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Pocas canciones son tan extrañas como Plaisir d’amour. Nacida como aria, en 1784, esto es, cinco años antes de la Revolución, es parte del repertorio operístico, si bien no ha cesado de gotear sobre la música popular. Incluso, sobre el pop. Su influencia sobre la música y las mentalidades ha sido lenta pero incontestable, como la voluntad, férrea, discreta y sencilla, de una hiedra. Puedes reconocer su tramo, su sendero creado, en otras piezas. Le temps des cerises, una canción muy popular, una suerte de canción del verano en el París de 1871 –llegó a ser la voz, el coro, el himno revolucionario de la Commune–, es una canción de amor sobrecogedora, que coge el tema de Plaisir d’amour, y lo lleva a su época –una época de vida o muerte–, con imágenes serenamente bellas y turbadoras y tristes. Le paga el tributo a su referente con citas. Y con una perplejidad similar, formulada casi 100 años antes, cuando se crea Plaisir d’amour.
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Los autores de la canción son el músico Jean Paul Égide Martini y el escritor Jean Pierre Claris de Florian. Martini era músico de la corte, lo que invita a suponer que la canción fue escuchada o, incluso, cantada, por la propia Marie Antoinette. La canción, de hecho, quiere ser rústica y campesina, muy del gusto de la corte de la reina, al punto que su título original fue La romance du chevrier, una canción de pastores estilizados. Martini, por cierto, se vincularía en breve a la Revolución. Fue el compositor de la música celebrativa de la boda de Napoleón con Josephine. Claris de Florian era, a su vez, sobrino de Voltaire, lo que hizo su paso a la Revolución más sencillo. Y doloroso: estuvo a punto de morir durante el Terror. De niño vivió un tiempo en el país de su madre, española. Dominaba el castellano, y fue traductor de Cervantes. Escribió el texto de la canción, que apareció en una novela suya, La nouvelle Célestine, que transcurría en la exótica y orientalista España. Autores de vastas obras, hoy nadie recuerda ni a Martini ni a Claris de Florian por otra cosa que no sea esta canción. La canción es, así, una explosión, un legado.
Les explico la canción, en el caso de que una canción, o una boca, sean explicables. Arranca sellando que el “plaisir d’amour sólo dura un momento”, mientras que “le chagrin”, su congoja, su pena, “dura toda la vida”. El gran cuerpo, el fuego, de esta canción de no más de dos minutos, sucede a continuación: “Mientras este agua corra dulcemente hacia ese arroyo de la pradera, yo te amaré, me repetía Sylvie. El agua aún corre. Ella ha cambiado, sin embargo”. La canción finaliza con los versos iniciales. No explica nada más, ni tiene la voluntad de extraer ninguna extensión o moralismo. Simplemente constata las reglas del juego, las asume. Con extraordinaria delicadeza tal vez, incluso, explica El Juego. Las promesas, siendo ciertas, no son válidas ni garantizan nada en El Gran Juego. En ello no hay culpa, ni culpables. Sólo chagrin, un riesgo plausible y conocido de antemano. La canción no se recrea en el encuentro, o en la separación traumática, eterna, tormentosa, tan española e italiana, sino que establece una lógica muy francesa, presente, con orgullo o humor, en Piaf o Brel. La conformidad con el destino. Su conocimiento. Algo muy del siglo XVIII y de su concepción del amor galante. En el Siglo de las Luces se razonó que hay zonas oscuras. Sobre las que no es necesario aplicar luz, porque no existe tanta luz. El juicio también es su suspensión, el aplazamiento indefinido de juzgar. El dolor no sólo existe, sino que es muy probable. Es una suerte de arroyo en la pradera. Un paisaje. Hay que mirarlo, por tanto, como se mira un arroyo.
Era la segunda noche que pasábamos juntos, y apenas nos conocíamos. Recuerdo que el taxi la dejó en una esquina, y que, por la ventanilla, la vi avanzar por la ciudad, y que, por primera vez, vi su singularidad absoluta y su belleza. Era indudable que nadie la había visto tanto como yo lo hacía en ese momento. Su cuerpo era incalculable, sus piernas brillaban. Se giró y sus ojos y su sonrisa, como la mía, me hablaban del compromiso absoluto que había surgido entre nosotros, en forma de perplejidad. El compromiso, sencillo como un anillo o una hoja, consistía en que si no nos volvíamos a ver, todo sería imprevisible e injusto. Yo, hasta entonces, lo había sido todo. Había sido ya Sylvie, el arroyo, el agua, otras veces el prado. Ahora era todo ello a la vez. Y, si bien no podía calcularlo, sabía que aquel estallido de felicidad finalizaría en un dolor inaudito para ambos. Estábamos, de pronto, abandonados en la pradera y con el único mapa posible, y sabiendo que todo el cristal del mundo nace para romperse.
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Pocas canciones son tan extrañas como Plaisir d’amour. Nacida como aria, en 1784, esto es, cinco años antes de la Revolución, es parte del repertorio operístico, si bien no ha cesado de gotear sobre la música popular. Incluso, sobre el pop. Su influencia sobre la música y las mentalidades ha sido lenta...
Autor >
Guillem Martínez
Es autor de 'CT o la cultura de la Transición. Crítica a 35 años de cultura española' (Debolsillo), de '57 días en Piolín' de la colección Contextos (CTXT/Lengua de Trapo), de 'Caja de brujas', de la misma colección y de 'Los Domingos', una selección de sus artículos dominicales (Anagrama). Su último libro es 'Como los griegos' (Escritos contextatarios).
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