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El culto a Apolo empezó en Delfos en el siglo VIII a.C., y se prolongó hasta el V d.C. Anteriormente, en el mismo sitio, se había rendido culto a Gea. Ese cambio, la mismísima aparición de Apolo, es una incorporación indoeuropea, los pueblos que se expandieron entre Europa y la India, y que introdujeron en ese vasto territorio dioses masculinos en sustitución de una gran divinidad femenina, el carro de combate, un nuevo metal, y una lengua de la que provienen casi todas las habladas en Europa y la India. En Europa, al menos, todas las lenguas autóctonas, hasta nuestros padres, son indoeuropeas, salvo el euskera, el finés y el húngaro. No se sabe cómo fue aquella expansión. Algunos dicen que fue, simplemente. Vinieron a sitios a donde no iban, como se desplaza el agua, esa energía sin rumbo e imparable aun en su debilidad. Otros creen que todo fue tremendamente violento. En la Península Ibérica se cree, por el estudio del ADN, que toda la población masculina fue exterminada en aquella época. Tanto si eso es cierto, como si no, todos venimos de un pasado destruido minuciosamente. Nos construimos a partir de destrucciones fabulosas. No existe, por tanto, el pasado, esa desmesura, sino tan solo algo muy menor, un pasado imaginable. Lo que imaginamos se parece mucho a lo único que conocemos, el presente. En todo caso, el culto a Apolo en Delfos, que nació con una gran destrucción, murió con otra. Posiblemente tan feroz como la fundacional. El templo fue arrasado. Al grito de un nuevo Dios, el grito más antiguo y furioso del mundo, el más aterrador. El terreno del templo más importante del mundo antiguo fue aplanado y recubierto, hasta que se excavó en el siglo XIX. Sabemos, no obstante, como fue su final, todo un fin de época.
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Delfos era el punto al que acudía el mundo griego a pedir información a Apolo. Por lo mismo, era el centro de información del mundo griego, aquel en el que se debían poseer todas las respuestas a todas las preguntas posibles. Apolo, la Pitia y los sacerdotes acaparaban todo ese volumen de noticias y lo procesaban diariamente. Su poder político, el poder político de la información, fue descomunal. Allí fue donde Apolo autorizó guerras, tronos, alianzas. Allí la democracia ateniense fue sometida a la valoración de Apolo. Allí, la Pitia, sin esperar la pregunta del embajador espartano, dictó una nueva constitución para Esparta. Se conservan cerca de medio millar de preguntas y respuestas, coleccionadas en la la literatura antigua. Por ello sabemos que las preguntas se volvieron endebles cuando Filipo, el padre de Alejandro, unificó Grecia. Las polis, lo que quedó de ellas, ya no tenían que consultar tanto a Apolo como a Filipo. Era más determinante. Cuando Grecia fue una provincia romana, la importancia del Oráculo disminuyó aún más. Ya no recibía preguntas, enigmas de Estado. Sino las dudas domésticas habituales. ¿Debo emprender ese viaje? ¿Debo aceptar esa propuesta de matrimonio? ¿Qué debo hacer? Aun en plena decadencia, el Oráculo dio muestras brillantes de su esencia. Como cuando Adriano se desplazó a Delfos y formuló una pregunta. No fue la gran pregunta de un gran estadista, sino la de un curioso. Es decir, un turista. “¿Quién fue Homero?”, dijo. La repuesta fue brillante, y explicaba que Apolo seguía en forma, aunque no tuviera oportunidad de demostrarlo. “Fue el nieto de Ulises”, respondió la Pitia. El nieto es, en fin, el límite humano de la memoria. O, al menos, la memoria empieza a ser irregular y falsa en recuerdos anteriores al abuelo. Con el paulatino y exponencial auge del cristianismo, la debacle del templo, cada vez menos frecuentado, creció. Hasta que, finalmente, Apolo dejó de emitir. Conocemos las últimas palabras del oráculo, la asunción de Apolo de su propio final, antes de su silencio definitivo. Son importantes. Se emitieron en el 439 d.C, cuando Juliano el Apóstata, último César politeísta, decidió el imposible de convertir a Delfos, el centro ya de nada, en la cima de lo que fue. Para ello, hizo llegar una pregunta a la Pitia. Se ignora esa pregunta, sin duda irrelevante, no así su respuesta. Esta: “Dile al emperador que nuestro salón esculpido se está cayendo en ruinas. Apolo ya no tiene techo sobre su cabeza, ni ventana desde la que profetizar. La fuente ya no habla, el arroyo, que tuvo tanto que decir, se ha secado”.
Por todo ello sabemos lo que es el fin de una época. Acaba hasta con los dioses, de pronto tan inservibles como nosotros. No tiene precedentes, no se recuerda nada así. Es decir, no desde el abuelo. Lo que es poco, por lo que puede pasar continuamente. No hay ventanas para contemplar ese paisaje. Y el arroyo, las palabras, se secan, pues no pueden reflejar algo anterior a las palabras, algo que sucede en las ventanas. Ver, comprender. Los bárbaros, nuevos metales, nuevos carros de guerra, gritan a un nuevo dios que exigen sacrificios nuevos. Lo arrasarán todo. De su barbarie, cuando todo esto acabe, naceremos nosotros, las ventanas, los arroyos. Se volverá a edificar sobre nosotros, en el mismo punto. Somos más que ellos. O, en todo caso, somos, hemos sido, más tiempo. Y, como el agua, imparables en nuestra debilidad. No pierdas jamás, jamás, el ánimo.
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El culto a Apolo empezó en Delfos en el siglo VIII a.C., y se prolongó hasta el V d.C. Anteriormente, en el mismo sitio, se había rendido culto a Gea. Ese cambio, la mismísima aparición de Apolo, es una incorporación indoeuropea, los pueblos que se expandieron entre Europa y la India, y que...
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Guillem Martínez
Es autor de 'CT o la cultura de la Transición. Crítica a 35 años de cultura española' (Debolsillo), de '57 días en Piolín' de la colección Contextos (CTXT/Lengua de Trapo), de 'Caja de brujas', de la misma colección y de 'Los Domingos', una selección de sus artículos dominicales (Anagrama). Su último libro es 'Como los griegos' (Escritos contextatarios).
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