GRAMÁTICA ROJIPARDA
El derecho al drama
Es tal la presencia de fascistas en las calles, son tan frecuentes las noticias de agresiones xenófobas y homófobas, que las tonterías de los aprendices de Umbral, de nuestros héroes de extremo centro, ya ni me conmueven ni me interesan
Xandru Fernández 18/04/2021
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En un mundo perfecto, todo usuario de Twitter, Instagram y TikTok dispondría de un Estado propio con su propia Constitución y su propio ejército. Solo así la realidad estaría a la altura de las ilusiones y fantasías de la mitad de esos usuarios. La mitad por decir algo: podrían ser incluso más. En tanto no esté disponible esa versión digital de la Paz de Westfalia, tendremos que conformarnos con monitorizar esos conflictos que estallan todos los días y a todas horas entre personajes que no parecen tener vida propia más allá de su foto de perfil pero que actúan como si el universo entero estuviera pendiente de sus victorias y derrotas virtuales.
Como muchos de esos personajes viven, en efecto, de los likes que cosechan, o de las visitas que reciben sus artículos en la prensa digital, se comprende que no dejen pasar ni una sola ocasión de sacar rédito del conflicto o, al menos, de intentarlo. Y, como algunos de ellos no son estúpidos y todos o casi todos saben copiar estrategias exitosas, se comprende también que tiendan a dramatizar cualquier incidente, por nimio que sea, pues es bien sabido que el drama vende. Yo diría que vende desde siempre, o al menos desde que por primera vez un ser humano intentó venderle algo a otro, yo qué sé, un bifaz de sílex, contándole que no podía cambiarlo por menos de dos vueltas de collar de madreperla porque ese bifaz y no otro había pertenecido a un abuelo chamán. El aura de los objetos, ese que según Benjamin individualiza a las obras de arte, “aparición irrepetible de una lejanía”, es convocado (y yo diría que también creado, llámenme prosaico) por el relato en cuya trama ese objeto encuentra un sentido y un valor de cambio. ¿Qué tengo yo de irrepetible, qué vuelve única mi aparición fugaz en la cercanía de esta o aquella red social? Es mi anécdota, mi pasado, mi trayectoria: soy lo que puedo contarte de mí y, si encima soy capaz de anudar mi biografía con la del cosmos, lo que te cuente de mí será interesante porque será como hablarte de ti y de todos.
Solo que no es fácil hacerse oír con tanta gente contándote su vida. Ya no se trata de la supervivencia del más apto, sino de la primacía del que más ruido haga, toda vez que nadie escuchará lo que tengas que decir a no ser que se lo grites. Pero ¿cuál es la versión digital del grito? No es escribir en mayúsculas, ni siquiera insultar. La versión digital del grito es la interpelación, la cita, el etiquetado, cualquier estrategia que permita que tu voz tenga eco en la voz de otros. En realidad el insulto funciona justo al revés, pues nadie quiere repetir ni mucho menos amplificar el haber sido objeto de censura o de burla. Mejor lo contrario, la adulación. O hacerte pasar por víctima de una persecución real o fingida, lo que te convertirá automáticamente en acreedor de loas, desagravios y sinceras muestras de solidaridad. O las dos cosas: adular al jefe de opinión del diario que quieres que te entreviste mientras denuncias con lágrimas en los ojos que un tuitero con doce seguidores te ha llamado imbécil. Qué sabrán en Yemen lo que es sufrir.
Cuanto más intenso el drama, mayor probabilidad de éxito. Cualquier anécdota puede servir de prólogo al apocalipsis. ¿Que en una universidad de la Cochinchina un profesor de Introducción al Cultivo del Berro estornudó sin pañuelo y alguien hizo un meme en lengua camboyana llamando guarro al profesor? De ahí sale, si no una tesis doctoral, al menos un artículo de seiscientas palabras con un título de esos tan largos que tanto lucen en Facebook. ¿Una monja de clausura resbala y se parte la cadera y nadie ha señalado como posible autor intelectual del suceso al repartidor del pan, magrebí, musulmán y diplomado en osteopatía, por ese orden? Intolerable: ¿qué sería de la civilización occidental si no hubiera centinelas dispuestos a hacerse eco de esa y otras añagazas del islamismo queer?
No deja de ser sorprendente que la reivindicación del derecho a dramatizar provenga de personajes muy poco inclinados a reconocer las subjetividades ajenas, las vivencias que en materia de derechos ponen en cuestión los prejuicios heredados. Las posiciones de poder. Sin querer meterme en berenjenales estadísticos, diría que, cuanto mayor la tendencia al melodrama, mayor la propensión a adjetivar la experiencia ajena, un exceso retórico muy propio de quien tiene poco que decir de sí mismo, muy pocos verbos que conjugar en primera persona. Retórica de portería, estética de barbería y casino.
Aparte del autor, ¿a quién beneficia esa amplificación de lo banal hasta extremos grotescos? Por regla general, muchas de las anécdotas comentadas terminan siendo lugares comunes en discusiones sobre corrección política, cancelaciones y otras señales del fin de los días, o del fin de los años setenta, que parece que a veces los confundimos. Así, habida cuenta de que el mundo está lleno de gente y de instituciones culturales, el cazador de dramas lo tiene fácil para localizar en qué televisión local de Connecticut han suspendido la emisión de Lo que el viento se llevó, ataque sin precedentes a la cultura cinematográfica de los más jóvenes, pero no es frecuente que ponga el mismo celo en investigar en cuántos institutos españoles se explica la Prisión General de Gitanos de 1749, y no porque nuestro héroe sea un racista de tomo y lomo, sino porque sabe, o cree saber, que lo que mueve el mundo es el resentimiento, no el hambre y la sed de justicia.
Es cierto, tengo una tendencia innata a interesarme por las cuitas de los niños de papá, solo que se me pasa enseguida. Sin embargo, hasta que se me pasa, me emociono de veras. Así, he visto por ahí que el ultimísimo gañido de uno de esos Jeremías de todo a un euro viene envuelto en un aura de nostalgia por lo bien que en España nos reíamos de los maricas antes de que los cenizos de lo políticamente correcto lo arruinaran todo. Con Arévalo vivíamos mejor: ¿a que no se esperaban este giro de los acontecimientos?
Lo peor es que ya ni me sorprende. Pero en las últimas semanas se ha disparado hasta tal punto la presencia de fascistas en las calles, son tan frecuentes las noticias de agresiones xenófobas y homófobas y suben tanto de tono las declaraciones de soberbia revanchista en el discurso político de las derechas, que las tonterías de esos aprendices de Umbral ya ni me conmueven ni me interesan. Este artículo que está usted acabando de leer es al mismo tiempo un exorcismo y un manifiesto: en lo sucesivo, dejaré de comentar los éxtasis tragicómicos de nuestros héroes del extremo centro, dejaré de leerlos, dejaré de fingir interés. Tienen todo el derecho del mundo a seguir viviendo el drama de que, por culpa de las feministas, nadie quiera leer sus tediosos libros sobre los tabúes, las cancelaciones, las diversidades y el interiorismo pop. Pero el mismo derecho tengo yo a ignorar sus aspavientos y sus senectudes mentales. También yo me hago mayor y pierdo la paciencia. Creo, honestamente, que se desintegrarían si dejáramos de prestarles atención y creo, también, que merece la pena hacer la prueba.
En un mundo perfecto, todo usuario de Twitter, Instagram y TikTok dispondría de un Estado propio con su propia Constitución y su propio ejército. Solo así la realidad estaría a la altura de las ilusiones y fantasías de la mitad de esos usuarios. La mitad por decir algo: podrían ser incluso más. En tanto no esté...
Autor >
Xandru Fernández
Es profesor y escritor.
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