Cuestión de clase
Oposición Triunfo: sobre igualdad, mérito y capacidad
A quien más tiene, más le será dado. Solo así se comprende que los opositores de A1 –el nivel más alto de la Administración– concurran con nombres y apellidos en las listas y no con un código o un DNI que garantice la objetividad del proceso
Irene Zugasti 10/12/2020
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Algo se mueve en la Administración Pública: al fin y al cabo, tras décadas de recetas de adelgazamiento del Estado del Bienestar, es en él donde se han posado todas las miradas, las responsabilidades, y también las culpas, durante la pandemia: ERTE, ingreso mínimo vital, sanidad, educación, seguridad… hasta Macron cambiaba el discurso para alabar el valor de los bienes públicos “cuando el destino ataca”. Desde la reforma express para la gestión de los fondos europeos a los debates para repensar la selección del empleo público, parece que toca ponerle el cascabel al gato de la transformación administrativa. ¿O quizás, simplemente, se trata de “que todo cambie, para que no cambie nada”?
“El acceso a la función pública ha de regirse por los principios constitucionales de igualdad, mérito y capacidad”. Así lo establece el Estatuto Básico del Empleado Público y sobre esos principios se han legitimado durante décadas los procesos selectivos para trabajar en la administración.
Dentro de todos ellos, en la complejidad de un sistema kafkiano para los no iniciados –pues ahí reside gran parte de su poder–, las pruebas del grupo A son las más exigentes de todas las preparaciones para funcionarios del Estado. Son las que comportan mejores salarios y puestos, pero, sobre todo, un “poder burocrático” de enorme valor. Eso lo sabían bien quienes establecieron las reglas del juego hace ya muchos años, y lo han aprendido quienes vinieron a hacer nueva política y erraron en no valorar el rol burócrata y el laberinto del procedimiento administrativo.
Igualdad, mérito, capacidad. Así, de carrerilla, lo recitamos en cada convocatoria miles de personas que aspiramos a una de esas plazas, personas como yo.
Sin embargo, la igualdad es un concepto relativo. ¿Quién tiene el privilegio de poder mantenerse sin ingresos durante al menos dos largos años, pagándose apuntes, preparadores, academias? Todo ello sin certidumbre alguna, sabiendo que es probable que, como Sísifo, otro año más, vuelva a arrollarte cuesta abajo el peñasco que arrastrabas pasito a pasito a la cima y te encuentres ante tu propio fracaso, con tus subrayadores de colores, tu cronómetro y tu pijama.
Muchos países becan el preparase un proceso selectivo, a sabiendas de que, de otro modo, sólo accederán a la dirección pública las élites
El mérito también es tramposo. El acento de los veranos en Boston es bastante distinguible del de la Escuela de Idiomas de tu barrio; la información sobre procesos, tribunales, convocatorias o plazos tampoco fluye igual si tus redes son de una universidad de provincias y no de las facultades de prestigio de Madrid. Y, en esa narrativa tramposa de mérito y esfuerzo, no es justo igualar el de quienes pueden dedicar sus días al estudio con el de quienes enhebran horas y domingos libres con un empleo, con un plan B, precario a menudo. De hecho, hay academias que rechazan candidatos que se encuentren trabajando en activo, pues ello solo puede significar dos cosas: falta de compromiso, o falta de capital.
Y luego está, ¡ay!, la capacidad, que no es sino el reflejo de lo que las administraciones públicas buscan captar a través de las oposiciones. Y España es la campeona europea de la oposición memorística (que no lo digo yo, lo dice PWC). Nuestras oposiciones premian la capacidad de memorizar y retener información –básicamente legal– que ya está accesible en cientos de manuales y a un golpe de Google, temarios con cientos de materias, muchas de las cuales se desactualizarán en pocos años, que el opositor debe cantar, recitar, ante un tribunal, en una puesta en escena que se parece más a un casting de Operación Triunfo que a una entrevista de trabajo. Apenas unos minutos en las tablas, temblando, barajando todas las variables que podrían no estar esa tarde a tu favor. Tu carrera musical, en un solo día, en una sola canción. Y te marchas de allí sin saber si Melendi le dará al pulsador.
Entonces cabe preguntarse... ¿si se premia el aprendizaje acrítico de unos conocimientos poco prácticos, si se recompensa esa épica casposa del sacrificio, de la abnegación, de la ambición convertida en horas de apuntes y soledad, pensemos pues, qué es lo que se castiga?
Bélgica y Reino Unido hace tiempo ya que seleccionan a sus funcionarios públicos basándose en habilidades. Francia o la UE tienen sistemas mixtos donde se evalúan aptitudes o se valora la experiencia laboral. Muchos países becan el preparase un proceso selectivo, a sabiendas de que, de otro modo, sólo accederán a la dirección pública las élites reproduciéndose a sí mismas.
Por supuesto, muchos opositores estarán de acuerdo con el actual sistema y en contra de estas líneas; ya saben, el efecto Mateo: a quien más tiene, más le será dado. Sólo así se comprende que los opositores de A1 concurran con nombres y apellidos en las listas y no con un código o un DNI que garantice la objetividad del proceso, como ocurre en las pruebas, por ejemplo, de Magisterio.
No obstante, las propias dinámicas sociales hacen inevitable que crezca poco a poco ese coto de casos de éxito de personas que aprobaron a base de esfuerzo y de privaciones, personas sin largos apellidos que consiguieron que la oposición no se les llevara la vida por delante. Sin embargo, nadie habla de quienes se quedan por el camino, del fracaso de no sobreponerse, del horror vacui del currículum en blanco el día después del suspenso, cuando no hay agenda de Mr. Wonderful ni frase manida que consuele. Y, sobre todo, nadie habla de los que vendrán, esos “talentos” que los popes del empleo público dicen querer captar y a quienes no les deseo tener que pasar esta travesía. Seguro que hay formas más eficientes de mostrar el talento, la valía profesional y el compromiso con el servicio público a lo largo de la carrera y, probablemente, estén al otro lado del aprobado.
La pandemia ha destapado y acelerado los límites de las administraciones. El sector público necesita innovar, digitalizarse, flexibilizarse, ser proactivo, abierto, participado, transparente, social, eficaz. Hay muchas mesas redondas donde se dice eso de que nuestra administración no está preparada para afrontar retos del siglo XXI con una organización del XIX, como si la responsabilidad residiera ahí, en la estructura, como si fuera un destino inexorable y no una cuestión política que ningún gobierno quiere abordar.
Llevo años hipotecando mi vida: mi tiempo libre, mis relaciones sociales, aplazando ilusiones, viajes, rechazando planes, apartando de mí cualquier cosa que suene a futuro. Todo en nombre de un mérito que no es tal, de una igualdad que me desiguala y de una épica del sacrificio absurda y conservadora. Y quizá solo soy una rara avis, como mi amigo que sueña con su plaza en la judicatura mientras repone cajas en un Aldi, como mi compañera de convocatoria que estudia a las cinco de la madrugada para poder cuidar después a sus hijos o como un compañero de trabajo que sería un gran diplomático si no tuviera que pagarse el alquiler cada mes.
Es probable que, otro año más, cientos de aspirantes a fiscales, juezas, administradores civiles, diplomáticos, interventoras, técnicos comerciales o inspectoras logren su sueño y se sumen a la narrativa del éxito y el esfuerzo, el mérito y la capacidad. Otras, puede que caigan en el proceso y, como Sísifo, se levanten y vuelvan a empujar la piedra con resignación. Otros tantos se alejarán de la montaña intentando retomar sus vidas, cansados de intentarlo. Y otros ni siquiera lo intentarán, porque la administración les parece un mundo gris, viejo, complicado. Sin embargo, no lo es: es la casa de todos, el garante de nuestros derechos y del interés general, el rompeolas de todas las crisis, la pensión de mi padre y la escuela de mis hijos, y todo ciudadano debe tener derecho a participar de ella. Decía Aute que “quien pone reglas al juego se engaña si dice que es jugador”. Y ya llevamos demasiado tiempo en el banquillo.
Disculpen la pataleta, escrita entre tema y tema, con la culpa de perder el tiempo mientras lo hacía, porque es domingo, pero tengo que estudiar.
Algo se mueve en la Administración Pública: al fin y al cabo, tras décadas de recetas de adelgazamiento del Estado del Bienestar, es en él donde se han posado todas las miradas, las responsabilidades, y también las culpas, durante la pandemia: ERTE, ingreso mínimo vital, sanidad, educación, seguridad… hasta...
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Irene Zugasti
Iba para corresponsal de guerra pero acabé en las políticas de género, que también son una buena trinchera. Politóloga, periodista y conspiradora, en general
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