LIBROS
Peligrosa intimidad
Notas sobre vacaciones terroríficas en Joyce Carol Oates, Mariana Enríquez, Ian McEwan y Milan Kundera
Daniela Farías 8/05/2021
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“Puedes hacerme el favor de hacer menos ruido al respirar”. La imagen de una pareja, ambos con cara de cabreados y este texto que la acompaña. Me la comparten unos amigos durante la pandemia y, con los ojos clavados en la foto, revivo antiguas crispaciones cotidianas. Mi cabeza siempre dispuesta a atesorar lo malo me hace sentir a salvo porque esos momentos están muy lejos en el tiempo, porque ya lo dice Mary Karr en Iluminada, sus memorias, “La pelea a grito pelado o el insulto impropio duran para siempre, mientras que la dulzura cotidiana se disuelve como azúcar en agua1”. Sin embargo, eran tantos los desencuentros, que ahora miro esa clase de intimidad con desconfianza. Como la gente que dice que al mar no le tiene miedo, le tiene “respeto”, pero en realidad es miedo. Cómo van a respetar al agua, qué absurdo. Entonces, lo mío no es desconfianza, es miedo, concluyo. Con toda razón, porque puede ser terrorífica la intimidad, como el mar. Más aún porque vengo del Pacífico, donde todo es más revuelto, al contrario del mar del Mediterráneo, hermoso y más cálido pero en exceso calmo. No te arrastra, no hay riesgo, ni juego. Parecido a las parejas bien avenidas que viven juntas y no se ven. Las cosas convenientes, ordenadas: el conformismo.
“Marido-mujer ni una sola estrategia nueva que descubrir en esa afianzadísima tradición clásica. Las discusiones son como el chirrido de hojas oxidadas, como el viejo motor y su molesto golpeteo2”, escribe Elizabeth Hardwick en el maravilloso libro Noches insomnes, que llegó a mis manos gracias a mi amigo el poeta Juan Santander, siempre tan certero en sus recomendaciones. Hardwick escribió el libro a los sesenta y tres años y después de la muerte de Robert Lowell, su exmarido, con quien tuvo un divorcio envuelto en escándalo, que son los que valen la pena. “La copa de oro se ha roto, pero era de oro”, escribió Francis Scott Fitzgerald a propósito de Suave es la noche, más bien de Zelda3.
Un duro golpe para Hardwick, además del desamor, fue la publicación, tras el divorcio, de fragmentos de las cartas que ella envió al poeta durante los dos años que duró la tortuosa separación, en el libro The Dolphin (1972). Robert Lowell había vulnerado la intimidad de la escritora sin su consentimiento. Hardwick perdonó finalmente al poeta infidelidades, alcoholismo, abandono y estaba dispuesta a recibirlo tras el fracaso con su segunda mujer por quien la había dejado. Pero, cosas del destino, él muere en el taxi que lo lleva al reencuentro con su exesposa.
Los viajes en pareja, como parte de las prácticas para compartir tiempo y espacio, han dado a la literatura hermosos y macabros ejemplos de una intimidad por lo menos complicada
Leer a mujeres grandes que ya han vivido siempre me ha gustado y casi lo he preferido. Aun cuando hoy encuentro escritoras jóvenes estupendas, como Rosa Moncayo Cazorla, con su libro titulado, precisamente, La intimidad, de la editorial Barrett. Novela llena de sabiduría que explora una relación autodestructiva que agoniza. Da en el clavo: la intimidad contradictoria. “¿Qué es lo que me hace feliz? Mucho más importante ¿qué es lo que me hace estar triste?4”.
Poner tanta energía en lograr la intimidad, desnudarnos ante el otro, compartir los secretos, la vivienda, la cama, especialmente el tiempo de ocio, en una suerte de carrera obsesiva por revelar las capas más profundas del yo ante el otro. ¿Es necesario? ¿Y a qué precio?
En los modelos de convivencia hasta mediados del siglo XIX, al menos en la alta burguesía, los matrimonios no tenían que compartir habitación necesariamente y las actividades recreativas eran segregadas, ni siquiera era necesario verbalizar constantemente los sentimientos. Hoy en día la esfera de ocio es un punto que se considera primordial para crear experiencias compartidas en las parejas y así afianzar lazos de familiaridad. Por eso los viajes en pareja, como parte de las prácticas para compartir tiempo y espacio, han dado a la literatura hermosos y macabros ejemplos de una intimidad por lo menos complicada, si es que existe una simple.
La intimidad como un objetivo envenenado, que puede llevar directo a la irritación profunda, a veces irremediable, y al comienzo del desamor. Por otra parte, ¿qué es, cuándo arranca y cuándo se hace intolerable hasta el punto de ver al otro como nuestro enemigo? Así ocurre en Ecuatorial, de Joyce Carol Oates.
En este relato, un matrimonio emprende unas vacaciones a las islas Galápagos. A ella le da mal de alturas y la falta de preocupación que muestra el marido por su sufrimiento despierta sus recelos. ¿Cómo es posible que muestre tal insensibilidad?, se pregunta. Subiendo una montaña, el esposo da zancadas sin mirar hacia atrás, mientras, ella, sin aliento, intenta alcanzarlo. En su agonía recuerda todas las veces que él se burló de su estado físico, en privado y en público. Antes, él le había prometido que era un camino sencillo, lo que interpreta como una trampa mortal.
“El marido sujetaba a la mujer como si fuera una criatura adorada y a la vez mostraba su impaciencia con ella. Sus dedos, que le sujetaban con fuerza el brazo, transmitían una suerte de furia capaz de mandarla escalones abajo si él lo decidía5”.
Oates, aquí como en otros escritos suyos, trata la violencia en la vida cotidiana presente en pequeños gestos. La manipulación del marido y la culpa constante de la mujer por estar arruinando las vacaciones debido a su malestar físico y a su desconfianza tensa la relación entre ambos. El pensamiento de ella oscila entre la certeza de que su marido la quiere matar para quedarse con un dinero que ha heredado y empezar una nueva vida con su amante –de cuya existencia tampoco está del todo convencida– y la idea de la propia locura.
“Sólo la mujer era vulnerable a su desagrado, su odio. Ella, que veía al hombre demasiado íntimamente, que siempre estaba allí. Aquel había sido el defecto fatal de las anteriores esposas, supuso. Aquella intimidad conyugal, que resultaba intolerable6”.
En Tela de araña, de Mariana Enríquez, es la esposa quien fantasea con matar a otro insoportable marido. La autora construye un relato sin perder el humor tan característico que utiliza para contar cosas tremendas. Hay humedad en el aire y falta de oxígeno desde el principio de la historia, que narra la visita de la pareja a los tíos de ella, en Corrientes, nordeste de Argentina, cerca de Brasil y Paraguay. Ella se ahoga y parece llevar un corsé desde el día de su boda.
“Pero yo seguía sintiéndome abandonada y, por culpa de la soledad, me enamoré demasiado rápido, me casé con desesperación y ahora estaba viviendo con Juan Martín, que me irritaba y me aburría. Decidí llevarlo a conocer a los tíos para ver si otros ojos conseguían transformarlo7”.
Transformarlo en otro que no fuera el sujeto que le avergonzaba y que aborrecía, a quién debía pedir perdón constantemente para evitar discusiones. Callar al tiempo que, en palabras de la esposa, “crecía en mi estómago una piedra blanca que le dejaba poco espacio al aire8”. Pasar un día completo junto al marido, que no deja de quejarse y gruñir durante todo el paseo a la ciudad de Asunción, desata sus criminales fantasías: envenenarlo, clavarle un destornillador en el cuello, o que simplemente se quemara en un incendio accidental.
Una amiga me contó una vez que nunca ha odiado tanto a nadie como a su ex cuando pasaron las vacaciones en un pequeño barco cerca de Martinica. Y por no llevar la contra, y a pesar de lo desastrosa que resultó la primera vez, siguieron repitiendo el plan hasta la separación. Ahora cada uno vive en continentes diferentes, separados por un océano, y ella no ha vuelto a pisar un barco. Lejos de ser una experiencia romántica, estar solos en altamar fue el horror. Parecido a un confinamiento, pero con náuseas añadidas. De día se la pasaban limpiando y trayendo cuerdas de allá para acá y de noche caían exhaustos en un cuartucho en el que apenas cabían ambos, atentos a cualquier sonido extraño que pudiera derivar en una tragedia náutica.
En El placer del viajero, la novela de Ian McEwan, Mary y Colin hablan sobre el atractivo que ejerce el agua sobre la gente, como posible memoria sepultada de remotos ancestros del mar. Se acaban de fumar un porro. Obvio. Ellos son otro ejemplo del infierno en que pueden convertirse las vacaciones, primeras y segundas lunas de miel. Lo agotador que resulta estar en una ciudad desconocida y no manejar los códigos, desde a qué hora cierra la cocina en los restaurantes hasta perderse en un barrio chungo y encontrarse a la merced de desconocidos que no siempre tienen buenas intenciones.
Pero ya llegan cargados con pesados equipajes a un viaje hecho para componer una relación gastada. Están agotados de ellos mismos. Fuman hierba, hacen el amor sin ganas, siempre en búsqueda del restaurante perfecto, “auténtico”, porque el turista nunca quiere parecer que lo es. Así es el viaje de esta pareja, en el que no logran encontrarse; cuando uno desea algo, el otro va en dirección contraria. “Se conocían el uno al otro tanto como a sí mismos y esa intimidad agobiante hacía que se irritaran con facilidad en situaciones en las que estando solos no lo hubieran hecho9”.
De una proximidad excesiva surge la dificultad de considerar a la pareja como una persona aparte, gemelos pero que no se soportan
La idea, nuevamente, de que la intimidad, que busca acortar la distancia entre dos personas haciendo que el otro se vuelva cada vez más conocido, familiar y predecible, es la que lleva inevitablemente a la irritación.
El nombre original de la novela es The Confort of Strangers, traducido al español como El placer del viajero, pero la adaptación cinematográfica dirigida por Paul Schrader y musicalizada por Angelo Badalamenti quedó como El placer de los extraños (1990). En el título de la película se priorizó por la acepción de ‘desconocido’ y no por la de ‘extranjero’ como turista, aunque todas forman parte del universo de la otredad, palabras que usamos para designar al otro. El encuentro con una pareja de extraños les devuelve a Mary y Colin, los viajeros, el deseo.
De una proximidad excesiva surge la dificultad de considerar a la pareja como una persona aparte, gemelos pero que no se soportan. “Cuando se miraban, veían en un espejo velado. Cuando hablaban de sexualidad, cosa que hacían a veces, no se referían a sí mismos. Precisamente era esa confabulación lo que les volvía vulnerables y susceptibles el uno con el otro, y les dolía redescubrir que sus necesidades e intereses eran distintos10”.
Acortar la distancia hasta el punto de parecer mellizos es lo que obsesiona a Catherine Bourne en Jardín del Edén, de Hemingway, durante la luna de miel en la Costa Azul y España. Ella se corta y tiñe el pelo como el esposo con la intención de convertirse en su hermana melliza y se lanza a un juego de roles de género que en principio el marido no sabe bien cómo encajar, hasta que se harta de ella, de los celos de su trabajo y de la nueva chica que entra al baile, que Catherine ha seducido primero y a quien convence de cortarse el pelo como ellos.
“De modo que así estamos, se dijo a sí mismo. Has hecho esto con tu pelo y dejado que lo corten igual que a tu chica y ¿cómo te sientes?, preguntó al espejo ¿Cómo te sientes? Dilo. Miró al espejo y vio a otra persona, pero ya no le pareció tan extraña11”.
Otro juego de roles, pero que busca lo contrario, distanciarse del otro, es el que desarrolla la pareja de Falso autostop de Milan Kundera12. El primer día de vacaciones ambos fingen ser desconocidos. Quieren escapar de la rutina durante el viaje, por eso el chico toma el desvío de la ruta. Ella, de carácter más dulce y retraído, finge ser una mujer seductora que hace autostop en medio de la carretera y le coquetea al conductor, que en realidad es su novio. El juego se les va de las manos y caen presos de los celos de imaginarse cómo se comportan, respectivamente, cuando no están juntos. En ambos surge la duda sobre quién es el auténtico, si acaso no han vivido engañados y realmente la verdadera personalidad se ha revelado en este juego. Añoran la familiaridad de antes, al tiempo en que el deseo era mucho más intenso siendo y viendo al otro diferente.
Se acerca el verano y, escrito esto, me descubro buscando destino para dos, con mar por supuesto, para sumergirme, otra vez, con los ojos cerrados en la peligrosa intimidad. Mientras, suena Daft Punk:
I might not be the right one / It might not be the right time / But there’s something about us I’ve got to do / Some kind of secret I will share with you.
(Puede que yo no sea el correcto. / Puede que no sea el momento adecuado / Pero hay algo sobre nosotros y lo tengo que hacer. / Algún tipo de secreto que compartiré contigo).
1. Mary Karr, Iluminada, Periférica & Errata naturae, Madrid, p. 155. 2019.
2. Elizabeth Hardwick, Noches Insomnes, Navona, Barcelona, 2021, p. 13.
3. Pietro Citati, La muerte de la mariposa: Zelda y Francis Scott Fitzgerlad, Gatopardo, Barcelona, p. 72.
4. Rosa Moncayo Cazorla, La intimidad, Barret, Sevilla, 2020, p. 77.
5. Joyce Carol Oates, El señor de las muñecas y otros cuentos de terror, Alba, Barcelona, 2017, p. 114.
6. Ibídem, p. 138.
7. Mariana Enríquez, Las cosas que perdimos en el fuego, Anagrama, Barcelona, 2016, p. 153.
8. Ibídem, p. 155.
9. Ian McEwan, El placer del viajero, Anagrama, Barcelona, 2001, p. 17.
10. Ibídem, p. 17.
11. Ernest Hemgway, El jardín del edén, Debolsillo, 2004, Barcelona, p. 97.
12. Milan Kundera, El libro de los amores ridículos, Grijalbo Mondadori, Barcelona, p. 39.
“Puedes hacerme el favor de hacer menos ruido al respirar”. La imagen de una pareja, ambos con cara de cabreados y este texto que la acompaña. Me la comparten unos amigos durante la pandemia y, con los ojos clavados en la foto, revivo antiguas crispaciones cotidianas. Mi cabeza siempre dispuesta a atesorar lo...
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