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La lectora común (XI)

La soberana espontaneidad

El nombre de las cosas puede aprenderse leyendo, escuchando o viendo el mundo, pero es en el entorno donde se aprende a nombrar

Carmen G. de la Cueva 19/01/2021

<p>Caperucita Roja. Óleo de Carl Larsson pintado en 1881.</p>

Caperucita Roja. Óleo de Carl Larsson pintado en 1881.

D.P.

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El primer libro que he leído este año ha sido Canto yo y la montaña baila (Anagrama, 2019, traducción de Concha Cardeñoso) de Irene Solà. Me resistí todo el 2020 y el 2019 a leerlo y justo cuando ya pensaba que nunca lo leería, lo cogí al azar del estante de una librería y me lo llevé a casa por impulso. Lo empecé a leer en la calle. Qué impacto me produjo la prosa lírica de Solà. Aquella mañana llovía y me detuve a tomarme un café en un bar del barrio que hay camino al despacho. Realmente era como si me hablara la lluvia, como si el leve musgo que crece en los bordes de mi calle tuviera voz, como si el rayo que partió el cielo en dos, me hablara a mí. La leía y me acordaba de mi tía Carmen contándome sus paseos por las veredas del pueblo cuando acabó la guerra. La leía y me acordaba de Mercé Rodoreda. No podía evitar pensar en Rodoreda y en La muerte y la primavera. Solà me recuerda a Rodoreda porque las palabras le salen en cascada, una detrás de otra como una transparente y briosa corriente de agua, un chorro de imágenes que no deja de brotar. Tres días he tenido a Sió, Mia, Hilari, Jaume y Eva conmigo. A todas partes iban conmigo. Y si, de repente, mi hijo corría por los caminos que bordean el río detrás de alguna naranja que había echado a rodar después de caer de un árbol, yo pensaba en que esa naranja tenía vida y que había caído justo en ese momento en que mi hijo y yo estábamos allí para abrazarse a nuestras manos, agarrarse y sentir el calor de nuestros cuerpos en un enero tan frío como este. Yo escuchaba hablar a la naranja, tenía una vocecilla como frágil, estaba sola, la habían dejado colgando del árbol por olvido, por descuido, después de que unos hombres arrancaran a sus hermanas. La gente del pueblo siempre me dice que esas naranjas no sirven para mucho, que no te las puedes comer y si no te las puedes comer pues no sirven, que se las llevan a Inglaterra para hacerle mermelada de naranja amarga a la reina, pero yo no sé cuánto hay de mito y de verdad en esa cantinela que cada invierno le escucho decir a los viejos. Esa naranja que se cayó justo cuando mi hijo y yo pasábamos por aquel sendero del río nos estaba esperando para llenarnos la boca con su amargo jugo. Era ese su sino. Aquellos árboles y aquel río estaban allí. Antes que nadie. Mucho antes que nosotros. Llegaron allí los primeros y esta tierra, este frío, este cielo, y todo cuanto hay dentro de ellos, peces, hojas, pájaros, era suyo. 

Estaba tan entusiasmada con la lectura, que mi hijo se contagiaba de la emoción y me traía el libro para que se lo leyera. Le llamaba la atención su portada que tiene una ilustración con algunos animales prehistóricos que le recuerdan al elefante Elmer. Entonces, agarraba el libro y decía “Elmeee, Elmeee”, aspirando la “r” final y yo le leía el capítulo del oso con vehemencia y gesticulando mucho: «Hombres repugnantes que matan lo que no se comen. Hombres que lo quieren todo, que se adueñan de todo. Vinisteis con vuestras ovejas cobardes, y vuestras vacas cobardes, y vuestros caballos cobardes. Gruño. [Grrrrrrrrrrrrrrrr]… Corréis de un lado a otro, puñado de gallinas. Salto y grito y tiro a un hombre al suelo como si fuera una oveja. Patalea bajo el peso de mi cuerpo inmenso, maloliente, sucio y salvaje». Y mi hijo repite: “¡Sucio! ¡Sucio!”. Y es la primera vez que dice esa palabra que, en los días siguientes, empleará sin cesar para decirme, entre otras cosas, que “el pan está sucio” porque el arroz caldoso que se está comiendo ha traspasado las fronteras de su plato y yace alegremente por toda la trona. Mi hijo está aprendiendo a hablar, bueno, habla desde antes de cumplir un año, pero ahora dice todas las sílabas, absorbe las palabras y las usa alegremente en cuanto puede. Así que ahora le digo, cuando menos se lo espera: “¡Salvaje y sucio! Grrrrrrrrrrr…” y él me espeta: “¡Sucio! ¡Sucio!”. Que quizá hay palabras más hermosas en el libro de Solà pero qué bien suenan las palabras, sean las que sean, cuando salen de su pequeña boquita de bebé.  

Decía que Solà me recuerda a Rodoreda y en cuanto acabé el libro, me fui a por La muerte y la primavera (Club Editor, 2017, traducción de Eduardo Jordá) para releerlo y ver si mi primera intuición se confirmaba. Ahí estaba la voz de Mercé hablándole a Irene: «Había empezado la primavera que volvía a nacer después de haber vivido debajo de la tierra y dentro de las ramas». Ambos libros son una alegoría y hablan entre ellos. Y los osos encuentran su respuesta en la boca de los hombres: «Los caballos solo eran para comer. Nos los comíamos asados al fuego de leña, sobre todo en las fiestas de los entierros. Y por la manera en que mataban a los caballos los hombres del matadero mandados por el hombre de la sangre, que solo servían para matar caballos porque se habían hecho viejos y no servían para nada más, ya no quedaba ni una gota de sangre dentro y la carne sabía muy fuerte a nada y a astillas». 

La muerte y la primavera se publicó por primera vez en 1986, tres años después de la muerte de Mercè Rodoreda, es una novela abandonada, incompleta, imperfecta. Canto yo y la montaña baila es una novela de 2019, terminada, sí, pero imperfecta también. En ambas historias hay hombres que mueren, hombres que hablan después de muertos, hay una guerra y un bosque, montañas, ríos y un lenguaje de barro y violencia. En el posfacio que acompaña a la novela de Rodoreda, Eduardo Jordá recoge fragmentos de una carta que la escritora envió a su editor Joan Sales: «La muerte es una novela en la que he trabajado un año y medio y que será muy buena pero de momento está atascada por una multitud de razones. Entre otras porque no acaba de estar lo suficientemente viva ni ser lo suficientemente espontánea, porque le falta la “soberana espontaneidad”». Qué equivocada puede llegar a estar una autora sobre su propia obra, quizá es demasiado osado por mi parte pensar que Rodoreda se equivocaba, pero si hay algo que te asalta y te envuelve en esta novela y en tantas otras de la catalana, es su espontaneidad. Una voz que te habla a ti como si la conocieras desde siempre y te estuviera contando la historia de su vida con todo el misterio y la belleza posibles. Como en La calle de las camelias o como en La plaza del diamante. Pienso en la Colometa y se me eriza la piel. 

La espontaneidad de la que habla Rodoreda –muy presente en la obra de Solà– se me parece a la que surge cuando juego con mi hijo, cuando le leo y me invento los cuentos porque me es más natural improvisar una versión de Caperucita Roja hecha con todas las versiones posibles de la historia –unas veces, el lobo se come a la abuela y a la niña, otras solo las esconde en el armario o bajo la cama, otras veces el cazador llega antes del primer mordisco– que leer frase a frase, página a página porque un niño de dos años no tiene siempre la misma paciencia. El nombre de las cosas puede aprenderse leyendo, escuchando o viendo el mundo, pero es en el entorno donde se aprende a nombrar. Después de leerle a mi hijo la historia del oso, voy a probar a leerle cualquier cosa que ande leyendo yo, voy a saltar sin dudarlo del perro apestoso a Natalia Ginzburg, de Elmer a los versos de Sharon Olds, de Peppa Pig a Elena Fortún. Todas las historias tienen siempre varias versiones, La muerte y la primavera las tuvo también y en los márgenes del manuscrito Rodoreda escribió palabras que hoy podré leerle a mi hijo en voz alta y que él escuchará y el día menos pensado pronunciará con su soberana espontaneidad: «Los brazos   el hacha   el tronco que se va abriendo».

El primer libro que he leído este año ha sido Canto yo y la montaña baila (Anagrama, 2019, traducción de Concha Cardeñoso) de Irene Solà. Me resistí todo el 2020 y el 2019 a leerlo y justo cuando ya pensaba que nunca lo leería, lo cogí al azar del estante de una librería y me lo llevé a casa por impulso....

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Carmen G. de la Cueva

Periodista, escritora y editora. Ha publicado varios libros y fue directora de la editorial feminista La señora Dalloway.

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