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* Eso que oyes en las noches de insomnio es el batir de la puerta que abre y no cierra tu sistema nervioso. Por ella se accede a la cúpula de tu cuerpo, que no es sino una cantina del lejano oeste. Eso que oyes y se aproxima es el trote de los caballos, el cascabel de las espuelas, el golpear de las botas de unos hombres armados. Vienen a retarte, vienen con sed, vienen de afuera. Y tú los esperas sentado al piano. No dejas de tocar, y lo que tocas los contiene. No te matan, aunque alguno, de vez en cuando, desenfunda y apunta sobre tu cabeza. Bromean o te amenazan, es difícil saberlo. Tocas entonces más fuerte. El piano no te deja dormir. Por supuesto, odias esa canción.
* Asegura el fotógrafo Ilán Rabchinskey en una entrevista que “existe una inteligencia cósmica plasmada en el orden matemático del mundo”. Qué bonita y necesaria impertinencia sería preguntarle sobre el orden matemático de esa misma idea y, también, sobre el orden matemático de cada una de las palabras del lenguaje que utiliza. El orden matemático de la palabra mundo, por ejemplo, o de la preposición en, del determinante el o de la idea misma de inteligencia. La opinión de Rabchinskey es un caso común de fundamentalismo científico y de monismo; un caso, también, de pensamiento mágico. Una manera, bastante vulgar, de reducir todas las cosas a una sola sustancia, de convertir todo lo que hay en una superficie lisa, muy apañada, sin flecos. Todo es texto, se habrá oído decir, todo es lenguaje, y, también, todo es química, todo es cultura, todo es agua. Fórmulas destinadas a engrosar un inventario de supersticiones. Inventario que Benito Jerónimo Feijoo empezó a escribir en 1726 y que no ha dejado de crecer desde entonces.
* “Lo que conocemos por la técnica del timonel, no lo conocemos por la medicina” (Platón, Ion).
* El cosmos, entendido como un todo que cierra y nos acoge, es una idea oscura, confusa, fantástica. Algo solo postulado, sin prueba alguna y sin experimento a la vista que pueda corroborar su existencia. Este hecho viene a demostrar, siquiera de manera indirecta, la incompatibilidad de nuestro imaginario con un mundo entorno hecho solo de piezas sueltas. O, peor aún, pero más certero, de piezas que a veces encajan y a veces no, tan tercas en sus acuerdos como en su dispersión.
* ¿Qué puede hacer uno con la idea de cosmos? ¿De qué sirve? ¿Qué permite, qué habilita?
* Sucede en 2666. Es 1993, cuando en Santa Teresa aparecen las primeras víctimas de una larga lista de mujeres y niñas violadas, primero, y asesinadas, después. Todo apunta, al menos en un principio, a que los crímenes son obra de un asesino en serie o depredador ubicuo llamado Klaus Haas, que ha sido encarcelado y está a la espera de juicio. Haas es el sobrino de un tal Hans Reiter, un novelista alemán que firma sus obras con el nombre de Benno von Archimboldi y que, durante la segunda guerra mundial, formó parte de una de las unidades hipomóviles que el Tercer Reich envió a Polonia. Luchó en el frente, pero, y esta es la paradoja fundacional de su mito personal, mató a una sola persona. Esa persona era de su bando, un burócrata nazi llamado Leo Sammer
Sammer le contó a Reiter su historia. Una historia que es, como no podría ser de otra manera, la de un crimen atroz: “Un tren lleno de judíos”. Los judíos eran llevados a un bosque y asesinados, poco a poco, pues eran tantos que era necesario ampliar la fosa con cada nuevo fusilamiento. Reiter decidió matar a Sammer para que no quedara impune. Y este acto es el ápice de una novela que tiene como núcleo temático, simbólico y argumental la impunidad. La impunidad y, en consecuencia, lo que debería o debe ser ajusticiado. Un acto, en suma, que marca el destino de Reiter y define su lugar en el mundo.
Haas, el presunto asesino de Santa Teresa, es el hijo único de la única hermana de Reiter, de nombre Lotte, a la que este quiere y venera por encima de todas las cosas. Lotte es el amor y es la bondad y es, por supuesto, un misterio insondable que solo nos es dado contemplar a través de la mirada nostálgica y llena de afecto de su hermano. Lotte ha viajado a México dispuesta a hacer todo lo que esté en sus manos para sacar a su hijo de la cárcel. Reiter, al conocer la noticia, viaja a México, entendemos que a ayudar a su hermana. Y ahí, cuando Reiter toma el avión, termina 2666. La escena que no vemos, la del encuentro entre Reiter y su sobrino, es muy difícil de imaginar, es, casi, un cortocircuito. Si Haas es el asesino, es verosímil pensar que Reiter viaja a México para ajusticiarlo, como hizo con Sammer. Es verosímil e imposible, pues el amor de Reiter hacia su hermana no es de este mundo. Sin embargo, todo indica que Haas no es el asesino, al menos, no es el único asesino, en la medida en que los crímenes han seguido sucediéndose tras su encarcelamiento. Bolaño suspende la trama en ese momento, algo muy habitual en él, por otro lado, donde abundan los personajes que se van, se ocultan o que, sin mediar palabra, se pierden de vista. Son todos gente que se aleja.
* “La muerte es un automóvil con dos o tres amigos lejanos. Rostros que no puedo olvidar: cerúleos, fríos, a un paso tan sólo del atardecer” (Roberto Bolaño).
* El tío Hans, Tío y sobrino o Hans y Haas habrían sido posibles títulos de 2666 de haberse escrito en el siglo XVIII. Pero Bolaño desvió la mirada del drama familiar y optó por lo satánico y lo apocalíptico y, por si alguien tenía dudas sobre el malditismo que excitaba su energía verbal, decidió arrancar la novela con un epígrafe en el que Baudelaire reescribe una línea de Poe.
* “Un oasis de fatalidad en un desierto de horror” (Poe, “William Wilson”).
* “Un oasis de horror en un desierto de aburrimiento” (Baudelaire, “El viaje”).
* Bolaño tendía a este tipo de grandilocuencia –o metafísica– y la obra completa de Parra no bastó para salvarlo y sacarlo de ahí. Grandilocuencia –o metafísica– que disfrutamos, en la medida en que nos es servida en el plato sin fondo de la desconfianza hacia sí misma.
* La metafísica entendida como una épica de lo abstracto.
* “Conviene dejar claro que 2666 es, antes que nada, una novela familiar”.
* Se puede amar a Parra por ser la contrafigura de Neruda, pero esto equivaldría a no leerlo. El resultado de esta no lectura es un Parra reducido a su papel en la historia de la literatura. Como también ha sido reducido, y de qué modo, el mismo Neruda.
* La casa de Bernarda Alba comienza con la misma Bernarda que entra en escena, o sea, en su casa, y ordena silencio: ¡Silencio! Esta es la primera palabra de la obra, pero no del texto, que arranca con una acotación que es una magnífica chifladura y una hipérbole. La escena tiene lugar tras un funeral y sucede en una sala. Este dato es relevante porque nos da una indicación espacial que influirá en todo lo que sigue. Es una sala de estar, no es la iglesia, no es tampoco un gran salón. Entonces Lorca escribe, acota, dice ahí: “Terminan de entrar las doscientas mujeres”. Y es imposible no ver a Lorca riéndose detrás de esta nota. Es probable que estemos ante una de las acotaciones más ignoradas en la historia del teatro por mucho que, sin ella, todo lo que la obra tiene de desmesura se eche a perder. Si a un autor como Rabelais lo podáramos de la misma manera nos quedaríamos sin sus novelas, cuyos títulos tampoco sobrevivirían.
* Es 1971 y sobre la mesa –frente a la que Foucault y Chomsky discuten– hay una gran jarra cristal llena de zumo y tres copas también llenas. El zumo es de naranja, podría ser de melocotón, aunque lo dudo. Lo que está claro es que no es de mango ni de papaya, y esta imposibilidad está a punto de desvelarnos algo fundamental sobre la naturaleza misma del debate.
* “No construir nunca identidad, tampoco la imagen de uno mismo. Que nada se erija, que nada sea levantado. Achatarse, eso sí, todo lo posible. No descartar nunca la degradación. No descartarla. Una degradación que, llegado el caso, será silenciosa e íntima, vivida en el esplendor de lo que no se confiesa jamás” (tomado de la obra anónima Cartas de los imposibles. Recopilación de casos clínicos, donde los imposibles son todos personajes fosforescentes, semidivinos, aborrecibles y geniales. Cartas de suicidas que fallaron en sus intentos, hasta dos y tres veces cada uno).
* “Dilapidar en uno toda grandeza, sin que ello signifique abolir la generosidad y la templanza. La fe última en el intento” (ídem).
* ¿Por qué no ver un síntoma en la claridad? Buscar el síntoma no en el tropiezo o la tartamudez, sino en lo fluido. El psicoanálisis sigue preso de una estética del fallo y de un criterio de corrección escolar.
* El peligro de confundir la pasión con el énfasis. El peligro de que, tal vez, sean lo mismo.
* Toda la tradición psicoanalítica puede leerse como una larga –y por momentos paródica y por momentos agotadora– nota al pie del pecado por omisión del cristianismo.
* En literatura, pero también en filosofía, el hermetismo es antes un ademán de coquetería que un signo de resistencia o profundidad. Es el equivalente a no poder pensar en pijama.
* Quien utiliza la palabra naturaleza para evitar otras menos tronantes como despoblado, campo o afueras. O quien habla de estar en contacto con la naturaleza cuando quiere decir dormir, caminar o estarse al raso, casi siempre bajo un cielo impredecible y nunca protector.
* “¿Por qué habríamos de admitir en la literatura algo que no sea poesía, algo que no esté saturado?” (Virginia Woolf).
* Si el cuerpo pudiera hablar. Pero no habla. “Hablan los síntomas”, dicen los psiquiatras. Pero son ellos quienes los ponen a hablar, con las mañas de un ventrílocuo.
* Una de las analogías más perniciosas es la de memoria como almacén, cuando todo en nuestra experiencia la contradice. La memoria, como la música, es siempre en acto. Sucede mientras se escucha. No hay nada antes, no queda nada después.
* Eso que oyes en las noches de insomnio es el batir de la puerta que abre y no cierra tu sistema nervioso. Por ella se accede a la cúpula de tu cuerpo, que no es sino una cantina del lejano oeste. Eso que oyes y se aproxima es el trote de los caballos, el cascabel de las espuelas, el golpear de las...
Autor >
Rubén Ángel Arias
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