Vanguardias
Emmy Hennings: la frágil asceta matriz del Dadá
Puta, conversa, poeta, madre, amante, morfinómana, cantante, mujer –el orden resulta aleatorio–: “Soy una persona en confusión”, dijo de sí misma
Esther Peñas 26/03/2021
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Emmy Hennings, 1921-1922.
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Su rostro tiene algo de mimo taciturno ambulante, de dignidad de hereje camino de la hoguera, algo de advocación mariana sufriente y una huella de fatalidad, que en conjunto ofrece la belleza opiácea del desasimiento, de la fragilidad desnuda. Emmy Hennings, (Flensburgo, Alemania, 1885- Sorengo, Suiza, 1948), inscrita al mundo en registro civil como Emma María Cardsen, cofundadora del Cabaret Voltaire, tea del movimiento Dadá, puta, conversa, poeta, madre, amante, morfinómana, cantante, mujer –el orden resulta aleatorio–. “Soy una persona en confusión”, dijo de sí desde una lucidez de la que acaso de fue del todo consciente, ni dueña.
Siendo aún muy joven (modestísima familia, estudios básicos, a ras del hambre siempre) viajó por Europa actuando por distintos cabarés en los que bailaba, cantaba y recitaba (ejercitándose en lo que se conoce como spoken words, un espectáculo que combina estas tres disciplinas, y que ejercitarían años después artistas como John Cage, Serge Gainsbourg o Patty Smith). Publica algún poema en distintas revistas de vanguardia, y su primer poemario, Éter (que ella había titulado La última alegría), que ya recoge algunas de las características de su manera de contar el mundo: la noche, el desamparo, el cuerpo, el sueño, el amor. “Pienso otra vez en las chicas / que como yo hacen el amor/ cuando cantábamos canciones del pueblo/ entre llantos, entre risas. / Y ahora yazgo completamente tirada / en la silenciosa pieza blanca. / Oh, ustedes, hermanas de los callejones, / vengan a mí en los sueños nocturnos”.
Versos como cintas movidas por un viento que es mitad cierzo (seco y racheado), mitad terral (absorbencia rápida del calor), poemas a la deriva con la esperanza de enderezarse, estrofas transparentes, de una pureza íntima. La enfermedad, la muerte, dios, la soledad, el amor.
En el entretanto se casó (1904) con un actor aficionado que la abandonó al morir su primer hijo, Joseph Paul Hennings, de quien tomó –como se estilaba– el apellido. Al poco tiempo conoce al húngaro Wilhelm Vio, de quien se queda embarazada. Hace lo que puede para alimentar a su hija. Para alimentarse. La concatenación de diversos contratos más o menos importantes le dan un respiro: recala en el Cabaret Simplizissimus, en Múnich. No tarda en arreciar a su vida Hugo Ball, ese hombre de rostro mitad seminarista mitad polichinela con una cabeza de la altura de la de Hennings. Juntos fundan la revista Revolución. Juntos inauguran el Cabaret Voltaire (un polvorín de escándalo supino). Juntos, como cisne y gacela. Juntos fundan una de las vanguardias más filosas y radicales: el Dadá, un movimiento que se motiva a sí mismo como creador, que no significa nada, que afirma que “el arte es una pretensión calentada en la timidez de un orinal”, reza el Manifiesto. Su ideal es desplazar el argumento a la forma y así eliminarlo. Hennings.
En 1919 publica una obra magnífica, de intensa introspección, que arrebató a Hesse. Cárcel, en la que cuenta su estancia en ella en un caudaloso discurrir narrativo muy próximo al fluir de la conciencia, capaz de transmitir una sinceridad que conmueve, una inocencia casi obscena. Quien está dentro sabe que fuera ha estallado la guerra, pero dentro solo importa “la indefensión de las mujeres”. Ella está privada de libertad, acusada de haber robado a un cliente. “El mundo yace allí fuera, donde la vida ruge. A los hombres se les permite ir donde quieran. Una vez nosotras también les pertenecimos”.
Ya en esta novela queda claro algo que podría parecer paradójico: está mucho más próxima al expresionismo que al dadaísmo, como apuntalan esa subjetividad sostenida, ese aroma de nihilismo, ese perseguir lo esencial de las cosas a través de un yo que se crece. El sentimiento vital prima. Y los mismos temas, de nuevo. La enfermedad, la muerte, dios, la soledad, el amor.
Hennings escribe, se droga, canta canciones danesas, parisinas, baladas chinas. Mezcla las melodías folclóricas con sus poemas y con pasos de baile que ella misma ajusta. Su carisma sofoca, su gracia (ese don del alma) hipnotiza. Subyuga. El Cabaret Voltaire (un local en el que apenas cabían treinta personas) galvaniza el hambre de inaugurar, de fragmentar. Hace historia. Pero Hennings y Ball lo abandonan. El Cabaret, el Dadá. Se refugian en Asconia, en una comunidad suiza precursora del movimiento hippie (aunque mucho más austera y espiritual), la comuna de Monte Veritá, por la que pasaron Rilke, Isadora Duncan, Freud, Otto Gross, Kafka…
En 1920, Hennings se convierte al catolicismo. “El Todopoderoso es la prístina razón de mi existencia”. Un poco antes había publicado su segunda novela, Estigma, una bellísima autobiografía incompleta en tres movimientos, en los que cuenta la degradación que le supone tener que prostituirse para comer; cómo se familiariza con su oficio y cómo la vida la conduce aún sin saberlo hasta Ball. “Es un milagro de libro”, lo califica Hesse.
Estigma es una novela en la que uno puede quemarse de indignación, piedad, belleza
Estremece la angustia con la que describe la prostitución, lo sucio del dinero: “Quisiera saber si el dinero es la única causa visible de mi degeneración. El dinero en mi bolso me resultaba oscuro. Cada vez me resulta más sospechoso. El dinero es una afrenta, la molesta señal de la vergüenza (…) El dinero siempre es falso, pero un eficaz, excelente ensueño”. Hennings se siente culpable y vindica el pecado de manera ambivalente, tan pronto se condena (“que la necesidad pueda conducir al pecado no es algo que me salve”) como se absuelve (“el exceso de sufrimiento anula todo pecado”).
Estigma es una novela en la que uno puede quemarse de indignación, piedad, belleza. La belleza de lo débil, relatada con un ritmo encabalgado, narrado en penumbra, con la sencillez de lo auténtico, y entreverado por citas bíblicas (como la introducción del salmo 130, “Desde lo más profundo te llamo a ti, Señor”) y disquisiciones por momentos de pura angustia a propósito del mal, concepto y acción que le resultan incomprensibles e inexplicables, pero con momentos de sosiego luminoso: “Lo que yo amo, cobra vida. Lo que me acoge en silencio, lo abrazo. Me envuelve algo dulce, azul. Afectuosa patria me acaricia, me saluda. Esa es la fábula que contiene el consuelo de la verdad. El corazón de la tierra late. Escucho en una noche silenciosa. ¿Percibe la sintonía toda la humanidad? Solo lo que es escuchado a la vez por todos, la sintonía, ha completado su tono. El tono del mundo”.
Cárcel se cierra con una zarabanda a la busca de Dios. Ella, que “aún no ha ido más allá de sí misma”.
Después, un cáncer de estómago se lleva a Ball, en 1927. Tiene 47 años. Ella se dedica a poner en orden la obra de su marido, como hicieron tantas otras (Ernestina de Champourcín con Domenchina o Concha Méndez con Altolaguirre, por citar un par). Ella le sobrevive hasta 1948, el 10 de agosto (festividad de san Lorenzo, cuando el cielo se empapa de perseidas), después de haber quebrantado todos los mandamientos salvo el séptimo, y de haber dejado una obra de una intensidad vernácula en cualquier idioma. Acaso cansada, sabe que “allí donde el anhelo se ha dormido, comienza la muerte”, del mismo modo que alberga la certeza, compartida con Nerval, de que el sueño es la verdadera vida. Y soñó.
* Las traducciones que se utilizan pertenecen a Cárcel. Seguido de Estrofas del éter y Estigma, ambos traducidos por Fernando González Viñas y editados por El Paseo.
Su rostro tiene algo de mimo taciturno ambulante, de dignidad de hereje camino de la hoguera, algo de advocación mariana sufriente y una huella de fatalidad, que en conjunto ofrece la belleza opiácea del desasimiento, de la fragilidad desnuda. Emmy Hennings, (Flensburgo, Alemania, 1885- Sorengo, Suiza, 1948),...
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