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Cuando uno ve algo en verdad fabuloso por primera vez, no sabe qué está viendo. Sucede con las personas, pero también con las máquinas. Son, pueden ser, algo diferente, mayor, menor, incluso opuesto, a lo que se intuyó en el primer encuentro. Eso es lo que ocurrió con el cine, esa máquina que proyecta personas. En una de las primeras reseñas tras la primera proyección de los Lumière, el redactor detalla que se trata de un invento asombroso, capaz de devolver a la vida a los seres queridos y desaparecidos. Hoy sabemos que eso no es, ni será jamás, así. El cine, algo tan sorprendente que debió de volver perplejos a sus primeros observadores, es –¿fue?– una suerte de descubrimientos, no calculados y emitidos con desorden imparable hasta los años veinte del siglo XX. Como el fuego, se inventó a la vez en todo el planeta. Lo que indica, que, como el fuego, obedecía a una inteligencia y a una necesidad furiosa, en Francia, Italia, EE.UU., la URSS... Francia, en todo caso, fue el primer momento, y el que conceptualizó más aspectos que hoy nos parecen obvios. Los Hermanos Lumière descubrieron, por ejemplo, que su invento, contrariamente a lo que creyeron mientras lo diseñaban, estaba capacitado para captar más y mejor la ficción que la realidad. Los hermanos Pathé, a su vez, descubrieron que el cine eran dos cosas. Un soporte, pero también un local, un sitio, que se llama cine, al que se va –¿se iba?– a ver, precisamente, cine. Establecieron así una red de locales –primero en Francia, luego en toda Europa, incluso en los EE.UU.–, en los que se proyectaban las películas que ellos mismos producían. Establecieron que el cine era un local, al que se iba periódicamente a ver películas. La idea era buena. Hoy nos parecería algo evidente. Pero no lo fue en su momento. De hecho fracasó absolutamente en un principio. Si bien existía la voluntad de ir al cine a ver cine, no existía la de volver y volver a verlo. Todo cambió con un descubrimiento, que nos acompaña desde entonces. Como todo en el cine, ese descubrimiento no fue una apuesta, sino un azar, un mensaje en una botella. Es la invención de algo anterior. De un universal humano y milenario.
Consistió en la invención de la estrella. Esto es, el protagonista recurrente. No se le llamaba estrella, porque no lo era. Era, simplemente, una persona que aparecía en las películas, que poseía algo anterior y posterior a las películas, que hacía que nos interesásemos por ella. Hasta el punto de volver al cine, para saber más de ella. Descubrieron, en fin, que el sitio al que volver no era una sala, sino algo más importante y anterior e impagable: una persona. Quizás por eso el cine sigue vivo ahora que no hay cines a los que volver. Sigue vivo porque volvemos. Porque volver es algo innato e inevitable. Volvemos para ver a una persona en el cine, pero también, cada día, para verla en una casa, en la calle, en el trabajo. Violamos los toque de queda para volver. Porque las personas son un sitio, son el sitio, y porque volver es un fósil antiguo, que nos empuja a reiterar el encuentro y ver a una persona fabulosa de la cual, cuando la vimos por primera vez, no sabíamos qué estábamos viendo.
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Cuando uno ve algo en verdad fabuloso por primera vez, no sabe qué está viendo. Sucede con las personas, pero también con las máquinas. Son, pueden ser, algo diferente, mayor, menor, incluso opuesto, a lo que se intuyó en el primer encuentro. Eso es lo que ocurrió con el cine, esa máquina que proyecta personas....
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Guillem Martínez
Es autor de 'CT o la cultura de la Transición. Crítica a 35 años de cultura española' (Debolsillo), de '57 días en Piolín' de la colección Contextos (CTXT/Lengua de Trapo), de 'Caja de brujas', de la misma colección y de 'Los Domingos', una selección de sus artículos dominicales (Anagrama). Su último libro es 'Como los griegos' (Escritos contextatarios).
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