Gramática rojiparda
Lo de la luz
Algún perverso sistema de selección ha hecho que en el “gobierno más progresista” se siga hablando igual que en los tiempos de González, cuando se apelaba a la ética de la responsabilidad y se advertía de lo duro que era “pasar de las musas al teatro”
Xandru Fernández 17/01/2021
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La luz venía por cables que salvaban distancias kilométricas apoyándose en postes de madera. En algunas ocasiones en vez de postes había grandes columnas metálicas que se llamaban “torres de alta tensión”, indicando así que lo que corría y saltaba allá arriba era algo mucho más poderoso y peligroso de lo normal. Si nos preguntaban de dónde venía aquel prodigio señalábamos, obedientes y un tanto desconcertados, las montañas: allá, al otro lado, un salto de agua, una presa o cualquier otro portento de la ingeniería originaba el caudal eléctrico que llegaba a nuestras casas sin demasiados contratiempos, aunque de vez en cuando un vendaval tirase uno de aquellos postes. Pagábamos por ello una factura que se embolsaba un empresario navarro o vasco o de Santander.
La luz faltaba de vez en cuando, marchaba, “se iba”, pero los cortes de electricidad de mi infancia no eran nada comparados con los tajos que soportaría el llamado mercado eléctrico desde su liberalización en 1997. Ahora es muy raro que se vaya la luz, pero es mucho más raro encontrar a alguien que sepa descifrar el recibo de la compañía eléctrica, y ni siquiera es sencillo saber a quién le estás pagando esa factura insólita. Haríamos bien en no hacer chistes con este asunto: la historia nos enseña que las sociedades más autoritarias y desiguales son las que escriben más raro, aquellas en que la escritura y su interpretación están en manos de expertos cuya habilidad para manipular cifras y medidas raya lo circense.
Cuesta creer que en 1910 la línea eléctrica más larga y de mayor tensión de Europa estuviera en un país tan refractario a los avances tecnológicos como España
Hablando de sociedades autoritarias y desiguales, cuesta creer que durante unos años, allá por 1910, la línea eléctrica más larga y de mayor tensión de Europa estuviera en un país tan refractario a los avances tecnológicos como España. Pero lo de la modernidad hispánica es un misterio gozoso. Tampoco sabemos a qué obedece que el capitalismo echara raíces entre nosotros. Probablemente a la codicia de unos pocos de aquí combinada con la codicia de unos pocos de allá: especuladores autóctonos y especuladores extranjeros, todos ellos conscientes de estar pisando un terreno muy frágil en el que las ganancias han de ser rápidas para ser significativas. Da la sensación, a veces, de que el capitalismo en España es algo pasajero, una broma que ya ha dejado de hacer gracia, una forma de vida incongruente con el ecosistema en que se desenvuelve y que, por eso mismo, debería haber sido barrida por la fatalidad hace mucho, mucho tiempo. Vemos el capitalismo circular por las autopistas alemanas, por las calles suecas, por las vías francesas de ferrocarril y, por muy perverso que nos parezca ese modelo de depredación y extracción de plusvalías, lo cierto es que lo sabemos preparado para sobrevivir a varias generaciones de anticapitalistas y a otras tantas crisis sistémicas, al menos hasta que el apocalipsis climático se lo trague todo. En cambio, lo ves en España y flipas: no te crees que no haya sucumbido a la cutrez ambiental.
Antes de la pandemia y de perder el buen humor, yo atribuía esa idiosincrasia del capitalismo español a una querencia atávica por lo sólido, por lo estático, por lo que se queda quieto y, cuanto más tiempo se esté quieto, mejor: la Contrarreforma, el Barroco, el PSOE. Eso explicaría que aquí no se entienda del todo un concepto como el de la electricidad, cuya naturaleza es todo lo contrario: algo que es imposible retener, inmovilizar, almacenar, que tiene que estar constantemente fluyendo. Ya no pienso así, naturalmente: jugar con el precio de la electricidad en mitad del crudo invierno y en medio de una pandemia es algo que va más allá de los imaginarios culturales. Ni siquiera me sirve como explicación la conocida apelación de Max Weber a la auri sacra fames, a la “maldita ansia de oro” que, según el sociólogo alemán, caracteriza al capitalismo tardío de los países católicos. Sigo creyendo, no obstante, que funciona aquí también esa tendencia a ver el mundo etiquetado y compartimentado de una vez y para siempre, una manera de juzgar que excluye el cambio y que se conjura con la eternidad.
Jugar con el precio de la electricidad en mitad del crudo invierno y en medio de una pandemia es algo que va más allá de los imaginarios culturales
Sea, así, el poder político. Del mismo modo que al empresario español le cuesta entender que la electricidad tenga que estar siempre moviéndose, aunque no siempre origine una ganancia (pues puede ser y de hecho es más costoso arrancar un generador que dejarlo funcionando aun cuando no haya demanda de electricidad, una circunstancia que en países como Alemania o Bélgica se traduce en precios negativos que benefician al consumidor en lugar de tratarlo como un parásito), el político español es reacio a entender que el poder es una relación, no un objeto que se pueda poseer y prender en la solapa. Detesto caer en simplificaciones y, encima, ser consciente de que lo son, pero no puedo evitar comparar la indiferencia de los gobernantes españoles hacia los ciudadanos con su tendencia a hablar ahuecando la voz como si en lugar de para gobernar se les hubiera elegido para predicar buenas costumbres sub specie aeternitatis.
Hace tres años, Pablo Iglesias acusaba al gobierno de ser cómplice de las eléctricas por no frenar la subida de precios de la luz en plena ola de frío. Ahora que Iglesias es vicepresidente, en Unidas Podemos echan el resto en explicar que, si no atajan esa situación (un 27 por ciento de subida en la factura de la luz se anunciaba hace unos días), es porque no tienen suficiente apoyo electoral. Quien dice apoyo electoral dice sentido del ridículo, pero nada cambia el hecho de que este gobierno, aplicándole el criterio del propio Iglesias, es igual de cómplice que el anterior.
Este 2021 se cumplirán diez años de la primavera aquella en que miles de jóvenes y no tan jóvenes ensayaron otra manera de hablar de política. Se suponía que esa generación haría política sabiendo de lo que hablaba, pero algún perverso sistema de selección ha hecho que en el “gobierno más progresista de la historia” se siga hablando igual que en los tiempos de Felipe González, cuando se apelaba a la ética de la responsabilidad, se distinguía entre “predicar” y “dar trigo” y se advertía de lo duro que era “pasar de las musas al teatro”, una expresión que, con honrosas excepciones, siempre me ha servido para detectar imbéciles. Si uno ni siquiera es capaz de mantener el mismo discurso cuando está en el gobierno que cuando aspira a él para mejorar las condiciones de vida de la gente corriente, es porque su concepción del poder es tan deficitaria como la del empresario eléctrico que cree que le debes algo por tener en funcionamiento las turbinas de sus centrales. Luego lloraremos en televisión, pero algún indicio había, antes de entrar en el gobierno, de que iba a ser difícil. Por eso se aplaude a los que no se rinden.
La luz venía por cables que salvaban distancias kilométricas apoyándose en postes de madera. En algunas ocasiones en vez de postes había grandes columnas metálicas que se llamaban “torres de alta tensión”, indicando así que lo que corría y saltaba allá arriba era algo mucho más poderoso y peligroso de...
Autor >
Xandru Fernández
Es profesor y escritor.
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