LO NUEVO (y VII)
Entropía y erratas
“Cosas que se me ocurren en el pasillo (pero no voy ahí a pensarlas, eh)”. Última entrega de este particular dietario escrito en Moscú, Idaho, USA
Rubén Ángel Arias 17/05/2021
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* Pero ¿y el eco?, ¿y lo que reverbera?
* “Las erratas duelen cuando se las descubre, son como mosquitos, como picaduras dolorosas, pero le importan solo al autor. El lector sabe, con resignación, que leerá de todos modos una insensatez” (Borges).
* Entropía y erratas. Alguien se ha dejado ahí una delicada analogía por explorar.
* El fumigador apareció esta mañana en el jardín. Parecía un astronauta borracho. Llevaba una escafandra similar a la de los apicultores y una bombona grande y gris a sus espaldas. Renqueaba. Daba dos o tres pasos y, haciendo visera con las manos, se paraba a mirar hacia arriba, hacia lo alto, como si buscara las hormigas no en la casa, sino en el tejado, tal vez en las copas de los árboles, o en algún lugar del cielo. Las hormigas tienden a esconderse como esconden a su reina, a la que sepultan para protegerla. “Es como un secuestro. Como el secuestro de un alcalde”, me ha dicho, “en el que toda la ciudad colabora”. Ha hecho su labor y hemos hablado. He sabido por él la historia del hormiguero más alto de Moscú. Después de más de dos meses de rastreos infructuosos, unos niños dieron con él en un abedul enorme a las afueras de la ciudad. Por lo visto, las hormigas habían tomado casi por entero tres casas del vecindario más cercano. Las tres que lindan con el bosque al cabo de la calle de la almendra (o Almond Street). El árbol se había convertido en un núcleo irradiador y las hormigas viajaban y viajaban, cada vez más lejos, desde allí. Son estas hormigas de la madera, así se las conoce, y no hacen camino, evitan la repetición de sus rutas, lo cual es una ventaja adaptativa, pues no dejan rastro que las delate. “El hormiguero estaba en el abedul, pero no en el tronco, sino en las raíces. Las hormigas accedían desde la copa o de lo que quedaba de ella, pues el tronco era enorme y estaba hueco”. Él mismo subió hasta allá arriba con una antorcha de keroseno y la arrojó al interior. Después se sentó a esperar. “Parecía una chimenea. En mitad del bosque… una chimenea de madera blanca. Al acercarme podía oír, allá dentro, un ruido de hojas secas o de lluvia. Eran los vientres de las hormigas que reventaban en el fuego como bayas maduras”.
* Después de que el fumigador se ha marchado y a pleno sol de mediodía, han surgido del suelo, de debajo de la tierra, por todos lados, cientos de polillas. Gordas como dedos pulgares, peludas, sonámbulas. Las he visto golpearse en los cristales contra su propio reflejo, una y otra vez, como alguien que no pudiera salir de su asombro, o de su aturdimiento. Al rato han vuelto a enterrarse, como un furor que se aplaca.
* Una de las acepciones latinas de plaga es “dirección trazada en el horizonte”.
* La idea de Levinas inspirada en un verso de Celan, según el cual no hay tal cosa como el vacío, ni tampoco la angustia que se le asocia, tan solo el ciego e incesante rumor de lo que vive.
* En el antiguo cementerio de Moscú, donde desde hace años no se entierra ya a nadie, he encontrado este epitafio: “Incauto paseante, algo te pido: ahórrate mi recuerdo”. Hay muertos muy delicados.
* Las estatuas de todos nosotros. He pensado en ellas. He pensado también en las de todos nuestros muertos.
* ¿Qué instancia –o prejuicio– decide qué es y qué no es significativo en un lapsus? ¿Qué nos lleva a pensar que unos descuidos son más delatores que otros? En estas decisiones el psicoanálisis se lo juega todo, pues son esos cortes los que generan sentido. Y por el camino del sentido arrumbamos al mito, que es lo que siempre estamos a punto de escribir.
* “Pasternak habla a borbotones, se ahoga. En realidad, no habla, no llega a expresar cosa alguna hasta el final”, dijo Marina Tsvetáieva. “Esa Emily Dickinson en pantalones”, lo llamaba Nabokov.
*“Escucho, detrás de mí, los ruidos de una cacería”, escribió cuando le concedieron el premio Nobel.
* Su deseo era “dejar en el aire un acorde claro”.
* “Pone la ciudad bajo el agua”, decía de la música de Tchaikovsky.
* Lacan ha generado dos tipos extremos de lectores. Los líricos y los de al peso. Los primeros juegan a las epifanías, los segundos hacen cuentas. Pondré un ejemplo. Ochenta veces (podrían ser 45 o 79, no voy a dejar de escribir esta furiosa nota para comprobarlo) dijo, declaró, propuso Lacan que el psicoanálisis debía ganarse un puesto junto a las demás ciencias. Frente a estas ochenta veces, una vez –una sola vez– dijo que no, que el psicoanálisis ni era una ciencia ni debía aspirar a serlo. Ante estos hechos, los líricos evalúan la ocasión única en que pronunció la frase negativa y profetizan que esa era –¡por excepcional!– la senda. Así lo hace, a la cabeza de todos los demás, Jacques-Alain Miller, su discípulo y albacea. Por el contrario, los lectores al peso eliminan dicha posibilidad por goleada, por bulto: ochenta a uno. No admite discusión. Por supuesto, el conflicto no es responsabilidad ni de los unos ni de los otros, sino del mismísimo Lacan que, en cuanto sospechaba que podían entenderlo, se irritaba e introducía nuevas reglas en el juego o una flagrante contradicción. Lo suyo fue una constante y extraordinaria fuga del sentido. La conclusión es tan lógica como grosera: Lacan huía de la comprensión, huía –como un adolescente iracundo– de un paradigma de entendimiento en cuya constitución no había participado.
* Quiso que imagináramos al personaje, sujeto o individuo que somos no como una esfera, tampoco como una bolsa o vesícula –así lo había imaginado Freud, así lo sigue imaginando la biología–, sino como un dónut, como un cilindro de revolución, lo que en topología se conoce como un toro. Por supuesto, no lo consiguió. Pero su propuesta sigue ahí, punzante, agujereadora, nudosa.
* Es evidente el rechazo que suscitan los capítulos dedicados a la descripción de las ballenas y a las técnicas pesqueras que aparecen en Moby Dick. Las versiones infantiles de la obra optan por suprimirlos sin dar ninguna explicación. Incluso algunos críticos de renombre no ven en ellos nada más que el intento por lograr una mayor verosimilitud en el relato de los hechos, desprecian estos capítulos como se supone que debemos despreciar los decorados o las pruebas forenses, porque sí. Sucede, sin embargo, que en Moby Dick la caza es doble, el texto es doble. Ahab e Ismael son el reflejo romántico e ilustrado respectivamente de una misma aventura. De un lado, el sermón apocalíptico; del otro, el tratado de cetología. Ambos buscan dar en el mismo blanco de la ballena. Sobre Ahab, así como sobre el tono bíblico que lo acompaña, se ha escrito mucho y muy bien. Sobre Ismael, es todavía pertinente rescatar unas frases del que probablemente haya sido uno de sus mejores lectores, Cesare Pavese. Para el escritor italiano, Ismael está tocado por una suerte de furor o gula cognoscitiva en cuyas palabras “resuena a menudo el tono punzante de la nueva lengua científica y filosófica que estaba entonces en construcción”. Lo que para Ahab es ruido y furia, para Ismael es disección y taxonomía, pero el sueño de ambos no es otro que el de atrapar la ballena, y de estas dos maneras le van clavando los arpones a ese ser sublime, viejo, glacial.
* Lectores vendrán también a los que la ira de Ahab no les diga ya nada. Lo que traerá consigo resúmenes aún más abruptos del libro.
* Al final de la novela, los tripulantes del Pequod descienden del barco velero a la barca de remos para enfrentarse a la ballena. Se trata de un regreso de la máquina a la herramienta. Van del viento a la fuerza de sus brazos. Y nos ofrecen una curiosa metáfora.
* “Cosas que se me ocurren en el pasillo (pero no voy ahí a pensarlas, eh)”.
* Leo Sobre el estilo tardío, de Edward Said. Una obra escrita contra esa particular y muy resabida circunspección que nuestra cultura entiende como la conquista definitiva de la edad. Said contempla apasionadamente la dignidad de todo aquello que se deteriora sin guardar las formas. Estudia el carácter de quien no oculta su malestar ante la muerte –esa faena– bajo la apariencia de un buen, aburguesado y sabio envejecer. Y encuentra en ello lo intempestivo, lo que no admite consuelo, lo que no cede. Los autores en que Said fija su idea de lo tardío son todos gruñones magistrales: Beethoven, Adorno, Gould y Genet.
* “Una suerte de máquina furiosa que se descompone a sí misma en partes cada vez más pequeñas”, dice de Adorno.
* Ni serenidad ascética ni madurez sosegada.
* “Estamos en derrota, nunca en doma” (Claudio Rodríguez).
* “En lo tardío está lo nuevo” (Said).
* “Son estas unas partituras complejas en las que en realidad no ocurre nada” (Adorno).
* La materia que tira de uno mientras se escribe.
* Pero ¿y el eco?, ¿y lo que reverbera?
* “Las erratas duelen cuando se las descubre, son como mosquitos, como picaduras dolorosas, pero le importan solo al autor. El lector sabe, con resignación, que leerá de todos modos una insensatez” (Borges).
* Entropía y erratas. Alguien se ha dejado ahí...
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Rubén Ángel Arias
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