Notas de lectura (X)
Contra el final feliz (y grandes personajes perdidos en sus novelas)
La acumulación de desenlaces felices impone un mundo blando, una falsificación de la sociedad que roza lo intolerable
Gonzalo Torné 12/12/2020
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Contra el final feliz. Qué extraño laboratorio moral es la literatura. Detengámonos en el desenlace. ¿Por qué nos gustan los finales felices? No me refiero tanto al final concreto, sino a esa sensación que nos sobreviene como a mitad del libro y que se reconoce porque todos los nervios de la sensibilidad tienden a exigir que los conflictos se resuelvan, que el crimen sea reparado y los sufrimientos recompensados. Uno diría que esta “exigencia de final de feliz” es una doble demostración de que el autor está haciendo bien su trabajo: nos creemos el cuento (aunque no lleguemos a identificarnos con los personajes, sufrimos por ellos) y nos activa para bien los resortes de la sensibilidad moral, que no siempre nos funcionan en la vida corriente. ¿Acaso no sentimos indiferencia ante personas que atraviesan situaciones parecidas a los personajes de un libro? Este desajuste parece hablar en favor del final feliz en la medida que activa una sensibilidad moral adormecida. Pero me temo que se trata de todo lo contrario. El final feliz ofrece la satisfacción narcisista de sentirse “moral” a coste cero, sin otro compromiso, esfuerzo o pérdida que la exigencia de un final feliz (¡y el autor ni siquiera puede escucharnos!). Se trata de una experiencia ética tan abstracta que no cuenta fuera de la experiencia privada de lectura. Pretender que cuente sería tan aberrante como aceptar que da igual que los asesinatos queden impunes mientras quede aceptado que son inaceptables desde la esfera teórica de la virtud. La sensibilidad moral que reanima el final feliz debería traducirse en una acción decidida para evitar o limitar los mismos daños, sufrimientos e injusticias en la vida corriente. Y me temo que para que se produzca este trasvase entre la esfera imaginaria y la cotidiana, el final feliz es más bien una rémora: transmite la sensación equívoca de que las cosas finalmente se solucionarán (y tantas veces sin esfuerzo, por casualidades que rozan lo mágico; admisibles en el arte precisamente por esa ansiedad cómplice de finales felices, pero que la vida rara vez admite), de que todo tiene arreglo, que no hay para tanto: los huérfanos encuentran a sus padres, las deudas se saldan, la traición se subsana, las herencias se restablecen. La acumulación de finales felices impone un mundo blando, una falsificación de la sociedad que roza lo intolerable. Más bien parece que el laboratorio moral de la literatura es más efectivo cuando, una vez despertada la sensibilidad ética del lector, no le concede una satisfacción sencilla; cuando se le obliga a mirar hasta el final el efecto de la injusticia, cuando se le acompaña amablemente hasta el fondo del sufrimiento, no para que lo “sienta”, sino para que lo comprenda. Cuando se trata de ficción, la catástrofe es el verdadero educador.
Personajes mayores, novelas menores. La novela está plagada de grandes personajes. Algunos son tan grandes que el autor se ve obligado a anunciarlos en el título: ¡Jane Eyre! ¡David Copperfield! ¡Madame Bovary! ¡Anna Karenina! ¡Herzog! Allí están ellos, solos, anticipándose a sí mismos, como si cualquier otro elemento (un adjetivo, un gentilicio, otro personaje) fuese una molestia. Nombres que les suenan a los lectores antes de abrir el libro (estaciones casi ineludibles del “viaje de la lectura”, de las que llevamos años oyendo hablar), que se cargan de significados durante la lectura, y que cerrado el libro ocupan un espacio parecido a esos amigos asociados a un periodo intenso y concreto de nuestras vidas, que probablemente no volveremos a ver. Otros personajes no quedan expuestos en el título, pero sabemos que nos esperan en el interior de sus mundos, igual de grandes; pienso en la Isabel Archer de Retrato de una dama o en la Dorothea Brooke de Middlemarch, pero seguro que cada lector tiene una buena provisión de ejemplos. Pero, ¿quién se ocupa de los grandes personajes extraviados en novelas menores? Y no me refiero a que estén perdidos en sus novelas, sino alejados de las rutas habituales (o plausibles) de lectura. Un ejemplo, en la novela menos lograda de una de las trilogías más desatendidas de Balzac nos espera la señora Desmarets. El personaje lo tiene todo menos una novela con la que atraer a los lectores. Balzac iba con prisas a la hora de escribir Ferragus y no se detuvo a organizar un mundo al que apeteciese volver, detenerse ni recomendar a los amigos. Pero la señora Desmarets le salió perfecta, así que la imagino con toda su fuerza y sutileza esperando en el salón de su novela a unos lectores que nunca llegan. Cuesta imaginar el recorrido que podría llevarnos a esta novelita perdida en un brazo menor de la galaxia balzaquiana. Es de suponer que Balzac emplearía las energías liberadas en la señora Desmarets en otros personajes, que un átomo suyo flota en las figuras principales femeninas de Los parientes pobres. Es un consuelo. Pero no está de más preguntarse si la crítica no podría incluir entre sus servicios un censo de grandes personajes extraviados en novelas menores. Estaciones a las que sin ayuda de estos tours especializados ni una vida de lecturas nos garantiza llegar.
Contra el final feliz. Qué extraño laboratorio moral es la literatura. Detengámonos en el desenlace. ¿Por qué nos gustan los finales felices? No me refiero tanto al final concreto, sino a esa sensación que nos sobreviene como a mitad del libro y que se reconoce porque todos los nervios de la...
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Gonzalo Torné
Es escritor. Ha publicado las novelas "Hilos de sangre" (2010); "Divorcio en el aire" (2013); "Años felices" (2017) y "El corazón de la fiesta" (2020).
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