Lo común
Madrid tristea, MediaLab-Prado se desvanece
Desmantelar este laboratorio ciudadano es poner en riesgo todo el ecosistema de innovación de Madrid. Se acaba con un nuevo paradigma cognitivo, con una comunidad, una red y un nuevo estilo de vida
Antonio Lafuente 10/03/2021
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Tristear es caminar al revés, no encontrar el tono de una canción y no atreverse a decir tristeza. Lo tiene que explicar Ángeles Mastretta porque su corrector ortográfico y el Diccionario de la RAE no autorizan el uso de la palabra. Tristear es sentirse solo sabiendo que estás acompañado. Y así me siento yo al saber que MediaLab-Prado va a desvanecerse. Somos muchos los que queremos hacer algo y nos solidarizamos dándonos consuelo. Pero yo quiero explicarles a quienes todavía no se dejaron afectar por MediaLab-Prado por qué estamos tristeando o, en otros términos, por qué es imposible destruir su legado, aunque bombardearan la serrería belga que lo alojaba.
Como centro cultural siempre fue muy singular. En algún momento su director, recién llegado, decidió que en lugar de un espacio de exhibición lo sería de producción. Se dice pronto, pero las consecuencias fueron impresionantes. De ser imaginado como un lugar para mostrar la obra de autores consagrados, se dedicó a promover proyectos experimentales colaborativos. Dejó entonces de ser un lugar para el famoseo y se convirtió en un territorio amateur: un sitio para los amantes de lo imposible, lo improbable y lo inaudito. Un lugar habitado por gente anónima, curiosa y descreída. Un centro donde nadie estaba acreditado, donde lo único que importaba era lo que podías aportar. Como los consagrados suelen ser gente de más edad, desaparecieron los mayores y fue un territorio joven, aunque no faltaran las canas.
Si no tenías nada que aportar, pero sí mucho que aprender, entonces MediaLab-Prado podía ser también un paraíso. La hospitalidad siempre fue la regla de oro. Eso implica mucha inteligencia emocional, pero lo novedoso es la forma en la que se infraestructuraron los cuidados. Los proyectos, por ejemplo, eran seleccionados mediante convocatoria internacional, pero lo que es menos frecuente es que también los colaboradores de cada proyecto se identificaban mediante otra convocatoria abierta. En MediaLab-Prado todxs éramos pares y podíamos ser parte. Cualquier persona podía proponer una iniciativa, pues la única condición para que fuese aceptada es que creara una comunidad a su alrededor y que los resultados fueran compartidos.
La noción de abierto siempre fue constitucional. La aprendimos de los hackers que solo ganan la condición de autor cuando revelan su trabajo, un acto que convierte la publicación en una donación. Los hackers lo aprendieron de los científicos que siempre actuaron así hasta que las leyes de propiedad intelectual les animaron a considerar la originalidad una autopista que conducía a la propiedad. Los hackers han convertido la práctica común de publicar en una acción llena de connotaciones jurídicas, políticas y culturales que ellos nombran como revelar el código. Se parece mucho a publicar, pero no es lo mismo, pues un hacker autoriza que su producción pueda ser accedida, editada, modificada y publicada, con la única condición de que el resultado también sea libre. El propósito de esta práctica se explica fácil: lograr que lo libre fuera viral, pues contagiaba de ese espíritu todo lo que contactaba y lo convertía en libre. Así fue siempre la ciencia antes de que se obsesionara con los delirios nacionalistas, los retornos económicos y las métricas del impacto. El conocimiento no tiene que tener patria, dueño o autor. El conocimiento puede ser entre todxs.
Cuando decimos abierto no solo estamos evocando los imaginarios de la propiedad. También apelamos a todo aquello que nos conecta con los saberes plurales e interdisciplinares o con los colectivos heterogéneos. Abierto a todo y a todas. Las consecuencias son admirables porque un colectivo de tales características tiene que configurarse como una comunidad de aprendizaje, cuya primera urgencia es construir un espacio común que favorezca el intercambio. Así que lo primero que aprende un usuario de MediaLab-Prado es a escuchar. No es fácil porque en la academia se nos entrena para diagnosticar y poco o nada aprendemos de cómo afectar y dejarnos afectar por lo diferente, lo anormal o lo singular.
Los que amamos MediaLab-Prado nos encanta verlo como un taller de prototipado y como una incubadora de comunidades. Los imaginarios de la emprendeduría eran cuestionados por muchos motivos imposible de resumir. Un emprendedor tiende a ver el mundo como una constelación de problemas aguardando una solución, una actitud que con frecuencia tiende a simplificar excesivamente las cosas. En la cultura del emprendimiento nunca hay mucho tiempo y se privilegian las soluciones rentables frente a las sostenibles o humanitarias. Muchos emprendedores aceptan sin discusión que el mundo es como es y que nada podemos hacer para cambiarlo. Por eso en MediaLab-Prado nos sentíamos satisfechos de experimentar que la apertura a todos y a todo estaba ayudando a crear comunidades más inclusivas, más empáticas y, en consecuencia, más críticas. Y es que ser crítico no equivale a ser más listo o más rápido, sino a ser más afectivo y abierto.
Quien haya visitado MediaLab-Prado habrá visto a mucha gente trabajando en grupos reducidos con una intensidad inusitada y una vibrante gestualidad. La primera vez que lo vi supe que quería pertenecer a ese mundo. Y tuve dos maestros que me ayudaron a entenderlo: Marcos García y Tíscar Lara. Eran muy jóvenes, porque allí los maestros tienen veinte años menos que los aprendices. Ya sé que no es fácil de creer y que mis palabras pueden parecer una loa beata. Pero no lo es. Relatan algo que he vivido miles de veces. A ese ambiente de trabajo le llamábamos taller de prototipado. Era un espacio de producción y por eso nos gustaba la noción de taller. Y poco a poco aprendimos a comprender la palabra prototipo. Un prototipo es algo tentativo, inacabado e imperfecto, hecho colectiva y experimentalmente. Pero esa condición de objeto provisional, lejos de habitarla como una carencia, la sentíamos como una potencia, pues contenía una invitación para que otras personas lo cambien, lo rediseñen o lo redirijan. El secreto es mantenerlo siempre abierto, pues nadie tiene el poder de cerrarlo y nadie es su dueño.
Prototipar entonces es mucho más que buscar soluciones para los problemas. Prototipar es aprender a escuchar lo que los otros piensan e incorporar parte de lo que escuchamos al diseño. Quienes prototipan no están obsesionados por encontrar la mejor solución, sino solo la que se pueden permitir, la que se hace posible en las circunstancias reales que habitan. Y no les preocupa por dos motivos: uno porque las mejoras van llegando conforme incorporamos nuevos actores y otros puntos de vista; y, dos, porque al publicitar cosas imperfectas se pueden acelerar los procesos cognitivos e incorporar más talento. Prototipar entonces es una forma de aprender a vivir juntos y eso explica la intensidad afectiva de los intercambios interpersonales en MediaLab-Prado.
MediaLab-Prado es un espacio de aprendizaje singular. Basta con un sencillo merodeo por su web para ver la enorme variedad de temas abordados. Son tantos y tan distintos que probablemente nadie sepa con precisión lo que pasa. Todo el mundo anda cacharreando y lógicamente se producen sinergias que ningún otro espacio cultural que yo conozca puede garantizar. No importa cómo de excéntrica sea la locura que quieres desarrollar, pues seguro que encuentras a otras y otros que quieren acompañarte. Todo será tan artesanal, barato y tentativo que el momento de creación coincide con el de experimentación. No hay un plan o un protocolo a seguir, sino que el objeto producido y el protocolo para producirlo se coproducen uno a otro recursivamente. MediaLab-Prado está sembrado de momentos Eureka, y por eso hay un ambiente tan festivo, porque a la alegría de contribuir se suma la de aprender.
Y sí, a nadie le incomoda la denominación laboratorio ciudadano, como tampoco la de centro de innovación social. Y aquí me quiero detener otro minuto porque desmantelar MediaLab-Prado es poner en riesgo todo el ecosistema de innovación de la ciudad. Los gestores quieren que haya ríos navegables por los que circulen buques repletos de mercaderías. Tienen todo un sistema de indicadores que miden caudales, tonelajes, licencias y retornos. Pero para que haya ríos navegables es precisa la afluencia de miles de riachuelos, arriba de la montaña, que no tienen nombre ni están en los mapas, pero que aportan cantidades intangibles de caudal. Para esos flujos no hay indicadores claros y quien predique en su nombre es probable que mienta. Casi seguro que es un farsante.
No hay innovación sin aprendizaje y experimentación. Y nunca tendremos ríos navegables sino protegemos toda la cuenca, cuidamos la cantera, protegemos la vida salvaje y animamos las formaciones híbridas, las conductas rebeldes y las coreografías sutiles.
Podía haber hablado de la proyección internacional de MediaLab-Prado, de sus reconocimientos, apoyos y resonancias. De sus aliados y premios. Podía haber justificado su continuidad mostrando su popularidad o impacto. Pero quería escribir en una clave más personal, y por tanto más política. Quería explicar por qué MediaLab-Prado configura un nuevo paradigma cognitivo: una pieza única de orfebrería institucional difícilmente replicable, porque no es un sitio al que se pueda ir. MediaLab-Prado es su comunidad, es entre todxs, existe en red y representa un nuevo estilo de vida. Y por eso tristeamos, porque caminamos al revés y no nos basta con estar acompañados.
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Antonio Lafuente es investigador del Instituto de Historia (CSIC). Trabaja en el procomún y en los Laboratorios Ciudadanos.
Tristear es caminar al revés, no encontrar el tono de una canción y no atreverse a decir tristeza. Lo tiene que explicar Ángeles Mastretta porque su corrector ortográfico y el Diccionario de la RAE no autorizan el uso de la palabra. Tristear es sentirse solo sabiendo que estás acompañado. Y así me siento yo al...
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