Lo nuevo (III)
Énfasis y admiración
El desequilibrio de estas líneas es un fenómeno por explorar, por ello es importante no corregir nada
Rubén Ángel Arias 19/10/2020
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* Recibo un conmovedor mensaje de mi padre: “Vemos ya pasar aviones y eso significa que otras partes del mundo están más cerca”. Sin embargo, no puedo dejar de pensar que es precisamente la imposibilidad de alejarnos de verdad –la imposibilidad del viaje– la peor de las lacras que nos ha traído la creciente velocidad de los transportes. Por supuesto, esto no se lo digo a mi padre, pues bien sé que en su mensaje no hay una alabanza del progreso, sino la celebración anticipada de un futuro y cada vez más probable encuentro.
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* Escribe Patricio Pron, el 26 de agosto, miércoles, en su diario: “Vi el cometa al oeste esta noche. Me hizo pensar en las semillas blancas, imperfectas, que hay en la sandía: un meteoro inmaduro, inefectivo” (H.D. Thoreau, viernes, 26 de agosto de 1853).
* Inefectivo (s. XIX), ineficaz (s. XX), defectuoso (s. XX), estropeado (s. XXI). En las traducciones de ese adjetivo puede leerse una historia de la sensibilidad.
* En cuanto una broma se convierte en arte, llega la solemnidad a devorársela. Es el peaje por haber llegado hasta aquí, dice la solemnidad, y ahora voy a cobrármelo.
* Cuenta Hitchens la anécdota del día en que Borges cumplía diecinueve años y su padre, como regalo, decidió mandarlo a un prostíbulo de Ginebra. Dice también Hitchens que, de haberse tratado de Joyce en lugar de Borges, aquel hubiera acudido a la “cita” sin esperar la invitación, el consejo o el mandato paterno.
* “Borges no tenía ni la centésima parte de la libido de Joyce” (Christopher Hitchens).
* Es tentador pensar que lo que sucedió aquel día en un prostíbulo de Ginebra cifró la suerte de lo que vendría después: una obra, un nombre, una posteridad.
* Dice Puig: “Yo lo que tomé conscientemente de Joyce es esto: hojeé un poco Ulises y vi que era un libro compuesto con técnicas diferentes. Basta. Eso me gustó”. A lo que Piglia comenta: “Puig comprendió qué era lo importante”.
* Constatar esta pobreza o esta suerte: la vida como un efecto narrativo.
* Entre las cosas más aburridas y latosas que aceptamos sin protestar está la de tener un nombre propio. Tenerlo y tener que llevarlo –¡incluso tener que defenderlo!– es una forma muy común de vasallaje.
* Enseñar es imposible. Aprender, por el contrario, es una actividad común, casi vulgar.
* La entrevista en la que Michael Jackson aparece dándole el biberón a un recién nacido. Jackson está sentado y le tiemblan las piernas. Le tiemblan mucho. Quiere disimular, quiere hacerle pensar al entrevistador que aquello no es un temblor, sino una forma como otra cualquiera de mecer a un niño. Las manos también le tiemblan y con ellas tiembla el biberón, que apenas acierta a encajarlo en la boca. La cara del niño está cubierta por un velo que, sin embargo, deja a la vista su desconcierto, tal vez su pánico. Todo está roto en esta secuencia, todo está ya a punto de ceder. Cuando digo todo me refiero a algo que va más allá de Jackson y del niño y del entrevistador y de la escena.
* No llevar un diario sino muchos, en paralelo, sin nada que los haga confluir en un único nombre.
* “El que finge la muerte mientras vive, no hace un fingimiento, pues es la verdadera y perfecta imagen de la vida misma” (Sir John Falstaff).
* Cuando escribo para la academia, me siento como si caminara por el borde de una piscina cuya agua está muy, muy fría. Por supuesto, yo no quiero meterme ahí, pero afuera hace un calor en verdad insoportable, así que, me propongo un término medio y camino por el borde resbaladizo y empapado, desde primera hora de la mañana, por las carreras de los muchachos que entran y salen del agua. Por eso, porque está empapado y resbala, cada dos o tres pasos pierdo el equilibrio y me veo dando tumbos por ese mismo borde, duro y frío. Mi escritura académica son la crónica de esos resbalones. Mientras caigo intento decir siempre algo, pero todo lo que me sale es “ouch”, “ayay”, “no”, “¡otra vez!”, “pucha”, “aj”. De fondo y en cámara lenta, escucho la alegría de los chicos y las chicas ante un verano que saben interminable.
* El énfasis y la admiración con los que Borges se refería a Proust.
* El 14 de junio de 1955, dice Bioy que dijo Borges: “En Proust siempre hay sol, hay luz, hay matices, hay sentido estético, hay alegría de vivir”.
* Durante la Nochebuena de 1957, dice Bioy que dijo Borges: “Homero era un hombre dulce y suave, a quien le hubiera encantado el mundo de las novelas de Proust”.
* ¿Seguirán existiendo las órbitas de Kepler, el triángulo isósceles y el número pi cuando los seres humanos hayan desaparecido? Evidentemente, no. Y eso es todo lo que cabe decirse sobre la realidad.
* De los críticos que más disfruto opino lo que Spinoza de los grandes profetas: no son grandes por lo que atisban o reglamentan, tampoco lo son por su capacidad argumental o su conocimiento, sino por la exuberancia, la verosimilitud y la potencia de su imaginación.
* El desequilibrio de estas líneas es un fenómeno por explorar, por ello es importante no corregir nada. Asumo las incompetencias y los errores, ellos son las multitudes que contengo.
* Que te reviento la cabeza, payo de mierda. Esta es, sin duda, la amenaza que más veces me tocó escuchar en Blas López, el barrio de Vitoria en que pasé mi adolescencia. No era una frase que los gitanos me dirigieran a mí, porque yo vivía con ellos, en los mismos bloques, sino a mis compañeros de escuela. En casa, con mis hermanos, nos encantaba decírnosla los unos a los otros, formaba parte de nuestro teatro y de nuestra pedagogía.
* Menos adictas al uso de las redes sociales que sus predecesores, las generaciones siguientes entendieron que aquel dilatado registro era inútil y, no sin impiedad, lo entregaron a las inclemencias del sol y los inviernos. En los desiertos escrupulosamente analógicos del oeste perduran despedazadas las ruinas de autorretratos y perfiles, habitadas solo por animales y mendigos. En todo el imperio no hay otra reliquia de las disciplinas mediáticas.
* Que ninguna corrección arruine esta particular manera de ensimismarme. Que no haya buena escritura. Llevar esta determinación hasta las últimas consecuencias significará, en algún momento, poner a prueba la paciencia y la violencia de los editores que alientan, desde el otro lado (una orilla de claridades y fórmulas de sentido), la publicación de estas páginas. Ser, entonces, expulsado. O bien, pero esto ya es cambiar el empecinamiento y la brutalidad por la artesanía, naturalizar mis torpezas, hacer transiciones suaves y casi imperceptibles entre una escritura que tienda a lo magistral y otra que, con una lentitud exasperante, se desmorone sin brillo alguno y, tan lentamente, que nadie perciba su colapso.
* “Se valorará el esfuerzo, el conocimiento de una tradición, las innumerables deudas, el empeño, la abnegación, tu delicadeza” (esto me voy diciendo mientras rehago –entre la impostura y el vértigo– la enésima versión de mi currículo).
* La idea de que el dinero no da la felicidad ha de haber surgido en el seno de las clases pudientes, con el fin de no suscitar la envidia o la venganza.
* Imaginar la escritura como una suerte de fantasía primordial. No me refiero a imaginar una historia, unos personajes o una trama, sino a la escritura misma, a los trazos sobre papel, al aspecto gráfico de las palabras.
* No el fracaso a lo Beckett, sino el desastre, lo que ya no permita ninguna otra repetición, pero que, sin embargo, no sea aún, todavía, el fin.
* Desde hace dos años mi vida íntima transcurre en inglés. Un inglés no reglamentario, destartalado, a la manera de una máquina con demasiadas piezas sueltas que se mueven muy deprisa y saltan en su interior.
* Mi debilidad por las obras involuntarias, acumulativas, de plan mínimo y atemáticas.
* Por primera vez hoy he visto una pareja de colibríes. Ha sido en el jardín botánico de la universidad. Nadie me había hablado antes del ruido como de cohete de feria que hacen al propulsar su vuelo hacia arriba, en línea recta. Ya en casa, he buscado información y he descubierto que eso que sonaba allá en lo más alto de sus disparatadas acrobacias era un corazón latiendo 1.200 veces por minuto. He descubierto también un dato que entraña no sé si algo muy hermoso o una escandalosa cursilería: la velocidad de sus corazones solo es superada por el batir de sus alas.
* Caemos, con facilidad, en la tristeza de las bibliografías, de las citas. En el número exacto de los libros que hemos alcanzado a leer.
* El lenguaje no pertenece a la biografía del individuo, sino a la biografía de una comunidad, y esto nadie sabe muy bien en qué consiste, por suerte para todos los hablantes.
* Querría dejar hablar al lenguaje. Para ello, le digo y me digo, puede contar con mi torpeza. La torpeza es la llave del banquete. Cuanta más torpeza demuestre yo, menos interferirá mi voluntad y mi deseo. Dejar hablar al lenguaje, esto es, a su lógica, a su hipnosis y horadadura. Mi confianza –tal vez mi ingenuidad– es que cuanto menos se lo obstaculice más razón común será capaz de alojar o de sacar a la superficie.
* Con qué prisa el psicoanálisis y el surrealismo se sirvieron de la escritura automática. Construyeron a partir de los lapsus y las asociaciones “libres” una interioridad individual de segundo grado, el inconsciente. Pasaron por alto las razones del lenguaje, su propia y colectiva racionalidad.
* Desde hace años lleno cuadernos con pruebas caligráficas. Pruebo letras, trazos y transiciones, pruebo tintas. En esas pruebas hablo de la viscosidad, del tono y la saturación, del olor y el sombreado, esto es, del aspecto sensible de los materiales. Doy cuenta de todo ello en unas tres o cuatro líneas, nunca más. Tres o cuatro líneas que suponen una especie de carrerilla o calentamiento, no sé, el caso es que pasadas esas descripciones, siempre parcas y personales (tinta fluida, de color plano y sin sombra, secado lento y agresivo, traspasa el papel, lo pringa entero), sigo escribiendo hasta completar la página por los dos lados. Mis diarios (que no lo son en un sentido estricto) y todo lo que recupero para publicarlo aquí proceden de esos papeles, de esas pruebas, de lo escrito justo después de esas tres o cuatro líneas inerciales en las que procuro ser comedido, preciso y útil. La escritura, este es el único mantra que respeto, es un producto de la mano y la herramienta, es un producto, antes que nada, caligráfico.
* De todas las metáforas, la del alma es la más persistente. El psicoanálisis solo le cambió el nombre y la troceó en una o dos nuevas trinidades.
* Me han contado –e importa, como siempre, muy poco que sea cierto o no– que los peones camineros de Idaho son conocidos por su forma de emborracharse durante sus interminables y abrasadoras jornadas laborales. Antes de salir de casa empapan en alcohol sus calcetines. Esto les ayuda a mantener la ebriedad sin que el aliento o una botella fuera de lugar pueda descubrirlos. El asfalto que pisan, recalentado por el sol, hace el resto del trabajo.
* Esos pies también habrán bailado.
* La estupidez y el paternalismo que supone pensar que a las clases sociales más desfavorecidas y peor alimentadas solo les preocupa el costado más inmediato de su existencia. Ese costado que algunos llaman “material” sin entender que hay muchos tipos y grados de materia.
* El cuerpo, un cuerpo, este cuerpo (levanta la hostia mientras enuncia las palabras) que ha sido atravesado por la dura astilla del lenguaje. Un cuerpo que se muestra en él y con él y contra él.
* El paciente habla y en ese hablar se produce un corte, un anacoluto o una palabra que es dicha sin querer o contra la propia querencia del hablante. El psicoanálisis comenzó ahí, ¿quién o qué ha dicho eso que no quería ser dicho? ¿Es un equívoco en el uso del lenguaje, una falta en la destreza, en la articulación, una dificultad del aparato o es otra cosa lo que de pronto ha tomado la palabra? El problema fue que su respuesta –el inconsciente– no tardó en eclipsar la potencia del hallazgo. El hiato recién descubierto fue así muy pronto y definitivamente clausurado.
* Para reírse de uno mismo es necesario haber alcanzado una seguridad y una confianza que no vienen nunca de uno mismo sino de fuera. Para permitirte esa actitud has de ocupar ya un lugar y sentirte dueño de él.
* Qué sencillo y feliz es cambiar de opinión. Y qué arduo es tener que defender dichos cambios. Enseguida habrá quien nos recuerde la opinión previa y nos repetirá quiénes éramos antes. Sentimos así que estrenamos una decepción ajena. Querrán que entremos en razón, así nos lo dirán, pero lo que se nos pide es que no desbordemos un afecto anterior, que no lo movamos. Comienza así la vida secreta de nuestras verdaderas opiniones, pues no hay nada más fatigoso que defender los desplazamientos de nuestro afecto.
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