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Un animal muerto a flechas no muere de manera certera. Seguimos su rastro por el bosque. Cuando encontramos a la bestia estaba en sus estertores. Los hombres la rodearon en círculo y observaron su muerte, en silencio. En ese momento alguien dijo algo y todos respondieron. Era una oración de agradecimiento. Supongo que al animal. Luego comenzó el despiece. Preciso, pero realizado con otra lógica distinta a la del carnicero. Más antigua. Me dieron el trozo más honorable. Lo comí crudo, como me indicaron. Tenía el sabor del bosque y del centro de la Tierra. Volvimos al poblado, orgullosos de llevar comida. Una comida, por otra parte, insuficiente. No habría para todos, sin embargo todos comerían de ella.
El momento religioso en torno al cadáver fue rápido y efectivo, sin sobreactuaciones. Habían quitado una vida. A otro devorador de vidas. Un hecho contradictorio, pero cotidiano e inevitable. Comemos cadáveres, en fin. Únicamente. Dejar de comer por la palabra cadáver, por el sufrimiento vertido, es no entender los sentimientos. Tal vez es el paso previo a su desaparición. La generalización de ello, o al menos una industria alimentaria sustentada en evitar el sufrimiento de la muerte, es algo que habla de nosotros, de nuestra época, de nuestro desastre sentimental, de un naufragio. Aquel día la oración frente al cadáver del animal fue, así la recuerdo, de una elegancia absoluta. Me recordó a las mujeres cuando era niño. Mataban a los animales pequeños. No decían ninguna oración, pero era evidente que esa oración, hacía generaciones, se habría producido. En su lugar surgía un hueco, un silencio en el preciso momento en el que el animal se adentraba sin remedio en la muerte. En esos momentos siempre se nos decía a los niños, que veíamos todo aquello con la boca abierta, una frase rigurosa. Era como una lección. “Mira sus ojos”. Los ojos de aquellos animales pequeños, como los de aquel animal del bosque, mutaban ante la muerte. De pronto, adquirían una calidad de inteligencia sobrecogedora. Ya no eran ojos de animales, sino de personas. Y eran trascendentes. Veían algo importante, que por fin comprendían y adquiría sentido. Curiosamente, en el momento de morir, los humanos –aún no lo sabía– articulan una mirada opuesta. Dejan de comprender. Nos vamos sin comprender. Es una suerte de sinsentido, de derrota.
Ignoro qué lección querían dar las mujeres a los niños, como los cazadores del bosque, supongo, no recordaban el por qué de sus oraciones. Supongo que no lo había. O que era la misma lección de siempre, la única que, con silencios u oraciones, pudimos transmitir mientras pudimos. Cuídate de las bestias. Es decir, cuídate de ser una. Somos la única bestia consciente del dolor infligido. Cuídate de olvidarlo. Cuídate de la gratuidad, de aplazar y no observar de cara el sufrimiento. Moriremos derrotados, pero si conseguimos no ser fieras esa será la única derrota.
Un animal muerto a flechas no muere de manera certera. Seguimos su rastro por el bosque. Cuando encontramos a la bestia estaba en sus estertores. Los hombres la rodearon en círculo y observaron su muerte, en silencio. En ese momento alguien dijo algo y todos respondieron. Era una oración de...
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Guillem Martínez
Es autor de 'CT o la cultura de la Transición. Crítica a 35 años de cultura española' (Debolsillo), de '57 días en Piolín' de la colección Contextos (CTXT/Lengua de Trapo), de 'Caja de brujas', de la misma colección y de 'Los Domingos', una selección de sus artículos dominicales (Anagrama). Su último libro es 'Como los griegos' (Escritos contextatarios).
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