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El peso del relato

Estasis (o la deriva de los héroes)

Las grandes crisis comunitarias se explican, a la postre, sobre los pilares de la épica (cobardía, valentía y temeridad). Pero la valentía anti-contagio lo desafía. Hoy la cobardía se mezcla con la temeridad

Álvaro Cortina Urdampilleta 12/02/2021

<p>Sancho Panza y Don Quijote en una ilustración de Gustave Doré (1863).</p>

Sancho Panza y Don Quijote en una ilustración de Gustave Doré (1863).

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Existe la creencia de que, según la teoría clásica, la virtud es, por fuerza, un término medio equidistante de dos extremos viciosos. La virtud apunta siempre a un término medio. Esto es cierto en el caso de la liberalidad, por ejemplo: tan lejos está el generoso del derroche como de la ratería. 

La noción ética de la equidistancia no se ajusta, en cambio, al caso de la valentía. Vamos a echar un vistazo a esto, pues es la valentía, el arrojo o la bravura la más vistosa y narrable de nuestras virtudes. Hay que preguntarse antes de nada si la valentía, en griego andreía, está más arrimada a un extremo que al otro. Pues bien, aunque es Aristóteles el filósofo paradigmático de la in medio virtus, él, precisamente él, está dispuesto a hacer una excepción con la bravura. Esto se lee en Ética a Nicómaco II.8. Aristóteles, como ya hizo su maestro, distingue, es verdad, netamente, entre valentía y temeridad. Un valiente es alguien que domina la situación de alguna manera. En cambio, un temerario es algo así como un chalado. En el campo de batalla, el valiente sabe manejar sus armas, y el temerario no tiene ni idea de cómo hacerlo. Ahora bien, Aristóteles añade que la valentía tiene una afinidad con la temeraria locura y no tiene nada que ver con la cobardía, el otro extremo. La valentía es una locura lúcida, de algún modo. O sea, los más admirables valientes son, potencialmente, pirados temerarios, y, en cambio, son extraterrestres de cualquier tipo de pusilanimidad. 

Lo único que comparte el cobarde con el valiente es que ambos tienen algo que perder y lo saben. O sea, el temerario es un inconsciente puro, pero el valiente sabe a lo que se expone, como el cobarde. El temerario no tiene miedo, pero el valiente y el cobarde sí. El valiente, con todo, controla su miedo. El valiente sabe lo que es el miedo, el dolor… El valiente convierte su defecto en virtud. Un valiente es humano. Si no tuvieran defectos, no podrían ser virtuosos. Un valiente es mortal. Habría que preguntarse si un ser racional inmortal podría llegar a ser valiente… Entre los intrépidos héroes clásicos que baraja el maestro Carlos García Gual en su reciente La deriva de los héroes, todos son mortales. 

Tal es la relación asimétrica de los valientes con los cobardes y con los temerarios. El libro de García Gual muestra hasta qué punto la valentía (esa locura que supera un miedo) es importante, más allá de la ética, porque es la condición de posibilidad de un gran relato, y los grandes relatos son importantes porque nos permiten, si no explicar el mundo, sí narrarlo. De una forma u otra, la valentía florece en el período de crisis. Con estas ideas en mente me asomo a las crónicas, webs y columnas del día.

Hoy ya podemos estar ciertos de que los políticos han abandonado aquel peculiar lenguaje de la guerra natural contra otra forma de vida (un discurso algo alienígena en la era ecológica). El presidente de España, aquel grave Sánchez de hace meses, que nos pedía sacrificios y arrojo bélico o pseudo-bélico ha quedado atrás. Esta Navidad se pidieron, nuevamente, sacrificios, pero el acento ha sido otro. Recuerdo que el Lehendakari Urkullu salió ante los vídeos pidiendo más estasis ciudadana, restringiendo las horas del pote, del pincho-pote: en sus palabras y en la reacción del personal se notaba que había quedado algo atrás la guerra biológica y el revuelo del caceroleo. En el discurso de Felipe VI tampoco detecté conato alguno de contienda-frente-al-virus. La guerra a la Covid y los aplausos, desde las ventanas, a los profesionales más heroicos ha dado pie, desde la Navidad, a un aplanamiento pragmático y a la más calmada “responsabilidad” ciudadana. La ruina social y adquisitiva se ha hecho más silenciosa, como de ataque de termitas. Hoy por hoy, en febrero de 2021, parece un año para la resignación. 

No obstante, digo yo que donde hay sacrificios más o menos nobles se puede encontrar a un héroe. Dado que hemos afrontado una suerte de invasión letal, según el primer relato, era el conjunto de la sociedad la que realizó la gran proeza de detenerse, de hibernar. Al pueblo se le pidió la proeza de la estasis. 

Por un lado, está la valentía de los médicos y enfermeros: ésta es más clásica y genuina. Entre la cobardía y la temeridad, el enfermero valiente o la doctora intrépida arriesgan su salud por el bien común. Por otro lado, la valentía del pueblo (todos nosotros, gente no preparada técnicamente para combatir el mal) es más bien la valentía de la estasis. Es presumible que este tipo de valentía se haya dado en innumerables ocasiones en la historia, en etapas de pandemia, por caso. Común o no, parece que es el signo de los tiempos y la virtud del momento. Es la valentía de pararse. 

Es sabido que, ante la amenaza cierta y directa de un violentado gorila de montaña macho de la selva de Centro África, recomiendan los expertos aventureros no moverse. Michael Crichton tomó nota del dato, y trasladó esta valentía estática a su novela Congo y a su novela jurásica con tiranosaurios.  Este estancamiento nos han pedido los políticos desde dentro de su máscara anti-vírica.

Una situación como la actual es doblemente difícil porque, comportando el miedo, el dolor, la muerte y la depauperación general, tampoco se enriquece, como otros dramas comunitarios, con los valores tradicionales del relato. Es decir: lo del 2020 y del 2021 va a ser difícil de contar. ¿Por qué? El letargo siempre ha sido materia anti-narrativa. Contar el 2020 o 2021, abandonado ya el lenguaje bélico, va a ser difícil, sobre todo, por esta épica de no hacer nada mientras todo se desmorona. Más que nada, por esta virtud tan poco incitante, tan poco inspiradora y, en el fondo, tan sutil de la valentía estática. El lenguaje dramático de la “guerra a la Covid” revelaba, al menos, un deseo de forma narrativa. Actualmente, el lenguaje rebajado de la responsabilidad revela más bien un vacío resignado, que marca el 2021 en el que ya llevamos dos meses. Desconozco, repito, si anteriores pandemias de la historia han tenido este progreso. 

Es decir, las más penosas guerras se aderezan, por sus narradores retrospectivos, con la incitante valentía, que reluce, cual nimbo, en los héroes ora valientes, ora temerarios. Acaso las grandes crisis comunitarias se explican, a la postre, sobre los pilares de la épica que son la cobardía, la valentía y la temeridad. Pero la valentía estática o valentía anti-contagio desafía esta triádica distinción. Hoy, mágicamente, tenemos que la cobardía se mezcla con la temeridad. Me explico. 

El temerario fiestero desafía con su jarana el miedo razonable, y por tanto se aleja de la virtud. Además, el juerguista pandémico tiene, simultáneamente, algo de cobarde, pues no pretende sacrificarse, como el resto, por pura flaqueza, poniendo en riesgo, como se suele decir, a los más mayores. Parece que, a nuestros ojos, el loco desorbitado y el ensimismado debilucho trabajan para el mismo enemigo. ¿Y qué es de la valentía responsable de arruinarse en soledad que hoy nos exigimos? Observemos, por un lado, científicamente, esta virtud epocal. Observemos, de paso, cómo se cuenta y cómo se puede contar. 

Para empezar, diría que esta peculiar valentía global del siglo XXI adolece de desviación hacia la temeridad. ¡Curioso rasgo! La brava estasis que hoy practicamos tiene muy difícil degenerar en temeridad. En el fondo, es bastante lógico. Se ha dicho que todos los problemas de la vida comienzan al salir de casa: por eso mismo los valientes-temerarios, como Perceval o don Quijote, tienen la ansiedad de abandonar el hogar. Pero estos días se nos pide un valor y un sacrificio: hay que quedarse en casa, hay que pararse. Cuanto menos hagas en el mundo real, mejor. 

Realmente, si tuviéramos los humanos la capacidad de hibernar, como los lirones, hace tiempo que nos lo habrían pedido todos los gobiernos. La vitalidad, se ha volcado en el trasmundo de internet: para el cuerpo se reserva una quietud que, como digo, si pudiera ser más quieta sería aún más perfecta. Así pues, observamos: ¿qué haría, en esta situación, un espíritu temerario? ¿Cuáles son sus posibilidades? ¿Pararse, por ejemplo, excesivamente hasta el paro cardíaco? Las otras valentías históricas, más activas, tienen el campo abierto de la locomoción, hacia lo público. ¡Pero, ay, es harto difícil ser un héroe sin moverse! Inténtelo, lector.

Las otras valentías son valentías activas, y requieren del arranque hacia el espacio, como requiere el verdadero arrepentimiento de un gesto externo. La valentía activa se nutre más que otras virtudes de la tentación loca hacia lo temerario, como vimos al inicio.

El primer personaje de nuestra literatura, el mentado Quijote, debate doctamente sobre este asunto. Vamos a ver qué dice. Don Quijote, el loco, sabe, por cierto, más de Aristóteles que algunos de sus compañeros de viaje. En tres ocasiones, el canónigo (I.49), un inspirado Sancho (II.4) y la condesa Trifaldi (II.40) le mientan lo de que el valiente se queda siempre en el término medio. En la aventura de los leones (II. 17), Sancho repite expresamente la idea de que “no es loco sino atrevido” el que arriesga en extremo y que “la valentía que entra en jurisdicción de la temeridad, más tiene de locura que de fortaleza”. 

A eso el hidalgo don Quijote replica, más peripatético que ingenioso: “… bien sé lo que es valentía, que es una virtud que está puesta entre dos estremos viciosos, como son la cobardía y la temeridad: pero menos mal será que el que es valiente toque y suba al punto de temerario que no que baje y toque en el punto de cobarde…” El intrépido de La Mancha no cita al Filósofo, sino al sentido común: “mejor suena en las orejas de los que lo oyen ‘el tal caballero es temerario y atrevido’ que no ‘el caballero es tímido y cobarde’”.

El Quijote no era sólo un valiente/temerario protagonista de ficción, sino, además, un sabio narrador de historias. Era exigente, el ingenioso peripatético, en cómo se han de narrar las peripecias para darles enjundia (para el Quijote, por ejemplo, Sancho no sabe contar bien las historias). Para el Quijote, claramente, un buen relato tiene forma de aventura, y una aventura implica una valentía. Narrar con brío nuestros tiempos de estasis sería, creo yo, todo un reto para aquel narrador. 

Yo diría que también lo es y lo va a ser para nosotros mismos. ¿Cuál es el arco de nuestros años confinados? ¿Cuál la forma interna de este relato? Tan pronto tenemos un lenguaje narrativo-institucional, como otro… Hoy surge una alarma en torno a este país… otro día en otro. Están las mutaciones, las alarmas… Este año largo detenido que nos espera no parece muy propicio, me parece, para el relato literario clásico: es más bien una ciega sucesión de estímulos. Quizá la escultura podría expresar mejor la naturaleza del 2020-2021: aquella “escultura del vacío” de Oteiza, por ejemplo. La lírica parece, en todo caso, más apropiada que la épica.

Don Quijote era locomóvil. Ya pertrechado, su primera intención fue trasponer el umbral de su casa. La primera vez, no le salió bien, pero en la segunda salida llega a Andalucía, y en la tercera a Barcelona, pasando por Zaragoza, siempre planeando entre lo temerario y la valentía. Nosotros vamos a terminar el año de la Covid donde lo dejamos: en casa. Nuestra épica popular frente a la invasión será la épica de quedarse en casa. Cuando olisquea el T-Rex y es preciso no inmutarse; cuando amenaza el “espalda plateada” del Congo y es preciso no huir. Pero incluso en estos casos, la analogía se queda corta: la vía de la temeridad, frente al gorila, está clara. ¡El temerario arrancaría contra el fiero animal! Nuestra valentía de estasis no abre un camino por ese lado. ¿Qué hacemos?

O, en otras palabras, ¿hacia dónde corre hoy el loco atrevido que no teme a nada? Tan sólo los pobres médicos, enfermeros y transportistas se han convertido en valientes profesionales, técnicos. Los que no forman parte del, digamos, “ejército de salvación” están ahora en casa, de la manera más digna posible: lector, ¿lees estas líneas como el soldado asediado en un bastión? 

He dicho que un partidario del espacio y un conocedor de las bendiciones de la temeridad como don Quijote tendría problemas, acaso teóricos, para narrar lo nuestro: esto no quiere decir que sea imposible. Dos productos audiovisuales han caído en mis manos a modo de símbolos, en la etapa post-bélica del año doble de la peste. 

En la fantástica película Lua vermelha, de Lois Patiño, tenemos un pueblo donde, debido a un embrujo, todos se han quedado físicamente congelados, aunque escuchamos en voz en off su cavilar. En esta película paralizada, el narrador ha incluido a un héroe, ora valiente, ora temerario, que es, no obstante, invisible. Nunca vemos su valentía, tan sólo sus efectos. Por otro lado, está la versión de HBO de la novela Patria: tanto en el relato de Aramburu como en su fiel traslación cinematográfica es una chica físicamente impedida, de nombre Arantxa, la que cambia las tornas, las anquilosadas tornas de la vida mezquina. 

La primera película corrobora las limitaciones narrativas de la parálisis que he señalado: aquella gente detenida necesitaba un salvador móvil; en cambio, la segunda cinta mostraba más bien lo contrario, algo que tenía que ver con nuestra posible deriva de los héroes. El caso emocionante de Arantxa, la heroína de la estasis, me ha insinuado, sin aclarármelas, las nuevas posibilidades de una proeza moral cierta y quijotesca en esta aburrida existencia aminorada. 

Existe la creencia de que, según la teoría clásica, la virtud es, por fuerza, un término medio equidistante de dos extremos viciosos. La virtud apunta siempre a un término medio. Esto es cierto en el caso de la liberalidad, por ejemplo: tan lejos está el generoso del derroche como de la ratería. 

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Autor >

Álvaro Cortina Urdampilleta

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