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Mientras la España ombliguista miraba a la nevada madrileña, la vida seguía desarrollándose en el resto de regiones del país. Andalucía, por ejemplo, lleva semanas enroscada en la discusión sobre la presencialidad o no de los exámenes universitarios. En Granada, más concretamente, donde la primera medida que aplicó la Junta después del verano –mientras abrían discotecas y los bares se llenaban– fue parar las clases presenciales, el debate ha adquirido unos matices ciertamente preocupantes.
La Universidad de Granada cuenta, según datos de la propia institución, con un 47,4% de alumnos de otras provincias y comunidades, y con un 8,7% de estudiantes extranjeros. Por tanto, y evitando insultar a la inteligencia del lector, voy a saltarme el párrafo en el que argumento por qué fomentar la movilidad en una situación de emergencia sanitaria no parece una idea brillante. Tampoco quiero detenerme en la preocupante tasa de contagio que azota Andalucía, ni en las aglomeraciones a las que dan lugar los exámenes presenciales. No voy a hablar, ni siquiera, de si hacer un examen con mascarilla y pasando frío son condiciones que debamos aceptar sin más.
Rafael López, catedrático de geometría y topología de la Universidad de Granada, firma una columna en el periódico Ideal en la que le dice a la rectora que no cuente con él “para hacer exámenes online”. Tras un extenuante tira y afloja en el que la credibilidad de la universidad ha quedado en entredicho, Pilar Aranda, rectora de la UGR, publicaba un comunicado en el que daba vía libre a profesores y departamentos para ajustarse a la modalidad –presencial u online– que prefirieran. López, en respuesta a la medida, afirma que “en los exámenes online los alumnos se pueden copiar y el profesor no puede discernir si están o no están haciendo realmente el examen”. El catedrático asegura que esto es algo que “cualquiera entiende” y que “lo demás es confundir, por no decir querer engañar”.
Ante todo, no nos engañemos: lo que describe López es el sentir de un elevadísimo número de profesores universitarios frustrados ante la imposibilidad de evaluar a sus alumnos con un trozo de papel. Y, en fin: leyendo comentarios así, uno se pregunta para qué carajo sirve la universidad.
Creo firmemente que no vamos a salir mejores de la crisis del coronavirus. Como sociedad no solo no estamos preparados para lidiar con situaciones de estrés, sino que la tendencia suele ser, más bien, sacar a relucir todas nuestras taras personales y colectivas. A pesar de todo, también creo que el covid-19 es una oportunidad única para replantearnos cómo estamos fomentando formas de pensamiento que atentan contra nosotros mismos.
Que un profesor, catedrático de universidad, escriba sin sonrojarse que él no es capaz de “discernir” si sus alumnos “están o no están haciendo realmente el examen” es como para llevarse las manos a la cabeza. Si lo que enseña un profesor vale tan poco que ni él mismo es capaz de discernir o evaluar si existe un proceso de aprendizaje, asimilación y aplicación del contenido, entonces se está, sencillamente, robando –tiempo y dinero– y engañando al alumnado.
Un año después del inicio de la pandemia, profesores y universidades han tenido tiempo más que de sobra para adaptar temarios, formas de evaluación –¿aplican profesores como López la obligatoria evaluación continua, que debía librarnos de la dependencia total hacia los exámenes?– y planteamientos capaces de adaptarse a la dramática situación. Si en enero de 2021 no hay una alternativa a los exámenes presenciales es, simplemente, porque el inmovilismo de unos y de otros no lo ha permitido.
La pregunta se hace sola: ¿es esta la universidad que queremos?
Si lo que queremos es una institución de profesores que vomitan temario y de alumnos que lo regurgitan, entonces la universidad estará condenada a desaparecer. Con ella, desaparecerán la inteligencia, el desarrollo de competencias, el pensamiento crítico, la excelencia. Lo que la sustituirá serán falsos gurús, seminarios en Youtube y cursos de cuatro días en Aravaca. Algo que, por otra parte, no debería coger a nadie por sorpresa. Ya lo sabíamos; ya lo estábamos viendo. La interrogante –y la oportunidad– que abre ahora la crisis del coronavirus es hasta qué punto estamos dispuestos a permitir que el modelo se perpetúe.
De mi experiencia en la Universidad de Granada estudiando el grado de Ingeniería Informática tan solo recuerdo la mediocridad. Salvo contadas excepciones, el nivel de la docencia era absolutamente lamentable. Si completé el grado fue, precisamente, porque para hacerlo tan solo tenía que aprobar –presencialmente– los exámenes. Estudiaba y, en fin, aprobaba. Daba igual si estaba aprendiendo o no, si estaba interiorizando lo que hacía o no: eso a nadie le importaba. Lo importante era llegar al examen y aprobarlo bajo la atenta mirada del profesor.
¿A eso hemos reducido la utilidad de un profesor? ¿A eso aspira el sistema educativo? Las limitaciones de la inteligencia artificial son evidentes: almacenar cantidades ingentes de datos en una memoria, por sí solo, no sirve para generar pensamiento. Con el auge de internet y el acceso a la información, la universidad debe reformarse. Era una cuestión de tiempo: la crisis del coronavirus tan solo ha acelerado el proceso. Mientras tanto, dejemos de hacer el ridículo.
Mientras la España ombliguista miraba a la nevada madrileña, la vida seguía desarrollándose en el resto de regiones del país. Andalucía, por ejemplo, lleva semanas enroscada en la discusión sobre la presencialidad o no de los exámenes universitarios. En Granada, más concretamente, donde la primera medida que...
Autor >
Manuel Gare
Escribano veinteañero.
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