La magia de Hollywood
El gran adiós, cuando Paramount fue salvado por un ‘playboy’
A finales de los sesenta, el estudio estaba al borde de la ruina. Una fría y calculada estrategia empresarial lo salvó y creó parte del gran cine norteamericano de los gloriosos años setenta
Iván Reguera Pascual 16/04/2021
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Se ha escrito bastante sobre el Nuevo Hollywood, esa salvaje pandilla de talentosos cineastas que rodaron sus películas con una libertad que jamás se vio en la meca del cine y jamás se volvió a ver. Peter Biskind ya los retrató en su canónico libro Moteros tranquilos, toros salvajes y ahora llega a España un libro fascinante que se centra en la escritura, producción y rodaje del clásico Chinatown. Se llama El gran adiós (Es Pop Ediciones) y su autor es Sam Gasson, escritor especializado en libros de no ficción, como los dedicados al rodaje de Desayuno con diamantes y a la vida de Bob Fosse, una monumental biografía llevada a la televisión en la miniserie de HBO Fosse / Verdon.
En declaraciones a CTXT, Óscar Palmer, editor de Es Pop, da una buena noticia a los cinéfilos: quieren publicar más de Sam Wasson. En concreto, Quinta Avenida, 5:00 a.m. Desayuno con diamantes y el nacimiento de la heroína moderna.
Sobre El gran adiós, Palmer reconoce que lo han publicado por tener “el grado de profundidad y relevancia que buscamos en nuestros ensayos, pero sin dejar de ser satisfactorio a un nivel puramente ‘fan’. Es decir: por una parte cumple su función más aparente (descubrirte todos los intríngulis de la creación de Chinatown), pero a su vez funciona como una historia cultural más amplia, sumergiéndote de lleno en la época para pintar un retrato histórico y social del momento”.
Y es cierto que Wasson lo logra con creces. El documentadísimo El gran adiós, una auténtica delicatessen para cinéfilos, tiene cuatro protagonistas principales: su productor (Rober Evans), su guionista (Robert Towne), su actor (Jack Nicholson) y un protagonista que no es humano: el estudio Paramount.
Se vende estudio de Hollywood
A finales de los años sesenta, California se llenaba de marihuana, ácido, pacifismo y amor libre mientras Hollywood no se enteraba de nada, aunque intentaba reflejar la moda hippie de manera torpe y acartonada.
Dentro de los grandes estudios de cine, eso sí, Paramount era el que más mimaba a los cineastas. De hecho, fue conocido como “el estudio de los directores”, una empresa que se preocupó por fichar a los mejores: Ernst Lubitsch, Josef von Sternberg, Rouben Mamoulian, Billy Wilder... Nada que ver con las asfixiantes injerencias de los productores y ejecutivos de la Metro-Goldwyn-Mayer.
El único estreno exitoso de 1968 para Paramount fue La extraña pareja, comedia teatral protagonizada por dos actores que no eran precisamente jóvenes promesas
Pero los estudios de Hollywood estaban arruinados y cundía el pánico. Y no solo estaban arruinados, también estaban desfasados, habían perdido al público más joven y sus directores ya eran demasiado viejos o demasiado conservadores. La costosísima La leyenda de la ciudad sin nombre había nacido vieja, al igual que Vuelve a mi lado o Skidoo. El único estreno realmente exitoso de 1968 para Paramount fue La extraña pareja, comedia teatral protagonizada por dos actores, Jack Lemmon y Walter Matthau, que no eran precisamente jóvenes promesas.
Ante tan ventajosa situación, un grupo de inversores vio que podían ir a la yugular de tan desamparada presa. Así, el conglomerado Gulf + Western Industries, comandado por un hombre muy rudo en las formas llamado Karl Georg Blühdorn (Charlie Bluhdorn para Hollywood), compró Paramount y fichó a Robert Evans (engominado, bronceado, exactor de cuarta y playboy) tras verlo en un reportaje en el que aparecía negociando, teléfono en mano, en el hotel Beverly Hills. Con solo 36 años, Evans se convirtió en el director de la oficina de Paramount en Londres y en muy poco tiempo en el hombre más poderoso del estudio. Un enchufe como se recuerdan pocos, pero un enchufe muy bien aprovechado. Por algo Evans tenía un lema: “La suerte es la confluencia entre la oportunidad y la preparación”. De ahí que no hiciese lo que se esperaba de él, sino más y mejor. Evans hizo posible una obra maestra como El padrino, la gran joya de catálogo Paramount.
Carambolas de la vida y el arte, una fría y calculada estrategia empresarial de Bluhdorn creó parte del gran cine norteamericano de los gloriosos años setenta. Y lo hizo despidiendo a 150 empleados que creía no necesitar, alquilando platós para la televisión y vendiendo la mitad de los terrenos e instalaciones de Paramount, lo que hizo que los equipos de cine tuvieran que rodar fuera de los estudios y en la calle, creando un cine mucho más realista y auténtico que el que hasta entonces habían rodado. Un cine nuevo con talentos nuevos, algunos extranjeros, como el director, guionista y actor polaco del que todo el mundo hablaba tras ganar, con Repulsión, el premio FIPRESCI en el Festival de Berlín.
Roman Polanski, experto en el mal absoluto
En El gran adiós Sam Gasson no pasa de largo la matanza en casa de Sharon Tate y Roman Polanski y la devastación que supuso para el director el brutal asesinato de su mujer y su hijo no nato. La irrupción del mal absoluto en su vida no era nueva. Su madre, también embarazada, había sido gaseada y quemada en uno de los hornos de Auschwitz. Lo que todo el mundo le recomendaba, hasta Stanley Kubrick, es que intentase trabajar, centrarse en rodar, algo que le ayudaría a no recordar. También le ayudó Robert Evans, que ya lo había elegido para rodar La semilla del diablo, en cuyo desenlace el mal absoluto acaba saliéndose con la suya. Igual que en Chinatown. Casi todas las películas de Polanski tienen esa marca al final, esa desazón, esa total falta de esperanza. Veneno para los productores y para la taquilla. Por eso apostar por Polanski para dirigir Chinatown fue un nuevo desafío para Evans. Y nunca fue fácil. De hecho, Polanski no quería volver a Hollywood.
– El guion es un puto desastre, Roman, te necesito aquí ayer.
– Tengo que ir a Polonia, Bob, a pasar la Pascua.
– A tomar por culo la Pascua, si no vienes no pondremos esto en marcha nunca. Celebraremos la Pascua en mi casa.
Polanski volvió a decirle que no y Evans le mandó el guion a Roma. Y enseguida comprobó que el guion era larguísimo y estaba lleno de diálogos interminables y subtramas innecesarias. Aquello no se podía rodar. Su firmante era otro cineasta con suerte, como Evans. Otro niño pijo con una flor en el culo: el guionista Robert Towne.
El guionista que se aprovechó del talento ajeno y acabó siendo el único en llevarse el Oscar
El peor parado de El gran adiós es Robert Towne. Gasson sugiere que fue un hombre sin talento, pero con una suerte inexplicable, sencillamente cayó en gracia a Evans. Towne no venía de abajo, era hijo de un promotor inmobiliario forrado que además estaba obsesionado por que sus hijos hiciesen carrera en Hollywood. Lou, así se llamaba el padre, nunca hablaba de literatura o de guiones en casa, en la que no había ni libros. Lo que Lou quería era éxito, fama y reconocimiento para los Towne. Siempre llevaba la cartera llena de billetes para sobornar, para llegar a un buen contacto para sus hijos. El patriarca era un poco como el turbio Noah Cross (John Huston) de Chinatown.
En Paramount sabían que Polanski había aportado al guion el talento y el ingenio necesarios para convertirlo en un gran guion
Pero para turbio su hijo. Gasson recuerda lo lento y disperso que era Towne y lo que se aprovechó de dos personas, en concreto, a la hora de escribir Chinatown: Edward Taylor y Roman Polanski. Taylor era un amigo íntimo, experto en novela negra y escritor de talento que le ayudó a escribir el guion. La hijastra de Taylor, Katherine Andrusco, da por hecho que Towne se aprovechó de él. Taylor, que veneraba a Towne, no solo no fue acreditado, sino que fue mal pagado si pensamos que Towne recibió 210.000 dólares por escribir Chinatown. Y antes de haber escrito una sola página.
La otra víctima de Towne fue el propio Polanski, con el que nunca se llevó bien. Y no es que Gasson revele demasiado en este caso. En Paramount sabían que Polanski había aportado al guion el talento y el ingenio necesarios para convertirlo en un gran guion. Según la mujer de Towne, el primer borrador fue de su marido, pero el segundo y definitivo fue de Roman, que no quiso entrar en la lucha de la coautoría, algo que reconoció el propio director: “Podría haber solicitado un arbitraje, por supuesto que sí, pero no quise enfangarme en esa pelea con Bob Towne y el Sindicato de Directores. No es mi estilo”.
Jake Gittes es Jack Nicholson, “el tejedor”
Tampoco quiso meterse en el lío el último de los protagonistas de esta historia. Jack Nicholson era íntimo de Evans, Towne y Polanski y quería mantener al equipo creativo contento y sin tensiones, que sí las tuvo con la caprichosa Faye Dunaway y en ocasiones con el perfeccionista y cabezón Polanski. A Jack lo llamaban “el tejedor” porque le gustaba tejer una red de amigos a los que admiraba y quería. Todos podían pasarse por su casa en Mulholland Drive, ponerse un tiro de coca y disfrutar de la piscina o de sus discos. Él y Roman, que lo rechazó para hacer del marido en La semilla del diablo por tener un porte excesivamente mefistofélico, se hicieron íntimos. Igual ocurrió con Evans: cuando estaba pasándolas canutas, el productor le prestó a Jack 12.500 dólares sin preguntar nada. Años después, cuando Evans iba a perder su mansión por su abuso con la coca y otros desastres personales, Jack la compró y se la regaló. No fue tan firme y duradera su amistad con Towne, al que conoció dando clases de interpretación. En la producción de la secuela de Chinatown (Los dos Jakes) casi terminan a hostias.
En el rodaje de Chinatown todos recordaban a Nicholson como un tipo que, a diferencia de la insufrible Faye Dunaway, a la que todo el equipo odiaba, no se retiraba a su caravana al acabar sus planos. Le gustaba sentirse en un equipo, a veces observando y otras simplemente leyendo la prensa y fumando un cigarrillo. Por culpa de su personaje en Chinatown había recuperado el vicio del tabaco y ya no lo volvió a dejar. Y no todo fue un camino de rosas para Nicholson, también hubo broncas con Polanski, en una casi llegan a las manos por culpa de una final de baloncesto que Jack no quería perderse. “Enano cabrón” es lo más bonito que le dijo aquella tarde.
Ya no hay nadie como Robert Evans en el cine norteamericano. Ni como Roman Polanski, Jack Nicholson, John A. Alonzo, Jerry Goldsmith o John Huston
El rodaje de Chinatown fue muy intenso, agotador para muchos. Polanski mimaba a los actores, pero también les exigía técnicamente lo que otros no exigían. Sobre su forma de trabajar con ellos y el equipo de cámara, dijo que decidirse por una imagen antes de llegar al rodaje era tan absurdo como encargarle un traje de primera al mejor sastre de París para luego encontrar una persona a la que le siente bien. Él dejaba a los actores que ensayasen mientras él observaba cómo iban encontrando, de manera instintiva, el lenguaje corporal. Y solo entonces pensaba en la cámara. En el resto de disciplinas era igual, nunca paraba quieto, controlaba cada detalle: cámara, luz, arte, vestuario, maquillaje... Y, para colmo, tuvo que despedir al director de fotografía (el veterano Stanley Cortez se veía mayor para el ritmo de Polanski) y sufrió amenazas de despido por culpa del agente de Dunaway, afortunadamente sofocadas por Evans. Ella no lo soportaba y pidió su despido. Y nadie se lo perdonó.
Chinatown, que logró once nominaciones a los Oscar y solo lo ganó Towne por “su” guion, supuso una forma de hacer cine como ya no se hace, un cine exquisito para un público adulto, con una clase inmensa, con mucho estilo en la dirección, la música, la fotografía, los decorados, el vestuario, el reparto... Ya no hay nadie como Robert Evans en el cine norteamericano. Ni como Roman Polanski, Jack Nicholson, John A. Alonzo, Jerry Goldsmith o John Huston. Ya no queda nada de una época dorada que se refleja perfectamente en esta frase de Robert Towne: “Tengo la creciente sensación de que la historia de la vida en la tierra no sigue un proceso evolutivo, sino involutivo. Con cada nueva generación nos volvemos más pequeños. Los titanes siempre pertenecen al pasado”.
Se ha escrito bastante sobre el Nuevo Hollywood, esa salvaje pandilla de talentosos cineastas que rodaron sus películas con una libertad que jamás se vio en la meca del cine y jamás se volvió a ver. Peter Biskind ya los retrató en su canónico libro Moteros tranquilos, toros salvajes y ahora llega a...
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