Crónicas de un Estado que ya no funciona (y III)
El urbanismo y el medio ambiente
Los trámites burocráticos, excesivos, enredados unos con otros pero descoordinados, tampoco consiguen la protección del medioambiente y el patrimonio cultural: la burbuja inmobiliaria ocurrió a pesar de ellos
Anxelo Estévez Torres 15/02/2021
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La Ilustración nos dejó dos productos culturales reseñables: la Enciclopedia y el Código legislativo. La primera pretendía reunir en una única obra todo el saber disponible y el segundo, ordenar y sistematizar un conjunto desordenado, ininteligible y disperso de normas. La Enciclopedia pervive con buena salud en su formato electrónico, desprovista de intervención gubernamental. En cambio, el Código ha sido abandonado en nuestro país, arrollado por la motorización legislativa, sobreviviendo casi como un fósil de museo en los códigos civil y penal.
Esta dispersión legal es especialmente apreciable en el urbanismo, y dentro de este, en el planeamiento urbanístico. Una sentencia del Tribunal Constitucional de 1997 hizo explotar el urbanismo en 17 sistemas legales autonómicos diferentes. El procedimiento básico de aprobación de un plan urbanístico está ahora disgregado en 9 normas no coordinadas entre sí: en la ley estatal urbanística, en la ley autonómica de urbanismo y ordenación del territorio y en su reglamento de desarrollo, en la ley estatal de evaluación ambiental, en la ley estatal de protección del patrimonio cultural, en la ley autonómica de protección del patrimonio cultural y en su reglamento de desarrollo, en la ley de bases de régimen local y en las leyes estatal y autonómica de transparencia. Es un desorden disparatado.
El procedimiento básico de aprobación de un plan urbanístico está ahora disgregado en 9 normas no coordinadas entre sí
Además, el legislador estatal y autonómico se ha ocupado con denuedo de aumentar anualmente el número de leyes sectoriales (de costas, de carreteras, de defensa, de género, de movilidad sostenible, de aguas, etc.) que afectan al urbanismo hasta llegar a una cifra que no es fácil de concretar, pero que supera la treintena en cada una de las comunidades autónomas. En general, cada una de estas leyes exige que el Plan se acomode a su voluntad y para comprobarlo impone que el servicio competente de la administración correspondiente emita un informe.
El resultado es, una vez más, la inseguridad jurídica y el alargamiento de tramitaciones que afectan a intereses particulares, como la apertura de negocios, de industrias, de complejos turísticos o la construcción de una vivienda cerca del camino de Santiago, pero también al interés general, como expropiaciones, la construcción de equipamientos públicos o de polígonos industriales, por ejemplo.
Hasta los años 1990 la legislación reservaba los Planes Generales de Ordenación para las ciudades mientras que los municipios más pequeños se ordenaban con unas Normas Subsidiarias de Planeamiento, mucho más sencillas pero suficientemente eficaces. La tramitación de estas Normas Subsidiarias duraba unos 4 años.
A partir de los años 2000, el legislador autonómico, desde una perspectiva maximalista que ya hemos denunciado en otros capítulos de estás crónicas, decidió que cada municipio debería tener su Plan General de Ordenación completo, independientemente de su población, su extensión o la complejidad de los problemas urbanísticos de su territorio. La duración de la tramitación ascendió a alrededor de 6 años.
En la última década, a este deseo de perfeccionismo se han añadido nuevas leyes sectoriales que exigen la participación en el procedimiento de órganos propios –mediante la emisión de informes, a menudo vinculantes– y que el planeamiento resuelva (casi) todos los problemas de la sociedad.
Ya estamos cerca de la década de tramitación. Algunos planes nunca llegan a aprobarse. Esta deriva ha producido en algunos municipios la petrificación del planeamiento de los años 80 y 90. En definitiva, los problemas de la sociedad se quedan sin resolver por ese afán de perfeccionismo.
¿Cuántos esfuerzos públicos se han destinado al barroquismo de lo formal en lugar de destinarse a la resolución de los problemas que nos presenta la realidad?
Las grandes ciudades también se ven afectadas por este exceso normativo y la intervención de todo tipo de órganos. Muchas han visto anulados sus planes generales en algún momento: Vigo, Santander o Gijón, por ejemplo. En alguno de estos casos por defectos que se localizaban en una pequeñísima parte de su territorio o que consistían en la no emisión de un informe que una persona normal calificaría como accesorio. Desde luego que son ciudades capaces de recuperarse, que disponen de los medios suficientes para aprobar un nuevo plan en una o dos legislaturas. Pero ¿cuántos esfuerzos públicos se han destinado al barroquismo de lo formal en lugar de destinarse a la resolución de los problemas que nos presenta la realidad?
De esta situación son también responsables los órganos jurisdiccionales, que no han podido abordar estas cuestiones aplicando el principio de proporcionalidad, atrapados también en su propio discurso perfeccionista donde el procedimiento administrativo y la formalidad son valores absolutos que no admiten ningún matiz. El Ministerio de Fomento no acaba de impulsar un anteproyecto de Ley que persigue evitar las anulaciones íntegras de planes generales por defectos parciales.
La directiva europea relativa a la evaluación de los efectos de determinados planes y programas en el medio ambiente tiene por objetivo conseguir un elevado nivel de protección del medio ambiente. Pero dice que los planes que establezcan el uso de zonas pequeñas a nivel local y la introducción de modificaciones menores en planes requerirán una evaluación medioambiental solo si los Estados miembros deciden que es probable que tengan efectos significativos en el medio ambiente.
En lugar de utilizar esta opción moderadora, la Ley 21/2013 de evaluación ambiental decidió que no tenía sentido plantearse a partir de qué tamaño o intensidad de la modificación los planes podían tener efectos significativos sobre el medio ambiente cuando se podía obligar a que todos se sometieran a una evaluación ambiental.
Los trámites burocráticos tampoco consiguen su finalidad, la protección del medioambiente y el patrimonio cultural: la burbuja inmobiliaria ocurrió a pesar de ellos
Esta desmesura se intentó moderar en la legislación ambiental y urbanística de las comunidades autónomas hasta que la sentencia del Tribunal Constitucional 109/2017 la declaró inconstitucional. A partir de entonces, todas las modificaciones de planeamiento, aunque afectaran a una calle, todos los planes parciales, aunque su ámbito midiera apenas lo que un campo de futbol, todos los proyectos de urbanización, aunque se limitaran a señalar el modelo de baldosa a utilizar en las aceras, deben someterse a un farragoso y largo procedimiento de evaluación ambiental. Un procedimiento que satura desde entonces a los órganos autonómicos competentes en esta materia y que, en realidad, duplica la información pública a la que ya se someten los planes urbanísticos. Mas dificultades formales para el interés general.
No ha sido hasta tres años después de la sentencia del Constitucional cuando en el real decreto ley de los fondos europeos se introduce alguna tímida reforma para intentar evitar que la burocracia medioambiental dificulte la ejecución de aquellos. Una vez más no se va al fondo del asunto, determinar “qué planes podrían tener efectos significativos en el medio ambiente”. Simplemente se reducen los tiempos de exposición pública y el plazo que el órgano ambiental tiene para resolver, despreciando si estos tienen medios suficientes para ello o no.
La Ley del Patrimonio Histórico Español de 1985 afirma que la defensa del Patrimonio Histórico de un pueblo no debe realizarse exclusivamente a través de normas que prohíban determinadas acciones o limiten ciertos usos, sino a partir de disposiciones que estimulen a su conservación y, en consecuencia, permitan su disfrute y faciliten su acrecentamiento.
De la moderación de esta ley, que protege prácticamente en exclusiva los Bienes de Interés Cultural, se ha pasado a una perspectiva ampliadora en la que se protege casi cualquier inmueble que tenga una cierta antigüedad, aunque no se sepa bien cuál es el objetivo de esta protección o si esta es factible con los medios de que se dispone. Un ejemplo podría ser la protección de los edificios, simples y austeros en su mayoría, de los cines rurales que llevan 30 o 40 años sin funcionamiento. Y que así seguirán.
Esta filosofía tiene su reflejo en los documentos urbanísticos. Los catálogos urbanísticos actuales duplican o, incluso triplican, los elementos protegidos respecto de los años 1990. El capítulo, de cada plan, dedicado a enumerar dichos bienes ha pasado de tener unas pocas páginas, pero resultar relativamente eficaz, a ser un catálogo urbanístico independiente en varios tomos, que pesa varios kilogramos, con una extensión y complejidad que no es posible aprehenderlo.
La forma en la que se ha regulado la tramitación de la evaluación ambiental y la protección del patrimonio cultural ha producido un control de los órganos autonómicos competentes sobre el planeamiento urbanístico, sobre la autonomía local, que no se produce cuando el órgano que propone el plan es la comunidad autónoma. Cuando un ayuntamiento aprueba un plan urbanístico es un documento que ya ha sido modificado por imposiciones de la comunidad autónoma y que aquel no puede recurrir ante ninguna instancia.
Estos trámites burocráticos, excesivos, enredados unos con otros pero descoordinados, tampoco consiguen su finalidad, la protección del medioambiente y el patrimonio cultural: la burbuja inmobiliaria ocurrió a pesar de ellos. Al contrario, esta burocracia ineficaz también opera contra el objeto de protección. Por un lado, se han anulado planes de uso y gestión de espacios naturales por defectos formales. Por otro, la protección completa no entra en vigor hasta que se aprueba el plan urbanístico que se pretende condicionar. Finalmente, ya no se atiende a la ordenación de la ciudad, sino que los servicios municipales y los equipos redactores están distraídos intentando cumplir todas estas exigencias formales.
Se necesita una fuerte inversión en nuevas tecnologías que sitúe a la administración española a la vanguardia
Lo peor de esta situación es que se considere como inexorable. Que la tramitación de un plan se alargue durante diez años, que una vez aprobado tenga más posibilidades de ser anulado por un órgano jurisdiccional que de ser refrendado, o que una licencia de obra por estar cerca del camino de Santiago tarde en resolverse un año, se asume como parte de la realidad. Como la lluvia. Pero no es así. Es un puro artificio humano. Producto, probablemente, de la inoperatividad que se produce cuando una tarea está dividida entre varios órganos con objetivos dispares y que no se sienten concernidos por el propósito principal.
En parte, también tiene que ver con la forma en que está regulada la división de la potestad legislativa entre el Estado y las comunidades autónomas. En este sentido, la relación entre la directiva europea y la ley estatal que la traspone es más lógica que entre la legislación básica estatal y la de desarrollo autonómica. En el caso español, pueden convivir durante años la nueva ley básica estatal con la ley autonómica que desarrollaba la anterior ley estatal, sin que exista ninguna sanción. En el ámbito europeo, los Estados son colegisladores a través del Consejo y eso favorece la coordinación y que la norma no se perciba como una imposición ajena.
Es más grave, sin embargo, el propio desorden que origina cada uno de los legisladores –estatal y autonómico– en su respectivo nivel. El resultado es un campo de minas para el interés general.
En esta serie de artículos, hemos tratado apenas unos pocos sectores de la actividad administrativa. Precisamente aquellos que se refieren a los medios que requiere el Estado para conseguir sus fines: el personal, la contratación y la ordenación del territorio. Todos están muy entorpecidos. Por eso se multiplican las señales de incapacidad para prestar los servicios finales: la sanidad, la educación, las emergencias o las prestaciones sociales.
La solución de los problemas que hemos relatado requiere algo más que la corrección legislativa coyuntural: el real decreto ley al que nos tienen acostumbrados nuestros gobernantes. No se resuelve con un relato. Se necesita una fuerte inversión en nuevas tecnologías que sitúe a la administración española a la vanguardia y un trabajo legislativo intenso, con pretensiones codificadoras, en el que se prescinda de las inercias burocráticas presentes en todos los niveles del Estado y, por una vez, se reflexione sobre la utilidad de los trámites, el objetivo que se persigue y, muy importante, los medios de que se dispone.
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Anxelo Estévez es secretario de Administración Local.
La Ilustración nos dejó dos productos culturales reseñables: la Enciclopedia y el Código legislativo. La primera pretendía reunir en una única obra todo el saber disponible y el segundo, ordenar y sistematizar un conjunto desordenado, ininteligible y disperso de normas. La Enciclopedia pervive con buena salud en...
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