OBRAS Y COMPLEJIDAD
¿A quién juzgan las novelas?
Sobre si se puede juzgar moralmente al autor de una novela y, en caso negativo, a quién se está juzgando
Gonzalo Torné 31/12/2020
En CTXT podemos mantener nuestra radical independencia gracias a que las suscripciones suponen el 70% de los ingresos. No aceptamos “noticias” patrocinadas y apenas tenemos publicidad. Si puedes apoyarnos desde 3 euros mensuales, suscribete aquí
Tengo la impresión de que se va imponiendo –si es que no se ha impuesto ya– la costumbre de emplear las novelas para juzgar la calidad moral del autor. El asunto todavía tendría algo de interés si se examinasen con detenimiento el propósito y la complejidad de los problemas morales dispuestos por el libro, y de aquí se dedujese un esbozo de las preferencias “morales” del escritor sobre el asunto que trata la novela, circunscrito al momento de escribirla. Pero por lo general se evalúa la “moral” del autor por dos criterios superficiales y un presupuesto siniestro. Los criterios son la propia elección del tema y la presunción de que alguna afinidad personal tendrá con ese asunto para elegirlo (algo así como si de un abogado criminalista sospechásemos “de suyo” impulsos homicidas), mientras que el presupuesto (indudablemente siniestro) pasa por la omisión de las ambigüedades, la ironía, los dobles sentidos, la indeterminación, la evolución de los personajes o las posturas encontradas entre ellos. Omisión lamentable para un género, la novela, que no persigue ofrecer la última palabra sobre un asunto, sino exponer (a veces hasta niveles intolerables fuera de la ficción, donde enseguida se exige compromiso y la responsabilidad) toda su complejidad.
El tentetieso de esta clase de “lectura-juicio”, su santo patrono indiscutible, es Nabokov, que cada poco tiempo resucita como ejemplo de perversidad moral por haber examinado en Lolita la mente de un pederasta triunfante (lo que no deja de tener algo de justicia poética si consideramos que el propio Volodya fue un precursor sibilino de esta actitud en sus andanadas contra Dostoievski, un escritor de rango muy superior, al que acusaba de ser miserable y demente por construir personajes miserables y dementes). Pero la costumbre deriva de una superstición de fondo según la cual el novelista expresa sobre el papel su “mente” y su “ánimo”, sin apenas mediaciones y modulaciones, como si fuese una suerte de criatura incontinente condenada a derramar sus sustancias morales (¡a borbotones!) sobre el papel. Y alguno habrá (y sin duda que puede ser la actitud mayoritaria entre las diversas variedades biográficas y testimoniales), pero enseguida acuden cientos de contraejemplos de escritores capaces de construir mundos ordenados, diseminarse en cientos de personajes o seguir un asunto moral con insistencia y precisión, abordándola desde posiciones contrarias... logros para los que se exigen habilidades más flexibles y constantes que el dulce vertido de la propia sinceridad.
La elección de un tema no puede redimir una novela, pero puede lograr una buena cosecha de elogios independientes de la lectura si se adscribe a una causa de moda
Sea cual sea el origen de la sensibilidad que la recepción crítica demuestra por la “bondad” o la “maldad” del novelista, la presunción empieza a recorrer el camino inverso, y parece repercutir en los escritores más inclinados al aplauso inmediato. Cada vez descubrimos a más colegas del gremio que acuden a las ruedas de prensa y los variados encuentros con sus lectores con el firme propósito de expresar de manera inequívoca cuál es el tema del libro, y declarar bien a las claras su posición al respecto. “He escrito un libro contra X”, “Es una novela para alertar de Z”, o su variedad delirante: “Con este libro pretendo alterar Y”... son fórmulas cada vez más reiteradas que provocan un empobrecimiento de la expectativa lectora. Ya no es solo que uno se pregunte: “Pero, bueno, si la cosa estaba tan clara y era tan urgente, por qué no habrá escrito un artículo este hombre o esta señora, en lugar de enredarse en trescientas páginas de ficción”, sino también porque el “tema” de una novela es su corazón secreto que nos asalta (para redimensionar lo que llevamos leído) en el momento menos esperado, y que irlo aireando alegremente por ahí es mucho más grave que el juego inocente de cualquier spoiler; equivale a ir por el mundo saboteándose.
Fuera de las páginas más perezosas de la prensa cultural, la elección de un tema no puede redimir una novela (tampoco lo consigue la elección de ninguna “técnica” ni “estilo”, por transitoriamente prestigiosa que sea), pero puede lograr una buena cosecha de elogios independientes de la lectura si se adscribe a una causa de moda. Esto obliga al novelista ya no solo a revelar su tema sino, insisto, a posicionarse, incurriendo así en la segunda traición a su oficio; “tomar partido” de buenas a primeras supone claudicar de una de sus prerrogativas: dejar en suspenso la propia posición moral para facilitar la delicada alquimia de un relato que progresa ante el lector sin agarraderos, referencias ni instrucciones.
El novelista maneja una serie de habilidades que lo vuelven casi inaprensible en el plano moral: es un mago del transformismo, un radar para las formulaciones y las situaciones ambiguas, un creyente de la evolución de los personajes, un maniático de la conciencia decantada por las circunstancias y un lujurioso del desmentido y del matiz. Sin renunciar a ofrecer su opinión sobre la red de asuntos que aborda (aunque sea el primer interesado en diseminarla o en retrasarla tanto como sea posible), el novelista se comporta como un escarabajo pelotero que todo lo aprovecha (esté de acuerdo o no de manera personal) para amasar su bola. Podría decirse que el novelista vibra en una onda distinta a la de las categorías y los juicios morales; el par de contrarios con el que se puede tasar su mérito no es tanto esa “bondad” o “maldad” que tanto disfruta alterando, deformando y mezclando como el par que forman lo “complejo” y lo “simple”: el pecado capital de un novelista es ser raso, su vocación es la complejidad de la vida y su inmoralidad la lisura. Quizás por eso las novelas (las buenas) suponen un escándalo casi insoportable para los lectores con firmes convicciones, o que no se avienen a dejarlas en la puerta de entrada.
¿Qué diablos se juzga entonces en una novela si el viscoso autor siempre se está escapando? Llegados a este punto la tentación pasa por señalar a los personajes. Imaginar la novela como una especie de laboratorio moral donde los personajes provocan, atraviesan, reaccionan, sufren, detienen o aceleran situaciones, comportamientos y padecimientos susceptibles de ser valoradas moralmente. Esto es atendible, y tendría todo el sentido en una literatura escrita (como se escribió durante siglos) con carácter edificante, en la que los personajes sirviesen como modelo educativo gracias a su supuesta capacidad para contagiar al lector conductas adecuadas. Pero esta concepción “edificante” de la literatura ya ha saltado por los aires cuando la novela alcanza su madurez en el siglo XIX. Los novelistas ya no trabajan para apuntalar la educación moral del lector, comprometidos como están en un proyecto más ambicioso y afilado: contribuir a la comprensión del ser humano y de las sociedades donde vive, en un mundo cada vez más complejo y menos sujeto a las verdades reveladas, a la moral establecida y al orden estamental.
Desde esta ambición sería bien extraño que el novelista armase el complicado teatro moral e intelectual que supone una novela para que juzguemos a personajes que solo comparecen a merced de su voluntad, que responden justo y exactamente a lo que él desea. ¿Qué interés encontramos en juzgar a criaturas a las que se ha desprovisto del libre albedrío? Podemos valorar la complejidad, la fuerza y el atractivo con el que están construidos. Pero, si juzgamos el valor de un libro y de sus personajes por su conducta moral, ¿no será mejor aquel libro donde los personajes sean más “buenos”, más “mejores”? ¿No será mejor novela “moral” aquella que rebaje más las posibilidades de las mejores novelas?
Los novelistas ya no trabajan para apuntalar la educación moral del lector, están en un proyecto más ambicioso: contribuir a la comprensión del ser humano
Quizás la flexibilidad moral de la novela (y la solución a un problema que ya se está alargando) derive de considerar a los personajes como instrumentos del autor dedicados a explorar complejas variables ficticias de problemas morales. El propósito de la exploración no pasaría por juzgar al autor ni a los personajes sino al propio lector. ¿Qué provocan en el lector la endiablada complejidad de Los demonios, la cruel sabiduría de En busca del tiempo perdido, el desprendimiento de la responsabilidad que propone Al faro, la brutalidad de las casualidades en Tess, la proyección de la historia sobre la vida privada en Guerra y paz, los retorcimientos a los que el interés somete a la justicia en La prima Bette? Mapas de acción para los que no existe una respuesta ni una reacción “correcta”, como no hay una manera “correcta” de resolver una partida de ajedrez o un embrollo vital.
Nunca resulta más penoso un novelista que cuando proclama las reacciones que espera provocar en un lector; por poca técnica que tenga podrá aventurar cómo reaccionarán la mayoría de lectores a un pasaje convencional concreto, pero un empeño superior pasa componer y proporcionar esa clase de situaciones, personajes y problemas donde ni él mismo es capaz de aventurar cómo las manejará el lector. La elegancia de la novela radica en que el autor no comparece para juzgarnos; su malicia, en que no siempre se nos ofrecen criterios para guiarnos, y su desafío es que nos deja a solas con nuestras propias reacciones morales.
Tengo la impresión de que se va imponiendo –si es que no se ha impuesto ya– la costumbre de emplear las novelas para juzgar la calidad moral del autor. El asunto todavía tendría algo de interés si se examinasen con detenimiento el propósito y la complejidad de los problemas morales dispuestos por el libro, y de...
Autor >
Gonzalo Torné
Es escritor. Ha publicado las novelas "Hilos de sangre" (2010); "Divorcio en el aire" (2013); "Años felices" (2017) y "El corazón de la fiesta" (2020).
Suscríbete a CTXT
Orgullosas
de llegar tarde
a las últimas noticias
Gracias a tu suscripción podemos ejercer un periodismo público y en libertad.
¿Quieres suscribirte a CTXT por solo 6 euros al mes? Pulsa aquí