juego de manos
A propósito de Alicia Schrödinger
Un inesperado libro de culto recorre nuestras librerías. Este artículo es un intento de atraparlo
Adrián Viéitez 20/12/2020
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Es casi un juego de niños. En Mandíbula (Candaya, 2018), la novela de Mónica Ojeda, unas preadolescentes se reúnen en una habitación blanca e inventan, a través de un mero proceso enunciativo, un nuevo sentido del horror. Annelise, la líder del grupo, trenza palabras capaces de intervenir la mirada de las demás, de modificar de facto su percepción de la realidad. Las edades no son caprichosas: las niñas pierden su inocencia al mismo tiempo que lo hace la propia palabra. Descorrer el velo de la ficción se convierte entonces en una amenaza; si una palabra es dicha en el interior de esa habitación blanca no importa que sea mentira, porque la mentira no existe en ese espacio sagrado.
La novela de Mónica Ojeda se afianza moralmente sobre la base del propio dispositivo empleado: su ficción subsume las respectivas ficciones de Annelise y sus pretensiones de verdad y el lector, a diferencia de las niñas que escuchan, recibe el marco justo para comprender que la dialéctica entre lo que lee y lo que vive es supletoria, que no hay vocación realista en el sentido imitativo de Ojeda, que todas esas palabras son mentira aunque, subtextualmente, puedan arrojar luz sobre ciertas y oscuras pautas del comportamiento humano. Sin embargo, más allá de todo lo enunciado, el verdadero horror contenido en las páginas de Mandíbula está en las palabras no escritas, en aquella violencia para la que ni Annelise ni la propia Mónica Ojeda encuentran nombre, aunque sus frustraciones sean distintas. En ese lugar ya resulta más complicado imaginar juegos de niños.
Aquello dispuesto más allá de los límites lingüísticos –siguiendo la tradición de Wittgenstein– se configura como un misterio. Del mismo modo que el lenguaje performa las paredes de nuestro pensamiento, también resulta interesante indagar en su manera de interactuar con nuestra mirada: ¿son invisibles todas las cosas que no podemos decir? ¿Significaría eso la anulación de su existencia, al no contar nosotros con las herramientas para imaginarlas? En este lugar del texto me gustaría introducir la figura de la misteriosa Alicia Schrödinger, una supuesta científica dedicada –y cito– “al estudio de la física de partículas y la termodinámica” que hace unos meses publicó su primer libro de cuentos, Quiénes son y qué sienten las plantas carnívoras. Cuentos de humor infrarrojo, editado este año por Siruela.
Rayos infrarrojos
Alicia Schrödinger emplea el término infrarrojo ya en el subtítulo de su libro, y con él señala la dirección al lector: la palabra aquí es casi siempre un engaño, mayormente un juego de manos. Lo dicho está detrás, en un lugar invisible al que solo podemos acceder pensando en aquello que no podemos pensar. Este es, pues, un libro inaccesible que solo puede ser leído como un mecanismo de disuasión, como una peripecia que desatiende incluso la cuestión del marco antes sostenido por la figura de la Mónica Ojeda autora. Alicia Schrödinger, por lo que sabemos, no es nadie; enfrentarse a sus cuentos resulta complicado porque no existe pacto previo de credibilidad. Todo es un puro acto imaginativo procedente de un lugar que desconocemos.
Enfrentarse a los cuentos de Schrödinger resulta complicado porque no existe pacto previo de credibilidad. Todo es un puro acto imaginativo procedente de un lugar que desconocemos
El pequeño asidero contextual que nos proporciona este volumen viene dado por su prólogo, firmado por la escritora Menchu Gutiérrez (Madrid, 1957), también autora habitual en Siruela. En él escribe: “A veces, como sabemos, la dificultad radica en desaprender lo aprendido. Aprender, desaprender para aprender, volver a desaprender y aprender de nuevo; recuperar algunos elementos de la infancia por medio de un desaprendizaje exhaustivo”. A continuación, más de cuarenta relatos breves que funcionan, en su mayoría, con los mecanismos narrativos de un chiste; o bien ocultando información al lector para revelársela en un giro final, o bien empleando una ironía en ocasiones descabellada, como se puede comprobar en el comienzo del cuento titulado “El río de la pasión se desborda”, que dice:
“Desde que viera su divina imagen el pasado Domingo de Gloria, en la Feria de Muestras y Artesanía de Tegucigalpa, mi vida ha descrito un giro de doscientos sesenta grados, que serán trescientos sesenta al término de esta carta.
Permítame que le diga, azogue de la locura, que es usted el hombre más arrebatador que jamás pisó el Palacio de Congresos y Exposiciones de Tegucigalpa, y que a su lado todos los hijos varones de nuestro hemisferio parecen peluches de la masculinidad”.
Así pues, más allá de la risa nerviosa, poco se puede añadir a la lectura de este libro escrito por una autora fantasma y sobre la materia de lo fantasmagórico. Nótese la obvia distancia entre la literatura de Mónica Ojeda, cuyas indagaciones sobre la violencia inscrita en el comportamiento humano demandan un marco moral exigente, y la mera peripecia lingüística de Alicia Schrödinger. Más allá, creo que ambas autoras pueden servir, de formas distintas, para repensar la interacción entre ficción y realidad, entre enunciación y acción. Como el de Alicia Schrödinger es un callejón retórico sin salida, me desdoblo a partir de su prólogo para dar continuidad al análisis de esta tensión a través de la obra de Menchu Gutiérrez. En concreto, de sus novelas Disección de una tormenta y El faro por dentro (las dos de 2011) y, con particular énfasis, de su breve disertación titulada Decir la nieve (también de 2011).
Hablar de amor
Es difícil establecer si Decir la nieve es un libro sobre la nieve en sí o sobre la palabra nieve; tampoco es fácil concluir que ambas cuestiones puedan desligarse entre sí. En cualquier caso, la labor fundamental de Menchu Gutiérrez es la de crear una suerte de bestiario, un encuentro semántico entre multitud de voces que, a lo largo de la historia, han escrito o dicho algo acerca de la nieve. Al comienzo del libro, cita al poeta René Char: “[la nieve] no es un truco de magia, es la magia”. Casi al final de su recorrido, ella misma escribe, con tintes de conclusión: “Hay una clase de intimidad que no debe ser compartida, que no debe ser expuesta a la luz”. Un lector menos relamido se habría acercado a este libro con la frialdad que la nieve requiere, pero yo no puedo sino comprenderlo como un subrayado de la limpieza del cuchillo de hielo que separa a los amantes del resto del mundo. Cuando uno escribe la nieve se refiere, por supuesto, a la nieve. Pero el ejercicio reiterativo que lleva a cabo Menchu Gutiérrez en este libro acaba por conformar un rastro silencioso en el que otras cosas quedan también dichas, aun veladamente. Ya en las últimas páginas del libro se puede leer lo siguiente: “Las huellas de las pezuñas de corzo hablan sin palabras, sin deformaciones, sin intermediarios, como una rotunda caligrafía de la presencia viva del animal en la nieve”.
El recorrido de lo indecible es transversal: cruza el horror en las páginas de Mónica Ojeda, se entretiene en el humor de Alicia Schrödinger y ofrece una frágil visión de la delicadeza en Decir la nieve. En su obra Interpretación y análisis de la obra literaria, el germanista Wolfgang Kayser distingue tres géneros novelescos: la novela de acontecimiento, la de personaje y la de espacio. En El modernismo visto por los modernistas, Ricardo Gullón añade, a este respecto: “La novela crea un espacio o lo inventa, como en la novela fantástica, para instalar en él una metáfora genuinamente reveladora”. Resulta complicado asimilar a Decir la nieve dentro de los parámetros tradicionales de la novela –aunque nunca está de más recoger a Batjin para la causa: “Nunca se llega a una fórmula de síntesis de la novela en cuanto género […] los investigadores no aciertan a aislar un solo índice preciso y estable del género novelesco sin hacer una salvedad que, de golpe, reduzca a la nada ese índice”–, pero en este curioso libro está instalada una apertura hacia el recorrido de lo metafórico, que nace de una resemantización de la nieve para deformarla literariamente: podríamos pensar Decir la nieve como una habitación blanca al estilo de aquella en la que Annelise imaginaba realidades y horrores nuevos, pero aquí la blancura no barre el mundo para maldecirlo, sino con la intención de limpiarlo. La palabra, de nuevo, se desdobla: hasta el mismo color blanco adquiere polisemias prácticamente contrapuestas.
Dentro de la clasificación planteada por Kayser, no resulta complicado enmarcar Disección de una tormenta y El faro por dentro, dos de las más celebradas novelas de Menchu Gutiérrez, dentro de lo que vendrían a ser las novelas de espacio. El primer párrafo de Disección… concluye así: “De todo lo que nos importa y no comprendemos terminamos por dibujar un mapa, alterando al hacerlo el verdadero tamaño de nuestra ignorancia”. La mujer protagonista ingresa en una suerte de santuario en el que se reverencia al pelo como icono sagrado: todas las mujeres que viven allí se rapan la cabeza concienzudamente, guardando con cuidado las pruebas capilares del paso del tiempo. En El faro por dentro asistimos al relato de un farero que, acompañado exclusivamente por un enorme y silencioso perro de raza Basenji, vive con angustia sus últimos días de encierro. Hacia el final del libro, escribe: “No sentía el tacto de la tierra, pero sí el peso de un inminente alud. Durante unos instantes, vi los haces del faro barrer el inhóspito territorio del firmamento, como brazos de un compás. La idea de Dios me pareció una linterna”. Ambas son ejemplos nítidos de metáforas instaladas en la superficie de una narración.
Las dos novelas, pese a estar narradas en primera persona y quizá por su denodado ensimismamiento, desatienden por completo cualquier idea tradicional de arco narrativo o construcción de personajes –al menos, en el sentido de personaje redondo que enunció E.M. Forster–. Su trabajo con la intención narrativa se produce, pues, de una manera más asimilable a la del cuento o la novela corta, que, en palabras de Henry Mérimée, “proyectan su luz sobre algunas circunstancias de una situación, no constituyen ningún cuadro, sino una miniatura exactamente dibujada”. Esta traslación de los mecanismos del cuento a una novela de 150 páginas como lo es El faro por dentro está muy relacionada con lo que ha hecho recientemente Sara Mesa en novelas como Cara de pan o Un amor. Todo, a fin de cuentas, se resume en una cuestión de luz proyectada: Mónica Ojeda trabaja los límites de la enunciación mientras que Menchu Gutiérrez o Sara Mesa caminan en dirección contraria, sacando a flote lo subtextual para que el texto, es decir, la materia central de sus obras, quede sepultada como si de una obviedad se tratase. Es venturoso insinuar que el caso de Alicia Schrödinger pueda encontrarse a medio camino entre estas dos maneras de manipular el lenguaje y sus densidades, dado que en todo caso hablaríamos de un punto medio invisible, casi inexistente, un punto medio infrarrojo.
Las cosas del misterio
En un cuento de Quiénes son y qué sienten las plantas carnívoras, concretamente en aquel que da título al libro, la narradora es una planta carnívora que explica su punto de vista respecto al estigma social que, tradicionalmente, ha recaído sobre su estirpe. Como sucede en la mayor parte de los cuentos de Alicia Schrödinger, más allá del ardid cómico que se coloca en primera plana cabe atender a su curiosa forma de plantearse la alteridad, de observar al otro partiendo de las extrañezas que este propone. Aquí late una cuestión planteada por el formalista ruso Roman Jakobson, que en realidad se retrotrae hasta la misma Retórica de Aristóteles: “El uso poético ejerce una violencia sobre la lengua, que es su material”.
Que la imaginación invada también el espacio tradicionalmente ocupado por el autor vuelve difusos los límites de la literatura de Alicia Schrödinger, aunque resulta complicado creer que este vacío pudiese sostener una construcción que no resultase tautológica, que no reivindicase el misterio por el misterio, que no se plantease, a fin de cuentas, casi como un juego de niños. Su empleo de la lengua sigue lógicas similares a las de Annelise, el personaje de Mónica Ojeda –algo así como lo que escribió James Peter Thorne: “Leer un poema es frecuentemente como aprender una lengua extranjera”–; sin embargo, sus propósitos son opuestos: Annelise busca deshacerse de la inocencia, Schrödinger busca rescatarla. Lo que tienen en común, más allá de ser ficción, es el punto en el que se cruzan. Por eso Schrödinger puede permitirse algo que a Annelise, dada la perversidad de sus propósitos enunciativos, le está vedado: no tener autora.
Las cosas más importantes que atraviesan este recorrido están, como es lógico, fuera de él. El intento de Menchu Gutiérrez de Decir la nieve no es sino un intento vano, y quizá por ello cobre especial sentido su reverencial manera de prologar a la misteriosa Schrödinger: solo habitando el centro mismo del misterio, formando parte de su misma bruma, se puede alcanzar su contacto. Escribe Yasunari Kawabata: “Cierra los ojos para agradecer este milagro y permanece así, unida a la nieve, sin pensar en nada. En nada”. No es demasiado grave, a fin de cuentas, que un texto no sea mucho más que un fantasma.
Es casi un juego de niños. En Mandíbula (Candaya, 2018), la novela de Mónica Ojeda, unas preadolescentes se reúnen en una habitación blanca e inventan, a través de un mero proceso enunciativo, un nuevo sentido del horror. Annelise, la líder del grupo, trenza palabras capaces de intervenir la mirada de...
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Adrián Viéitez
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