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Vargas, la nómina de escritores que hacen de sus novelas artefactos a medio camino entre la narrativa y el ensayo con el objetivo de convertir la propia escritura en tema literario y la propia literatura en tema ensayístico resulta interminable. Te estoy hablando de novelas incalificables –espera, no las nombres así. Todavía es pronto–. Llamémoslos manuscritos sin estructura interna, pergeñados por puros intrusos que se dicen escritores, disertaciones embutidas en párrafos interminables, cientos de páginas fletadas de discurso autorreferencial que se ahogan pidiendo socorro en océanos de comas [y de puntos y comas; (y de paréntesis) –y de guiones– y de conjunciones como «y»]; textos repletos de ocurrencias abruptas, amenazantes ladrillos sin historia concreta, sin inteligencia moral, estética o política ni interés alguno para quienes se atreven a leer ajenos, al menos conscientemente, a los aspavientos caricaturescos de escritorcillos patéticamente enamorados de sí mismos. Me refiero a esas supuestas protonovelas laberínticas/galimatías, llenas de farfulla, sin personajes creíbles, carentes de ideas reseñables; a esos extraños bocetos que son, o ni siquiera llegan a ser, manifiestos disparatados del todo todeando, la nada nadeandoy, mientras todo eso ocurre, el perro babeando y el lenguaje naufragando; mamotretos de paja en los que sobran adjetivos, adverbios, pretendidas transgresiones ortotipográficas y descripciones tan pormenorizadas como machaconas de lugares comunes cuya meta fundamental no es otra que ocultar la ausencia de un propósito honesto y la presencia de un escritor inmaduro sin nada que contar ni dominio de la técnica, el talento y el amor necesarios para hacerlo con destreza –sí, el amor–; de coros multitudinarios de subordinadas, de abalorios netamente retóricos, de reiteraciones acrobáticas que producen demasiado desconcierto inútil, demasiados dolores de cabeza prescindibles a quienes tienen la paciencia de leerlas y cólicos de ira con secuelas irreversibles en los críticos serios; ¿te resulta familiar? A mí no me mires.
Tenlo en cuenta: por mucho que busques, no hay nuevas historias. Te digo que los temas centrales de toda novela son siempre la literatura, la identidad y la moral. Y en toda novela bien comprendida, la ficción es tan solo un pretexto, un subterfugio para soslayar la forma inconfesable en la que quien escribe conjura al futuro escritor que persigue en sí mismo. «Escritor»: dícese de un horizonte la más de las veces enigmático. Un secreto a voces: escribir es, entre otras cosas, una forma específica de pensar y amasar la realidad vivida. Reconstruir el plano misterioso de la memoria. Tender un puente para encontrarse con el otro. Domesticar, falsamente, el miedo al futuro. Explicar el mundo que se es capaz de aprehender. Perfeccionar y materializar ESE deseo: transformarse en creador. Es decir, suspender fugazmente la condición de criatura. Un extraordinario y tortuoso despliegue de energía que frecuentemente desemboca en narcisismo. Mira, por ejemplo, tu caso:
Nombre: escribidor.
Apellidos: de Tres al Cuarto.
Lugar de residencia: el Barrio
Dramático. Porque puedes estar seguro de que el mundo no necesita más escritores cómodos en su papel de escritores que se regurgitan a sí mismos con la puñetera excusa del arte. Pero afortunadamente la novela siempre esconde otra historia. No hablemos entonces, al menos esta vez, de la historia que el escritor elige contar, que es destilación calculada, ensoñación más o menos lúcida de una aspiración oculta que desemboca en un objeto acabado llamado ‘libro’. Pensemos en la historia silenciosa de ese buscador de la escritura adecuada, no como personaje de su propia narración –que también–, sino como escribidor deseante, como cartógrafo involuntario de sus propias contradicciones, que son el verdadero puente que nos conecta como humanos. ¿Es posible? No lo sé... Pero medita sobre esas sombras, sobre esos márgenes. Quiero decir, el escritor es una imagen acabada, ahí está. ¿Lo ves? Una figura hierática. A la vista. El escribidor es otra cosa. Alguien que sigue hurgando, incompleto, precario. Oculto tras su trabajo. El escritor tiene su obra. El escribidor transita los márgenes de la que quizás, algún día, pueda ser su obra. El escritor es un busto en el centro de la plaza. El escribidor es un escarabajo luchando por sobrevivir en los hierbajos que crecen en las esquinas. Está a oscuras. Busca algo de luz. ¿Su objetivo? Dar en la clave del fino impulso imaginativo que palpita en una época, su época; en una historia, su historia; en un lugar, su espacio/tiempo; poner el dedo en los conflictos que luchan por salir del cascarón y que, al fin y al cabo, se retuercen en el texto concluido. Márgenes en los que se desvanece la ficción y afloran las razones del pretexto que legitiman ese objeto totémico llamado libro, El Libro de Siempre. Libro de Siempre que nos habla sobre el oficio sin beneficio conocido de la escritura como ejercicio perpetuo de indagación. Otro secreto a voces: escribir es tan solo una forma de leer. Y el oficio sin beneficio de la escritura como exploración y revelación de un escribidor particular que dialoga, discute y lucha consigo mismo eligiendo en cada instante qué mostrar y qué ocultar de su reconstrucción ficticia del mundo nos descubre cómo se fraguan las políticas, las políticas de la intimidad. Y desde la inmersión madura, amorosa –Sí, de nuevo el amor– en las políticas de la intimidad, quizás puedas apreciar el proceso particular a través del que un escritor concreto transforma su relación con el/su mundo en material literario. Fíjate en lo que te digo. No cómo crea, sino cómo transforma el/su mundo en materia literaria. Y no precisamente para transformar el plomo en oro. Sino todo lo contrario. Para tomar lo poco que puede de la/su realidad y verterla en circunloquio pseudo–intelectual, en literatura, en mediocre sucedáneo de una riqueza imponente, imposible de abarcar. Y el proceso a través del que un escritor concreto transforma su relación con el/su mundo en material literario nos abre las puertas del parlamento lleno de tarados que vive en el interior del escribidor.
Atiende:
En este enorme parlamento hay un sector de gritones y un sector de mojigatos. Los gritones luchan por ocultar a toda costa ciertos resquicios de la memoria y la imaginación del escribidor. Especialmente aquellos que ponen en cuestión y quiebran la imagen proyectada del escritor autoritario: la memoria del niño amoroso, los abusos sufridos, su voluntad fallida, pero hermosa, de ponerse en el lugar de los otros, los tachones, los bocetos, las notas al margen, su increíble comunidad de voces. A los gritones no les gusta evidenciar los conflictos ni las grietas del escribidor, buscan un escritor sólido, macho y dominante. Cuando Escribidor (con mayúsculas) intenta hablar de opresión, los gritones se ríen a carcajadas y le dicen que se deje de victimismos. Los gritones tienen una idea de la técnica literaria dogmática en la que cada palabra, cada personaje y cada capítulo ha de ocupar un lugar. Si el escribidor se interna en su memoria ancestral, los gritones se inquietan. Si el escribidor utiliza un lenguaje diferente, los gritones se levantan y se marchan indignados del hemiciclo. A los gritones no les agrada que el escribidor conciba la novela no como algo de su propiedad sino como parte de un terreno que pertenece a quienes lo trabajan. Y al ver entrar en el libro a otras palabras, otras ideas, otros giros, otras historias que reclaman su derecho inalienable al texto, que ponen en peligro al Libro de Siempre, los gritones se enervan y boicotean al escribidor provocando en su interior fuertes bloqueos que le persiguen durante días, meses e incluso años. Para impedir su escritura, construyen fronteras ficticias entre literatura y vida, entre literatura y política, entre literatura y sociedad, entre ética y estética; y en cada falso «entre» se abre un vacío abismal, gracias al cual la literatura anda cada vez más asfixiada y el escribidor más ensimismado y atrofiado.
Por su parte, los mojigatos nacen de la renuncia, así que hacen lo que pueden. Sin más. Se contentan con que el escribidor no ceda demasiado ante los chantajes de los gritones. Si el escribidor quiere hablar de opresión, adelante. Si quiere explorar su sensibilidad herida, adelante. Si necesita abordar la realidad de El Libro de Siempre utilizando su lenguaje mestizo, todos encantados. A los mojigatos les encanta que el escribidor escriba de todas estas formas y sobre todas estas cuestiones. Y siempre terminan por arrogarse el mérito de forma hipócrita. Pero si ampliamos el foco, en el parlamento interior del escribidor hay otras comunidades de voces: grupúsculos minoritarios que llenan los rincones de un parlamento con las puertas abiertas. Hay voces que se quedan dormidas, aburridas por el maniqueo e incesante cacareo del hemiciclo. Voces que deambulan por los pasillos y conspiran para terminar con el debate sobre estructuralismo y postmodernidad. Hay voces escondidas en el baño, huyendo de la necesidad o no de establecer límites entre narrativa, poesía, crónica, relato. Voces que suenan en cabezas ajenas desbaratando la cordura del escribidor. Y cuando esas puertas inmensas del parlamento –¿las ves, allí a lo lejos?– se abren, hay calle: voces sobre la función individual y social del lenguaje, hay barrio: voces sobre los hechos del lenguaje, hay gentío: voces explicando los porqués del lenguaje, voces que mandan a la mierda a Saussure, voces que preguntan quién carajo es Saussure y terminan con la conversación aumentando el volumen de la música preferida de Escribidor.
Algunos piensan que la novela total ha de ser un panfleto claro sobre la tiranía del verbo, otros piensan en la estructura narrativa, otros en la apariencia formal
Y ahí suenan, te decía, miles de voces que quieren dejar la mediocridad creativa de ese parlamento maniqueo atrás. Y eso, los mojigatos del parlamento interior del cabezón del escribidor también tienen problemas para aceptarlo. Porque están tan apegados a la Frontera como los gritones. No se les ocurre cuestionar la existencia de esa Frontera, con mayúsculas. Y se niegan a aceptar que El Libro de Siempre se construye gracias a las palabras, a las historias y a los saberes que habitan la Frontera y que viven al otro lado del texto y su frontera, y en otros textos, y en textos muy otros; que la palabra y la imaginación transitan sobre un suelo común: condiciones materiales que obedecen a procesos históricos, procesos políticos en los que moral y poder lo contaminan todo; seres humanos contaminados por todo; y que El Libro de Siempre es también, lo quieras o no, parte de todo ello. Entonces, dentro del escribidor hay comunidades de voces que sueñan con una novela que contenga una gramática revolucionaria, que rompa el canon. Pero cada uno de esos movimientos elige una dimensión de la gramática. Algunos piensan que la novela total ha de ser un panfleto claro sobre la tiranía del verbo, otros piensan en la estructura narrativa, otros en la apariencia formal. Otros prefieren okupar otros textos, sin que muchos de sus lectores se percaten de ello, y hacerse fuertes allí, ir incubando la posibilidad de otra literatura, otro abecedario más allá de los diccionarios de la Real Academia de la Lengua. Otros creen que la cosa no va con los lectores, sino con los escritores. Y ahí los someten a tormento, depresión, sensación de fracaso, bloqueos de escritura; los boicotean para que no sigan fortaleciendo su sistema literario.
Pero también hay redadas de los gritones y de los mojigatos, que envían a su policía de estilo y sentido, hay expulsiones de posibilidades narrativas, hay violentas palizas a las voces itinerantes. Y muchas de estas formas de escribir y de leer –porque ya te he dicho que escribir es una forma de leer– acaban reducidas a la servidumbre, pero no completamente aniquiladas. Viven en los márgenes, agrupadas en guetos en los que residen hablas, acentos y gestualidades incómodas para el parlamento interior del escribidor, que amenazan con terminar con la institucionalización de la rebeldía literaria. Así que, míralo de esta manera: para internarnos en las políticas de la intimidad tenemos que analizar las políticas de la exterioridad. El parlamento interior del escribidor ha sido impuesto a dedo ‘desde fuera’. Y si consiguiéramos abrir en canal el corazón emocional del escritor sin comenzar cada nueva frase con la conjunción «Y», lo que encontraríamos en él sería ni más ni menos que, voilà, un síntoma. Por lo tanto, un escritor, después de ser desprovisto de su áurea de prepotencia, tras ser alejado de ese insoportable y apestoso clima de autosuficiencia en el que a menudo es educado, sobre todo si ha tenido la suerte de pertenecer a la élite, se rebela como un escribidor, síntoma de su tiempo: siglo XXI
Estado: confinado en casa ajena durante el estado de alarma.
Causa: una pandemia internacional llamada covid-19 .
Lugar: el Barrio. Pleno centro de la ciudad cosmopolita.
Situación: trabajador de una gran fábrica en la era de la modernidad neoliberal y de camino hacia el inevitable colapso planetario.
(To be continued)
Vargas, la nómina de escritores que hacen de sus novelas artefactos a medio camino entre la narrativa y el ensayo con el objetivo de convertir la propia escritura en tema literario y la propia literatura en tema ensayístico resulta interminable. Te estoy hablando de novelas incalificables –espera, no las nombres...
Autor >
Helios F. Garcés
Nacido en Cádiz (1984), es aprendiz de escribano.
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