CATHERINE FRANÇOIS / FILÓSOFA Y TRADUCTORA
“El poder no es un mal en sí mismo, sólo lo es cuando se otorga a la persona inadecuada”
Esther Peñas 3/05/2021
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En un momento (histórico, político, anímico, psicológico) en el que todo es tosco, (falsamente) unívoco, desmemoriado, en el que conceptos como la bondad, la verdad o la belleza son odres enjutos y cuarteados, la filósofa y traductora Catherine François (París, 1954) propone adentrarse en tres sabidurías antiguas, las tres escuelas de pensamiento chino: confucianismo, taoísmo y budismo. El resultado, un luminoso y sosegado ensayo, La senda de las nubes (Siruela), que convoca nombres y linajes conocidos, como Confucio, otros fascinantemente desconocidos, como Sima Qian, el historiador más importante de la Antigua China, y muchos capaces de avivar la lumbre del asombro, como los siete sabios del bosque de bambú.
A su juicio, ¿cuáles son las grandes diferencias de la sabiduría oriental respecto de la de Occidente?
Una de las grandes características del pensamiento oriental antiguo es, sin duda, la importancia que da al pasado como herencia necesaria para hacer viable el futuro. Los confucianos no apostaban por la idea de progreso, sino por la estabilidad de unos valores amplios y sólidos que no desapareciesen con cada generación. Preservar la memoria era un deber del sabio que le permitía resistir a las dificultades del presente, honrar a sus antepasados y transmitir sus conocimientos.
Otro aspecto que nos puede parecer extraño es, por parte de los taoístas y de los budistas, sobre todo, el aceptar al mismo tiempo la validez de una idea y de su opuesto. Las paradojas forman parte de sus enseñanzas y pretenden abarcar la complejidad de los problemas tanto como de sus posibles soluciones. Los sofistas griegos enseñaban a defender una idea y su contraria, pero con el fin de persuadir y acceder al poder.
Llegado el punto en que los rituales se convierten en obligación vacía, los jóvenes se rebelan contra ellos
Algunos valores propiamente chinos pueden parecer vagos desde la mentalidad occidental, como la insipidez, el vacío o el no-hacer. Todas esas ideas contienen e implican su contrario. El filósofo François Jullien las estudia en sus obras sobre China. El vacío, por ejemplo, nada tiene que ver con un límite absoluto, como el cero en matemáticas, que proviene de la India.
Los rituales ocupan un lugar destacado en estos relatos. ¿Cómo evitar que un ritual sea rutina, es decir, se vacíe de significado?
Confucio es el sabio que con más fervor defendía el valor de los ritos. Para él, no podían ser un comportamiento vacío, porque representaban la forma elaborada de la espontaneidad del ser humano. Eran la manifestación más idónea de un sentimiento natural, como el duelo, la piedad filial o el respeto, evitaban que la emoción fuera excesiva o insuficiente en el momento de exteriorizarse.
Hoy en día, el equivalente del ritual antiguo sería el protocolo, la cortesía o la liturgia religiosa, valores que pueden parecer anticuados si nos fijamos únicamente en su forma, en la gestualidad aprendida, y nos olvidamos de que se trata de un acuerdo tácito con nuestra comunidad que permite a cada uno manifestarse en unos límites aceptables e identificados por todos.
Llegado el punto en que los rituales se convierten en obligación vacía, los jóvenes se rebelan contra ellos, como hicieron los taoístas con respecto a los confucianos.
En uno de los primeros textos, Confucio dice: “Hoy en día los cargos están ocupados por gente sin escrúpulos”. ¿Qué tiene el poder que ya desde entonces corrompe a quien lo ocupa?
Para los confucianos el deber del poderoso es poner sus habilidades al servicio de la comunidad mientras recibe a cambio bienes en pago y el respeto de todos. El poder no es un mal en sí mismo, sólo lo es cuando se otorga a la persona inadecuada. Corrompe al individuo si este carece de las aptitudes que exige su cargo, “cuando el gobernante no actúa como gobernante o el ministro no se comporta como ministro”, dice Confucio. El que usurpa su posición siente que domina a los demás, su posición le otorga una libertad para actuar que antes no tenía, hará entonces todo lo posible para conservarla y gozar de beneficios que por sí solo no sería capaz de obtener. Servir a los demás es un deber para el confuciano. Para los taoístas, al contrario, el poder siempre alterará la condición natural de un individuo, porque le distrae de la única misión que vale la pena en esta vida: ocuparse de sí mismo.
Servir a los demás es un deber para el confuciano. Para los taoístas, al contrario, el poder siempre alterará la condición natural de un individuo
Uno de los pilares fundamentales de estas enseñanzas es la virtud, que ha de prevalecer frente a la pobreza y la humillación, se llega a decir. ¿Cómo podría definirse la virtud para la cultura china?
Según Confucio, la virtud es o bien un don innato o bien una sabiduría adquirida, pero en ambos casos es una fuerza eficiente. Las cualidades del hombre y su comportamiento tienen que ir en la misma dirección, es entonces cuando la virtud puede servir de modelo y actuar por sí sola como una enseñanza capaz de mejorar a los demás. Tal es el poder del sabio, el único apto para gobernar. Para los taoístas, la virtud es unir espontáneamente la naturaleza de cada uno con el curso natural de las cosas, y preservarla al mismo tiempo de todo. Al contrario de la actitud confuciana, el talento de uno no debe ponerse al servicio de nadie so pena de verse alterado. Para los budistas, la virtud consiste en alcanzar nuestro ser auténtico, despojado de las emociones e ideas que oscurecen su pureza. La virtud puede tomar un sentido ligeramente distinto en cada una de estas escuelas de pensamiento, pero en las tres se refiere a cuidar la naturaleza propia, no a un modelo externo o a una norma a los que debemos adaptarnos.
Asimismo, la belleza, que da la sensación de que tiene –para serlo– que estar unida a la verdad y la bondad, como en los griegos.
Los confucianos asocian más a menudo la verdad con la sinceridad que con la belleza. Un hombre verdadero, para ellos, es un hombre recto en el que los pensamientos están conformes con las palabras y éstas con los actos. La belleza es, a los ojos de los demás, el resultado de esta coincidencia, pero no tiene tanto valor como la bondad, fuerza innata que tiene su raíz en el corazón. Para el taoísmo o el budismo, no es una cualidad en sí, sino una apariencia. Lao Tse llega incluso a decir que la belleza que se sabe hermosa se convierte en fealdad.
Aunque a ojos de un occidental pudieran confundirse, ¿cómo distinguir estos tres ríos de la sabiduría que circundan el libro: confucianismo, taoísmo y budismo?
Resulta difícil contestar a esta pregunta porque sus puntos en común son tan sutiles como sus diferencias. En Occidente consideramos a Confucio como un maestro austero y conservador, apegado a los ritos; vemos a los taoístas como individualistas al margen de la sociedad y a los budistas como ermitaños meditando en soledad o como monjes agrupados en un monasterio. Tales estereotipos contienen algo de verdad, pero la realidad es más compleja, porque cada una de estas sabidurías no existe aislada de las demás ni totalmente pura. El confucianismo hereda del taoísmo la misma palabra Tao, que Confucio entiende como Senda de los Antiguos, y el taoísmo, que no ha dejado nunca de convivir con el confucianismo, forma parte de la cultura de los eruditos que participan en el gobierno. Por otro lado, el budismo tuvo que adaptarse al pensamiento chino para implantarse. Quizás sea el budismo la menos “china” de las tres sabidurías por su carácter más sectario, ya que impone valores y costumbres ajenas a la cultura china, como el culto de las imágenes y de las reliquias, la importancia de la salvación o el desprecio del cuerpo.
En el budismo Chan, al final de la iniciación el discípulo llegaba a ridiculizar a su Maestro y éste, en lugar de ofenderse, se regocijaba por ello
¿Cuál es el equilibrio entre el hecho de que nadie puede caminar en nuestros zapatos y la necesidad de escuchar al maestro?
La gran paradoja en la que confucianismo, taoísmo y budismo coinciden es, en efecto, la necesidad que tiene el individuo de un maestro y de una enseñanza para descubrirse a sí mismo. Esta paradoja está ligada con otra, más propia del maestro, que necesita las palabras para condenar la ineficacia del lenguaje. Conviene distinguir el objeto de la enseñanza de la práctica individual que depende del discípulo o del maestro. Si nadie te enseña el Camino, puede que nunca sepas de su existencia, pero una vez que lo hayas descubierto en ti mismo, tienes que abandonar lo aprendido porque el discurso no sirve. Palabras, libros y maestros son como la barca que sirve para cruzar el río. Una vez alcanzada la otra orilla, hay que dejarlos atrás para seguir avanzando.
Confucio, Sima Qian, los siete sabios del bosque de bambú… ¿Cómo se reconoce a un maestro?
El Maestro no aporta nada que el discípulo no posea, sólo descubre o despierta lo que estaba oculto en él. Al escuchar su enseñanza, el discípulo tiene que sentir una resonancia dentro de sí mismo, porque, al fin y al cabo, es a su naturaleza a quien se dirige el maestro. Una enseñanza puede parecer atractiva por ser más bella o más accesible, pero ante todo debe dar la sensación de que está hecha para uno mismo, independientemente de la cultura o de la época. Quizá lo más rico para el discípulo sería encontrarse reflejado en diferentes escuelas de pensamiento, lo que evitaría el sectarismo.
¿Cuándo sabe un maestro que su magisterio ha concluido?
Cuando comprueba que su discípulo le supera, el Maestro sabe que su enseñanza ha acabado. En el budismo Chan, al final de la iniciación el discípulo llegaba a ridiculizar a su Maestro y éste, en lugar de ofenderse, se regocijaba por ello. Confucio también da testimonio de un discípulo cuya sabiduría era superior a la suya. La Senda de los taoístas se anhela, su práctica se depura, pero alcanza su verdadero fin cuando se olvida. En el caso de un libro, el autor se da cuenta de que su trabajo ha acabado cuando siente que el silencio es la única cosa que puede ampliar el alcance de su texto.
De todas las enseñanzas que recoge el libro, ¿por cuál siente predilección?
Al considerar el hilo que veía correr entre ellas iba siguiendo probablemente alguna inclinación, pero una vez acabado el libro, me doy cuenta de que ese hilo va más allá del simple interés personal. A pesar de la distancia, estas tres sabidurías atraviesan los siglos, las diferentes culturas y las individualidades de cada uno para convivir, enriquecerse mutuamente y renovar nuestro pensamiento. Es nuestro deber confiar en las lecciones del pasado, dar lo mejor de nosotros mismos y transmitirlo a las generaciones futuras para que el hilo no se interrumpa.
En un momento (histórico, político, anímico, psicológico) en el que todo es tosco, (falsamente) unívoco, desmemoriado, en el que conceptos como la bondad, la verdad o la belleza son odres enjutos y cuarteados, la filósofa y traductora Catherine François (París, 1954) propone adentrarse en tres sabidurías...
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