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En breve será el 11 del 11, la fecha del armisticio en 1918. Una fecha tan lejana que cuesta recordar. Y entender. Cuesta entender el inicio de todo en 1914. Cuesta entenderlo en un momento de unión europea más íntimo, incluso, que el actual. Una unión sagrada, si pensamos que Europa estaba unida a través de un vínculo de ese tipo, por el parentesco íntimo de sus reyes. El Káiser, primer nieto de la reina Victoria, fue la persona que, profundamente afectada, sostuvo la mano de su abuela en su lecho de muerte. El Káiser, el Zar, el Rey de Inglaterra, en las semanas anteriores a la guerra, se escribieron cartas conciliadoras, en las que apelaban a otro rey por su diminutivo doméstico. Nadie puede decir no cuando se utiliza ese tipo de apelativos y su consiguiente catarata de recuerdos y juegos. Cuesta entender el inicio de todo ello en el mayor periodo de paz en el continente, si exceptuamos el actual. ¿Qué animó a millones de personas a seguir a no más de media docena de reyes y líderes, en su avance hacia la guerra? En algunas memorias se explica que fue la propia paz y su sello. Su sello es escalofriante. Lo conoces. Es el aburrimiento. Si esto es así, por aburrimiento, por considerar preferible una aventura corta y veloz, con abanderados del siglo XIX, pero con armamento y máquinas del siglo XX, millones de personas pasaron cuatro años con el agua hasta la cintura de las trincheras, el rostro devorado por ratas, el cuerpo descuartizado y su cabeza repleta de recuerdos inasumibles.
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En breve será el 11 del 11. El 11 del 11 a las 11 finalizaba la Primera Guerra Mundial, la masacre más sangrienta jamás vivida. Más absurda y brutal en su esencia, incluso, que su continuación, en 1939. Debió de ser una primera vez de algo atroz. Por lo que ha sido necesario olvidarla. Se ha olvidado a través de miles de monumentos desparramados por Europa, que la recuerdan. Los monumentos, impactantes, en ocasiones con hombres abrazados y en el trance de morir, paradójicamente sirven para olvidar. No es preciso destruirlos, porque nacieron para la destrucción de algo más importante que ellos mismos. Objetos como una estatua, o un automóvil, o un anillo, son mecanismos para el olvido, ese estado que, al parecer, requiere el sacrificio en un altar de objetos caros. Nosotros mismos somos objetos caros, por lo que debemos ser, en cierta manera, olvido. Como fabricantes de olvido, sólo recordamos lo no vivido con la misma fuerza que nos desprendemos del sufrimiento vivido. Debe de haber algo humano en esa dinámica, como hay algo luminoso, poderoso y sorprendente en los reptiles cuando, periódicamente, se desprenden de su piel, ese punto en el que se fija la biografía, creando por sí sola la cicatriz y la arruga. De vez en cuando, en el campo o la selva, te encuentras con una de esas pieles desechadas. Son una suerte de monumento. Un olvido de una serpiente. Y, en efecto, una serpiente parece que, en ese trance de abandonar parte de su cuerpo, avance más rápida, que incluso tenga piernas o ruedas. Quizás, simplemente, ha olvidado por unos segundos sus crímenes, sus cadáveres, por lo que corre como un ser inocente hacía otros crímenes y cadáveres, nuevamente nuevos.
En breve será 11 del 11. Reyes. Aburrimiento. Regularmente la piel, o la piel caída.
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En breve será el 11 del 11, la fecha del armisticio en 1918. Una fecha tan lejana que cuesta recordar. Y entender. Cuesta entender el inicio de todo en 1914. Cuesta entenderlo en un momento de unión europea más íntimo, incluso, que el actual. Una unión sagrada, si pensamos que Europa estaba unida a...
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Guillem Martínez
Es autor de 'CT o la cultura de la Transición. Crítica a 35 años de cultura española' (Debolsillo), de '57 días en Piolín' de la colección Contextos (CTXT/Lengua de Trapo), de 'Caja de brujas', de la misma colección y de 'Los Domingos', una selección de sus artículos dominicales (Anagrama). Su último libro es 'Como los griegos' (Escritos contextatarios).
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