cuenta de que las dos cosas estaban relacionadas: la idea de volver a la aplicación previa y las dos reformas laborales tan seguidas, pim, pam. El sistema viraba al punk, no future. Cuando era pequeña, en el futuro los coches volaban. Ahora casi que ni los aviones. ¿Qué vemos cuando miramos hacia el futuro, aparte de las distopías montadas sobre el pico del petróleo y las materias primas, la crisis climática, el vaciamiento de las instituciones democráticas y la necesidad de los ricos de defenderse de la Humanidad? Nada.
Mi amiga Paz sostiene que, como hemos subrogado –o subcontratado, no recuerdo qué verbo usó–, nuestras memorias particulares a las redes sociales, estas se han constituido en depositarias de los hitos que conforman nuestras biografías y hemos confiado en un algoritmo misterioso para que ordene nuestro pasado. Y si dejamos de controlar nuestro pasado, ¿qué futuro vamos a ser capaces de vislumbrar, ya no digo construir? Es como si la precariedad se extendiera a los aspectos inmateriales de la experiencia humana. A lo mejor solo se puede vivir sin confianza en el porvenir si no tienes una conciencia clara de qué cosa es eso del porvenir. Está todo estudiado.
Estos días veo (buscando mucho porque el silencio de los medios es atronador), a la gente saharaui dispuesta a luchar –en la vida real, no en Twitter– por su futuro, por el único futuro posible que tienen, y me maravillo. Aparte de que les acompañen la razón, el derecho y la justicia, representan un fogonazo deslumbrante que nos recuerda la propia noción de futuro. Son la última de muchas generaciones que se marchitaron en el desierto cruel esperando ver cumplido el compromiso declarado, vinculante y firme, de la comunidad internacional, como si no pudieran creer que la desfachatez fuera capaz de alcanzar esas cotas, que los vehículos de la MINURSO circularan con matrículas marroquíes en los territorios ocupados. Por ejemplo. No sé qué pasará. Pinta feo. Pero han tomado en sus manos su futuro, que se dice pronto.
Leí por ahí un meme demoledor que decía algo así como que hay quien se manifiesta por un trapo de colores pero no por la pensión de su madre. También es verdad que para mirar hacia el futuro hay que levantar la testuz y apartar la mirada del último bulo que compartiste en WhatsApp.
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Autora >
Alicia Ramos
Alicia Ramos (Canarias, 1969) es una cantautora de carácter eminentemente político. Tras Ganas de quemar cosas acaba de editar 'Lumpenprekariat'. Su propuesta es bastante ácida, directa y demoledora, pero la gente lo interpreta como humor y se ríe mucho. Todavía no ha tenido ningún problema con la Audiencia Nacional ni con la Asociación Española de Abogados Cristianos. Todo bien.
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