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Réplica

En defensa de un sistema de oposiciones del siglo XVIII

Sobre los principios de igualdad, mérito y capacidad en el acceso a la función pública

Erundino Valbuena 29/12/2020

<p>Oposiciones para funcionariado del Estado.</p>

Oposiciones para funcionariado del Estado.

RTVE

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Las falacias ad novitatem las carga el mismísimo diablo. Que el Poder Legislativo esté secuestrado por los poderes económicos, que el Poder Judicial esté politizado y que el Ejecutivo sea a veces ineficaz no hace de la división de poderes un concepto a superar. Lo mismo sucede con el sistema de acceso a los cuerpos de funcionarios de élite.

Uno no puede no empatizar con Valeria Mistral al imaginarla cantando temas contra una pared, cronómetro en mano, bien pertrechada de subrayadores y con el pijama puesto. Los que nos hemos convertido en “propietarios” de una función pública tras aprobar una oposición de las denominadas “de élite”, sabemos de lo que habla. Un coste personal desmesurado, enormes dosis de incertidumbre, una presión indescriptible y la sensación de estar paseando sobre el alambre sabiendo que, en caso de fracaso, no hay red. No obstante, su artículo contiene lábiles propuestas de mejora que conviene poner en barbecho, no vaya a ser que el remedio sea peor que la enfermedad.

En relación al principio de igualdad, la crítica al sistema parece más que acertada. La antigua y nada anticuada Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789 recoge en uno de sus artículos que “puesto que todos los Ciudadanos son iguales ante la Ley, todos ellos pueden presentarse y ser elegidos para cualquier dignidad, cargo o empleo públicos, según sus capacidades y sin otra distinción que la de sus virtudes y aptitudes”. La igualdad ante la ley y las capacidades, virtudes y aptitudes de cualquier persona se encuentran limitadas por su condición socioeconómica, obvio. La igualdad absoluta sólo existirá cuando la igualdad económica sea también absoluta. Hasta entonces, el dinero “hará del ciego galán y prudente al sin consejo”. Esto, que tan bien vio hace ya algunos años Francisco de Quevedo, sigue sucediendo hoy, pero no sólo en las oposiciones a funcionario de élite, sino en cualquier esfera vital. 

Para ser pianista hay que tener un piano y para tener un piano hace falta tener dónde colocarlo. Esto exige, bien ser propietario de una casa grande, bien alquilar un piso espacioso y sin amueblar. Además, si uno no nace en la familia adecuada, para ser pianista también hace falta contratar a un profesor de piano. No acaba ahí la cosa, sino que si uno quiere dedicarse al piano profesionalmente, precisará de varios años de estudio sin ingreso alguno, entregado a esa “épica casposa del sacrificio” que menciona la autora, memorizando partituras a base de repetirlas una y otra vez delante de un metrónomo. Después de todo ese proceso “kafkiano”, el pianista habrá de venderse a un buen amo en el mercado de trabajo, que con suerte, sabrá valorar sus “habilidades” y le contratará. No está claro que finalmente sea esto lo que suceda. El “sistema selectivo” del mercado laboral es estructuralmente injusto.

Una sociedad sin pianistas sería una sociedad más gris, pero podría seguir siendo sociedad. Junto con otros trabajadores esenciales, a los que probablemente también deberíamos “funcionarizar”, la pandemia ha demostrado que sin servidores públicos, la sociedad no puede estar en “Estado de Derecho”, y por tanto, no puede existir como tal. Ciertas funciones, demasiado vitales desde el punto de vista civil, deben desprivatizarse. De esa necesidad procede el exorbitante privilegio de los funcionarios, que, inamovibles, no están sometidos a los dictados de un mercado de trabajo cada vez más “flexible”, “digitalizado”, “abierto”, “innovador”, “proactivo” y “participado”. Traducido: un mercado laboral cada vez más arbitrario, tiránico y opaco a la hora de valorar “aptitudes”, “competencias” y “experiencias”. 

Cuanto mejores sean los servidores y más se parezcan a los servidos, menos servidumbre habrá

Frente a lo que les sucede a los pianistas, expuestos a los caprichos del mercado de trabajo, los opositores sólo están encadenados a sus condiciones socioeconómicas, que no es poco. Para evitarlo, la idea de articular un sistema de becas de acceso a la función pública es excelente. Es más, habríamos de ser mucho más ambiciosos, dado el crucial papel que desempeñan los funcionarios.  Deberían desprivatizarse íntegramente, de principio a fin, los procesos selectivos, de modo que los gastos a ellos asociados fuesen íntegramente sufragados con dinero público. Además de las becas, habrían de incluirse ayudas para libros y deberían publicarse los temarios. En caso de que los procesos sigan celebrándose de forma centralizada en Madrid, sería justo conceder ayudas para el transporte y alojamiento. La igualdad material quedaría plenamente garantizada si, además de lo anterior, lográsemos que la sociedad accediese a pagar aún más impuestos para avanzar hacia un modelo totalmente público de preparación, lo que reduciría el montante destinado a financiar las figuras que hacen las veces de profesores de piano: las academias privadas de preparación de opositores.

Sólo cuando todas estas medidas sean reales y efectivas, ningún pobre inteligente se vería obligado a dejar su sitio a algún rico incapaz, que, con suerte, quizás haya podido engatusar al tribunal. Y sólo entonces los funcionarios serían los mejores, y no sólo los más capaces de entre los más acomodados. Y más importante aún: sólo cuando el proceso de acceso sea íntegramente público, el habitus de los muy corporativos y bastante conservadores cuerpos de élite se parecerá al habitus del ciudadano al que teóricamente sirven. Cuanto mejores sean los servidores y más se parezcan a los servidos, menos servidumbre habrá. Eso es bueno.

Por desgracia, el número de plazas para ser servidor público es finito, y siempre menor que el número de candidatos. He ahí un problema irresoluble. El nudo gordiano de todo proceso selectivo reside pues en cómo determinar los criterios en base a los cuales se procede a seleccionar y descartar a los candidatos. Aquí el artículo de Valeria debe ser cuestionado. El sistema puede ser imperfecto, pero como idea, es insuperable. Al igual que sucede con la idea de división de poderes, los déficits de funcionamiento dimanan de la propia naturaleza humana, no de la idea en sí. Sólo un tribunal de selección formado por arcángeles, sin las debilidades propias del hombre, podría mejorar objetivamente el proceso. 

El concepto de mérito en el acceso a la función pública española no guarda relación con la idea de “meritocracia” o con el principio de igualdad, por lo que mejor centrar estas líneas en el difuso análisis que hace la autora del principio de capacidad.

La autora viene a reproducir el conocido mantra de que hoy en día todo está en Google” junto al de que “no se puede tener una función pública del siglo XXI con oposiciones del siglo XIX”. Si la autora reflexiona sobre ello, se dará cuenta de que ni siquiera le sería posible hablar si no hubiese memorizado previamente, consciente o inconscientemente, las palabras con las que nombra la realidad. La memoria no es lo único a lo que todo buen funcionario necesita recurrir a diario, pero es un instrumento de trabajo imprescindible. Es la punta de lanza de la capacidad de razonamiento y de crítica. Sin memoria no es posible el conocimiento, por lo que hoy, ayer y siempre, será necesaria para trabajar como funcionario y como pianista. No obstante, cabe aclarar que, a excepción de las criticables pruebas de acceso a la carrera judicial, en todos los exámenes de acceso a los cuerpos de élite del Estado las pruebas son variadas, no sólo memorísticas, y una de ellas ha de ser un caso práctico. No basta sólo con saber, sino que se debe demostrar que se sabe aplicar lo memorizado. Todo muy lógico.

En cuanto al tribunal, en nada se parece al de Operación Triunfo. Para evitarlo, los tribunales son órganos colegiados compuestos por unos cinco funcionarios del mismo nivel, que deciden por mayoría, sin “Melendis”. Por su parte, la inamovilidad de los funcionarios garantiza autonomía e independencia a sus decisiones, también cuando seleccionan a sus futuros compañeros. Son soberanos e inmunes a la presión, como prueba el hecho de que, en ocasiones, queden plazas vacantes, a pesar de que sobran opositores. De ningún modo los tribunales pueden estar compuestos por una mayoría de funcionarios pertenecientes al cuerpo para el que están seleccionando a los candidatos, por si les pudiera sonar algún apellido o DNI. Y afortunadamente, no se valoran habilidades o competencias, sino conocimientos. Los criterios en los que se basa tal evaluación son objetivos, públicos, y el tribunal no puede separarse de ellos. Los exámenes son tan transparentes que cualquier ciudadano puede asistir presencialmente a las sesiones. Todo funciona razonablemente bien. No es necesario innovar, ni mucho menos “flexibilizar”, “ser proactivo”, “participado”, “social”, o “eficaz”, signifiquen esos significantes lo que signifiquen.

“Desde que el Sol está en el firmamento y los planetas giran en torno a él, no se había visto que el hombre se apoyase sobre el pensamiento y edificase la realidad conforme a la razón”. Así se refería Hegel a lo que supuso la Revolución Francesa, origen de la división de poderes, los funcionarios y los principios de igualdad, mérito y capacidad en el acceso a la función pública. 

Transformemos la igualdad ante la Ley en una igualdad material. Con eso basta. 

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Erundino Valbuena es un pseudónimo del autor, que es funcionario de uno de los denominados “cuerpos de élite” de la Administración General del Estado. 

Las falacias ad novitatem las carga el mismísimo diablo. Que el Poder Legislativo esté secuestrado por los poderes económicos, que el Poder Judicial esté politizado y que el Ejecutivo sea a veces ineficaz no hace de la división de poderes un concepto a superar. Lo mismo sucede con el sistema de acceso a...

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Erundino Valbuena

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