Esferas celestes
El rompido sueño: Fray Luis de León y la armonía
Aproximación “millennial” a un poeta “clásico”
Clara Monzó 7/05/2021
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Para Evangelina Rodríguez Cuadros
Una noche –pues siempre es de noche en el espacio como es azul el mar en los dibujos–, un cohete cruza el cielo rumbo a Marte. Es posible que esas estrellas temblorosas, visibles antes del despegue, sean las mismas que cubren los calabozos de Valladolid en 1572; es posible que Fray Luis perciba el brillo de la estela, un resplandor que lo saluda desde el futuro. ¿Qué notas accionará el cohete en la partitura celeste? ¿Atravesará los pentagramas? ¿Oirá el ruido, tan triste, que hacen los planetas cuando se aman? Desde la aventura, allá arriba, de un vehículo explorador cuyo funcionamiento apenas comprendo pero que imagino animado y al que me da pena despedir y que se llama Perseverance –tiene nombre–, hasta la celda en la que Fray Luis está preso –no cautivo, castigado–, el sonido se apaga a través de las galaxias, las edades y las nubes. Se ahoga en un muro. Fray Luis de León, el agustino, no oye nada.
Al otro lado, quizás tan solo a unas celdas de distancia, han muerto o están a punto de morir dos buenos compañeros, dos condenados. Es difícil saberlo. En prisión, como en el espacio, es uno solo el silencio de la vida y de la muerte. Es 1572 y el poeta, humanista y profesor de la Universidad de Salamanca, abre los oídos al cielo. A diferencia de otro célebre reo que tendrá que escribir versos de memoria en la noche oscura del presidio, y que llevará por nombre San Juan de la Cruz, Fray Luis tiene con que escribir. Al menos eso le conceden. Y escribe: “Ya suelto encumbro el vuelo, / traspaso sobre el aire, huello el cielo”. Piensa en su amigo Felipe Ruiz. ¿Qué busca? Tal vez a Dios en el cosmos o el sacrificio de Cristo en la crudeza de la piedra que lo envuelve; tal vez la libertad: “Un no rompido sueño, / un día puro, alegre, libre quiero”. ¿Libre de qué? No hace falta, ni de lejos –aviso ahora, antes de que a alguien se le escape un resoplido descreído– , tener ni devoción ni formación en asuntos teológicos para apuntar a las estrellas con urgencia, con deseo de búsqueda. Por curiosidad o por fascinación, hay algo que buscamos cuando seguimos expectantes un despegue, el descubrimiento de una nueva luna o el vestigio de aquello que pudo –o peor, que podría– ser un mundo habitable.
Más allá de la carrera espacial como el ultimísimo exponente de la caduca gloria de la conquista, nos arrastra, creo, una necesidad de pureza, de asegurar la existencia de algo que todavía escapa inmaculado a nuestros dedos. El caso es que Fray Luis piensa en las alturas y en su otro amigo, el maestro Salinas, que es ciego y un músico excepcional, e imagina –¿o experimenta?– que su alma se eleva y sale de su cuerpo y abandona la celda y vuela y vuela como un globo –esto lo imagino yo–, lejos de la pena que es ser humano, lejos de la tentación y del deslumbramiento por el oro y la opinión, el desengaño, el amor, el deseo del mal al prójimo. Lejos también de jugarretas arribistas, verdades aprendidas, injustas razones de condena. ¿Cuáles eran, por cierto? El agustino escribe, esta vez a carbón, directamente sobre las paredes: “Aquí la envidia y mentira / me tuvieron encerrado”.
Al abrigo del erasmismo, Fray Luis, entusiasta hebraísta, había cuestionado la versión oficial de la Biblia –escrita en latín– en defensa de una nueva traducción en lengua romance
Las razones que el dominico fray Bartolomé de Medina expuso ante el tribunal inquisitorial en 1571 y que a la postre darían con el poeta en prisión son sintomáticas de una Europa que se encontraba en plena sacudida de sus cimientos ideológicos –políticos también, claro–; una sacudida que no solo fijaría un modelo de enseñanza y un canon auctoritatum, sino que terminó por definir los límites del conocimiento en la modernidad temprana. Cuando lo interrogaron acerca de las faltas que ostentaban el acusado y compañía, fray Bartolomé adujo “que en la Universidad de Salamanca hay mucho afecto a cosas nuevas, y poco a la antigüedad de la religión y fee nuestra y questo es lo principal que se debe remediar”. No hace mucho que terminó el Concilio de Trento. Son los años de la Contrarreforma. Efectivamente, al abrigo del erasmismo, Fray Luis, entusiasta hebraísta, había cuestionado la versión oficial de la Biblia –la Vulgata, escrita en latín– en defensa de una nueva traducción en lengua romance; una Biblia comprensible. Lo que también tradujo, como regalo a una prima monja que como tantos no entendía la lengua de Cicerón, fue el Cantar de los Cantares. La obra, igual que el Orlando de Borges o el Poe de Cortázar, para bien o para mal –aquí para bien, pueden creerme–, es de Fray Luis y es naturalmente bella, de un erotismo refinado, tierno, el mismo que empaparía más tarde el Cántico espiritual de San Juan. Mientras las metáforas de las perlas, los rubíes y las manos de nieve y azucena campaban a sus anchas en el acervo lírico del Renacimiento, los dientes del Cantar luisiano son “rebaño de ovejas trasquiladas que salen de bañarse, todas ellas con sus crías”.
Tampoco ayudó la enemistad sempiterna con los dominicos, la orden rival, ni que les ganase alguna que otra plaza de prestigio. Culpado y apartado de su cátedra en la Universidad de Salamanca, cuenta la leyenda –me concederé feliz el candor de lo verosímil– que volvió a las aulas, como Unamuno, con aquello de dicebamus hesterna die. Años después volvería a prisión. Con el proceso, algo cambia en su poesía. Ese “afecto a cosas nuevas”, que no era otra cosa que una inteligencia y una sólida erudición revoloteando curiosas a su antojo en los benignos aires del humanismo europeo, se había visto de pronto señalado, convertido ya no en defecto, sino en peligrosa herejía. Paradójicamente, el primero en publicar la poesía de Fray Luis es ni más ni menos que Francisco de Quevedo, en 1631. Paradójico movimiento de los ríos literarios, digo, porque Quevedo lo toma como contraejemplo modélico del malvado gongorismo; es decir que, lejos ya de aquella novedad que tiempo atrás provocase urticaria a los inquisidores, las odas luisianas se encaminan en el siglo siguiente a ocupar un lugar de honor en el parnaso de la tradición, junto a Garcilaso.
Sagaz maniobra editorial la de Quevedo. El castellano de Fray Luis es límpido, se mece al ritmo de la lira garcilasiana, su forma estrófica favorita, y se despeña en encabalgamientos, a veces manantial, a veces corriente impetuosa. Ese movimiento entre la contención y las sílabas que se estiran pacientemente, como los bueyes que “van rompiendo los sembrados”, reúne en sus aguas a Virgilio, Horacio o Píndaro; aúna simbología cristiana y vientos paganos, vueltos dioses, que agitan el poema con un soplido furibundo. Entre la luz y el ocaso, colinas y huertos –todos amenos–, desde el paisaje nacional emerge una carrasca, ñudosa y desmochada, hendida a golpe de hacha, que retuerce con sus raíces el poema. Claro que las imágenes encierran un significado, muchas veces en clave alegórica, con subidas escarpadas y mares procelosos que remiten a ese camino de perfección que ha de conducir a la meta ansiada: la unión con Dios. Ante esa senda poblada de obstáculos, el agustino encarna el ideal del asceta, y encara la ascensión pertrechado con fe y determinación. “¿Qué presta a mi contento / si soy del vano dedo señalado; / si, en busca deste viento, / ando desalentado / con ansias vivas, con mortal cuidado?”. En ese anhelo de evasión, prevalece, así, un ejercicio de convicción, una arenga íntima, sobre la expresión del uso del bucolismo convencional –aquel del beatus ille– o el molde de la fría admonición. Porque fray Luis es un héroe estoico, es verdad, pero “héroe humano”. Lo dijo Dámaso Alonso.
Dámaso habló de Fray Luis como los mejores, o sea, antes como lector que como académico. Uno muy listo. Entre las cosas muy bien escritas que escribió –y que han condicionado mi propia lectura, de modo que me doy por vencida alegremente ante la imposibilidad de separar tanto obra de biografía como también a Dámaso de Fray Luis– está la siguiente: “Toda la poesía de Fray Luis nace, pues, siempre, de su dolor”. El agustino encontró en el intelecto, en una rabiosa sabiduría racional, una barrera. Su cielo está compuesto de números y proporciones matemáticas, y el trazado de las órbitas planetarias son las cuerdas de una inmensa cítara divina, el instrumento de Dios. Pero mientras, del lado de los hombres flota un presentimiento de tormenta; el mundo palpita en estado tembloroso. Aguza el fraile el atento oído. Ha escrito: “Del vuelo las alas he quebrado”. La armonía pertenece a las estrellas y, durante el largo otoño, con las hojas que se arremolinan y los tiempos cambiantes, a veces, debe admitirlo, el dulce son queda lejos, allí tan alto, tan alto. Hay una voz, pero es del alma, atribulada, con sus cosas.
Para Evangelina Rodríguez Cuadros
Una noche –pues siempre es de noche en el espacio como es azul el mar en los dibujos–, un cohete cruza el cielo rumbo a Marte. Es posible que esas estrellas temblorosas, visibles antes del despegue, sean las...
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