Necroliberalismo
Seguiremos rezando
En EE.UU. la covid-19 mata cada día a más de 3.000 personas, un número superior al de los fallecidos en las Torres Gemelas. Los contagios superan los 20 millones. Los obstáculos sanitarios, racistas e ideológicos lastran la campaña de vacunación
Azahara Palomeque 2/01/2021
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La vida en Estados Unidos no vale nada. Donde el individualismo es la única máxima y no existe una conciencia de lo público, más allá de sus connotaciones negativas, uno acaba abandonado a su suerte bajo la falacia de una libertad que oculta la falta total de opciones. La vida, como concepto fallido de lo común, es desechable. Inservible y minúscula fuera de la rueda de hámster laboral. Por ello, no es casual que los niveles de religiosidad del país sean los más altos del llamado “mundo desarrollado”, comparables a los de Bangladesh o Bolivia: simplemente, no hay nada más a lo que aferrarse. Uno sobrevive por sí mismo mientras alza la vista y reza para que dios haga su magia. La única manera de salvarse parece ser esta. De ahí que la deidad se cuele en cada discurso político –God bless America– y nadie se atreva a negarla. En sus manos –o, para los ateos silenciosos, en ningunas–, estamos.
La vacuna no llega
Ya he hablado alguna vez de la total desasistencia a la que se enfrentan los ciudadanos de un país cuyo raquítico Estado del bienestar es el hazmerreír de otras naciones con muchos menos recursos. La campaña de vacunación está siendo un ejemplo más de cuán desamparados estamos frente a un sistema de salud fragmentario y deficiente que, para más inri, es el más caro del mundo. Trump había prometido que 20 millones de dosis llegarían a aquellos con prioridad en la lista –personal sanitario y mayores en residencias– para finales de año; conforme escribo, sin embargo, en este día de Año Nuevo, solo han sido administradas tres millones. El resto aguarda a que el personal médico reciba instrucciones sobre cómo inocularlas o a que los centros de salud se provean de la infraestructura adecuada para el almacenaje. Lo más probable es que muchas de esas dosis acaben caducando antes de llegar a los cuerpos de quienes más las necesitan.
No me sorprende: la pandemia se ha caracterizado en este país por una pésima gestión en la que la fabricación y administración de los test, el rastreo y la prevención han ido siempre a la zaga de otros países. Ni siquiera las altísimas cifras de muertos han servido para generar, por terapia de choque, una respuesta eficiente: todos los días fallecen más de 3.000 personas, un número superior al de los fallecidos en el atentado a las Torres Gemelas. Los contagios superan los 20 millones.
Junto al retraso en la vacunación y el desperdicio de dosis que acabarán en la basura, están surgiendo problemas asociados a un sistema, una idiosincrasia, que acepta morir o matar antes que promover una protección social para todos.
En Wisconsin, un farmacéutico destruyó a propósito 550 dosis; en un hospital de Texas, el personal sanitario se negó a ponerse las suyas y la vacuna acabó inyectándose a personalidades que pasaban por allí: un senador, un sheriff, etcétera.
Se ha criticado también el plan de inmunización de la población: si otros países como Canadá y Reino Unido están usando todas las dosis adquiridas, en Estados Unidos se ha preferido almacenar viales para la segunda vacunación de aquellos que han accedido o van a acceder ya a la primera dosis, lo que está dando lugar a complicaciones en el almacenamiento. Pfizer ha avisado de que su vacuna caduca a los 30 días si no se traspasa a un congelador especial. La advertencia, como la cifra de muertos, o la de hospitalizaciones –125.000, la más alta de la pandemia–, ha servido para poco.
Mientras tanto, algunas voces alertan de que muchos barrios marginales no cuentan con las condiciones necesarias para que la vacuna llegue a la gente. Bien porque la violencia en sus calles no permite a sus habitantes salir de sus casas o bien porque estos vecindarios son “desiertos farmacéuticos”, en los que no existe la infraestructura adecuada, y la movilidad de sus habitantes es reducida, el acceso es simplemente imposible. Esto se topa además de lleno con un racismo sistémico: la mayoría de estos barrios son negros.
Los impedimentos sanitarios, racistas e ideológicos lastran la que debería ser la mayor campaña de salud pública de la historia reciente de Estados Unidos y ponen en riesgo primero a los más vulnerables, y luego, a todos.
No me sorprende: donde casi no hay Estado del bienestar el concepto de salud pública hace aguas. Si el ritmo continúa como hasta ahora, se tardará diez años en vacunar a toda la población, por lo que no es exagerado afirmar que el virus mismo, con su poder deletéreo, está haciendo más por lograr la inmunidad de rebaño que las autoridades. Seguiremos rezando.
Más allá de la pandemia
La vida no vale nada. Da igual en qué cuestión social posemos los ojos, siempre aflora el mismo mensaje: sálvese quien pueda. Las dificultades para contener la pandemia que están dejando a Europa en evidencia aquí llevan décadas arraigadas; por eso, entre la ironía y la tristeza, a veces digo que desde Estados Unidos contemplo el futuro.
Que la venta de armas haya batido récords durante el pasado año no es más que un síntoma de lo mismo: el instinto de protección individual, de matar o morir –su posesión también incrementa los suicidios.
Los brotes de espíritu colectivo que, tras el asesinato de George Floyd, desataron las mayores protestas desde la lucha por los derechos civiles en los sesenta han quedado emasculados por la victoria de Biden en las urnas y una promesa de mejora que no se materializará: la muerte de Andre Hill, un ciudadano negro asesinado por la policía hace unos días en Columbus (Ohio) ha pasado prácticamente desapercibida. Tampoco ha generado una respuesta social masiva la explosión de una autocaravana-bomba el día de Navidad en Nashville.
Y mientras tanto, Trump se ha convertido en el presidente con mayor número de ejecuciones de condenados a muerte en los últimos cien años, lo que incrementa aún más la ristra de cadáveres que dejará tras su paso por la Casa Blanca. Por supuesto, sigue negando los resultados de las elecciones.
El menoscabo de la democracia que el presidente saliente ha provocado solo puede entenderse si se considera la crisis en que se encuentra cualquier noción de lo común, pues la democracia no es otra cosa que un contrato social del que buena parte de la ciudadanía –tanto como sus representantes políticos– se desvinculó hace tiempo. Los fallos estructurales sanitarios que sufrimos tienen su origen en el mismo abismo por el que cae la legitimidad electoral de Biden: no hay prueba que indique rasgo alguno de comunidad. Se es solo frente a la adversidad o no se es. La vacuna no llegará, o lo hará tarde y mal. Eso sí, seguiremos rezando.
La vida en Estados Unidos no vale nada. Donde el individualismo es la única máxima y no existe una conciencia de lo público, más allá de sus connotaciones negativas, uno acaba abandonado a su suerte bajo la falacia de una libertad que oculta la falta total de opciones. La vida, como concepto fallido de lo común,...
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Azahara Palomeque
Es escritora, periodista y poeta. Exiliada de la crisis, ha vivido en Lisboa, São Paulo, y Austin, TX. Es doctora en Estudios Culturales por la Universidad de Princeton. Para Ctxt, disecciona la actualidad yanqui desde Philadelphia. Su voz es la del desarraigo y la protesta.
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