LA LECTORA COMÚN (XII)
Mi pequeño gozo
Cuando camino o cuando leo no me exijo nada, me concentro en lo hermosa que puede llegar a ser mi vida si estoy presente en ella
Carmen G. de la Cueva 14/02/2021
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Cada dos o tres semanas rompo la rutina de mis días y salgo de casa sola para ir a ver a mi psicóloga. Ocurre casi siempre por la tarde, después de la siesta de mi hijo, me quito el uniforme de madre –chándal gris o pijama de ositos panda–, me pongo una camisa y unas zapatillas cómodas y emprendo mi huida. Si hay suerte, mi hijo, adormilado todavía, se queda en el sofá como un trapito con las mejillas sonrosadas y los rizos sudorosos pegados a la frente mientras yo recorro el largo pasillo que me separa de la puerta de casa. Hay veces en las que el desasosiego por mi supuesto abandono vespertino hace que mi hijo me persiga por todo ese pasillo que ya no es un pasillo cualquiera de un piso cualquiera sino un infinito corredor que me lleva a otra vida. En esa otra vida no hay llantos desesperados ni tediosas batallas con pañales. Esa otra vida está justo ahí, detrás de la puerta de mi casa, es breve, apenas dura tres horas y no parece tan real como la vida de adentro, pero existe.
Esos días son importantes para mí porque me permito la soledad y me olvido de mi hijo. No me olvido de él ni de su olor ni del calor de su cuerpo. Me olvido de la casa con sus paredes de gotelé, de las lavadoras que hay que poner, tender o recoger, de lo que cenaremos esa noche, de todo lo que me exijo a mí misma como madre, me olvido hasta de que vivimos en mitad de una pandemia. Y me concentro en el presente: camino, camino en silencio por la ciudad, ociosa y despreocupada, observo las nucas de la gente que me adelanta con toda la prisa del mundo y los rostros de aquellos que van de un lado a otro con sus mochilas, sus hijos de la mano o sus bicicletas. En esos momentos me olvido hasta de lo que estoy escribiendo y me embarga un gozo muy profundo: estoy sola y libre en medio de la ciudad. A veces, si he salido de casa un poco tarde, mi paso es ligero y acorto el camino por callejuelas del centro y paso de largo por las plazas y los quioscos de flores. Pero a la vuelta, cuando ya me he desahogado con la psicóloga y no me esperan en casa hasta la cena, me detengo. En las últimas semanas, salvo los supermercados, todo está cerrado ya. Salgo más allá de las seis de la tarde. La vida comercial no existe a esas horas, pero todavía es de día, el sol comienza a esconderse entre los tejados y azoteas y a mi el cuerpo me pide sentarme a verlo. Me paro siempre a por un café para llevar en una panadería de la Plaza de San Marcos y me siento allí mismo, en las escaleras laterales de la iglesia a contemplar el fluir de todas esas vidas pequeñas y aburridas tan iguales y distintas a la mía. Dejo de estar en mí, me salgo del cuerpo y nos miro a todos desde arriba. Me veo con el café en una mano y un libro en la otra resistiendo las embestidas de la pandemia y de la crianza solitaria en la gran ciudad. Me sorprende cómo un gesto tan pequeño puede ofrecer tanta felicidad. Mi novio hizo lo mismo el otro día: una mañana en la que no tenía clase por videoconferencia ni trabajos que corregir, cogió la bici y un libro y se fue un par de horas al parque de la Buhaira. Volvió a casa fresco, nuevo, como un niño que acaba de descubrir el mundo. Y es que a nosotros dos se nos juntó lo de ser padres primerizos con el coronavirus y nos vimos en Sevilla solos, sin abuelos, sin hermanos, sin amigos, criando a un bebé de un año tirando de un ERTE y de artículos mal pagados.
Decía lo de la felicidad porque en esas escaleras de la iglesia de San Marcos me he leído algún que otro libro últimamente. Leer y caminar son dos de las pocas cosas que me ofrecen una felicidad pura e infantil, una felicidad que no está condicionada a lo material. Mientras camino, mientras leo, no tengo que ser nada ni nadie. Es como algo que escribió Natalia Ginzburg: hay tantas formas de vivir que cualquiera puede hacer de sí misma una criatura nueva, tal vez hasta completamente opuesta. Y ese pensamiento, el de saber que hay otras formas de vida y que nada es definitivo –me gusta imaginar que llegará el momento en que encontraré el equilibrio entre la madre que soy y la escritora que soy y no viviré tan expuesta– me consuela. Cuando camino o cuando leo no me exijo nada, me concentro en lo hermosa que puede llegar a ser mi vida si estoy presente en ella.
A eso de las ocho y media de la tarde, cuando ha cerrado la panadería y la plaza se ha vaciado de gente, vuelvo a casa. Camino despacio, doy pequeños saltitos y dejo que la brisa nocturna me empuje hasta mi barrio. La otra noche, mientras paseaba por José Laguillo, me vino un leve olor a azahar. Miré hacia arriba y vi la florecilla blanca asomando en el naranjo. Es invierno todavía, pero esa flor prematura se abre paso, y siento que el tiempo avanza, y que avanzo yo también.
Cada dos o tres semanas rompo la rutina de mis días y salgo de casa sola para ir a ver a mi psicóloga. Ocurre casi siempre por la tarde, después de la siesta de mi hijo, me quito el uniforme de madre –chándal gris o pijama de ositos panda–, me pongo una camisa y unas zapatillas cómodas y emprendo mi huida. Si hay...
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Carmen G. de la Cueva
Periodista, escritora y editora. Ha publicado varios libros y fue directora de la editorial feminista La señora Dalloway.
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