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Fragilidad. Más que una cualidad, una condena. Ser quebradizo, tener tendencia a estropearse, a que los golpes dejen mayor señal, a romperse, a rompernos. Nadie quiere esa cárcel que además se identifica como un engorro para quien está cerca. La aspiración de “poder con todo” ha ido calando hasta una médula encorvada en cuartos propios –en el mejor de los casos– e hiperconectados, pero de muros gruesos. Los que envuelven a la mayoría de trabajadores y trabajadoras de cierta nueva cultura o de ese eufemismo para la constelación de carpetas y borradores y excels y facturas llamado “creación de contenidos”. Un mundo en el que, como en el de los desigualmente repartidos cuidados, siempre es de día. Aunque finja comenzar cada mañana. Es un mundo alfombrado para la marca personal y la estrategia, para tragar pasión sin masticar y con la nariz tapada. También para su reverso: escupir la emoción sin miramientos, herir, figuradamente y no tanto, mediante exabrupto y ruido. Penalizada la debilidad y la duda, creemos poder con todo hasta que mil dolores pequeños se hacen uno. A partir de ahí, o antes de llegar a ese tope, podemos también reconocernos como frágiles. Habitantes de una fragilidad compartida que contribuya a romper de una vez por todas el aislamiento, el afán por la diferenciación, la competición por la atención y la inercia de decir que sí por miedo a que un no suene como un nunca. Una condición que es necesidad de vínculo solidario, como reflexiona Remedios Zafra (Zuheros, Córdoba, 1973) en su último ensayo, Frágiles. Cartas sobre la ansiedad y la esperanza en la nueva cultura (Anagrama, 2021).
Este libro tiene un origen concreto. Nace de la interpelación directa que le hizo una periodista precaria tras leer su anterior ensayo, El entusiasmo. Precariedad y trabajo creativo en la era digital (Anagrama, 2017). Le demandaba respuestas, esperanza. Frágiles tiene también un espíritu colectivo, de conversación. Llama la atención la referencia a la cantidad de gente que le ha escrito al correo electrónico contándole preocupaciones y temores que son tan profesionales como vitales.
La ansiedad tiende a percibirse como efecto y mal menor de quien está bien y tranquilizadoramente inscrito en el sistema productivo
Sí, al menos a mí me ha llamado la atención, porque las respuestas que se suelen recibir tras la publicación de un libro son de otro tipo, pero en este caso he recibido muchas historias personales de artistas, profesores y trabajadores culturales, y también de algún colectivo, identificados con Sibila, la protagonista de El entusiasmo. Creo que es lo que diferencia a la escritura política: que facilita identificar lo que muchas personas comparten y les resulta opresivo. Posiblemente para quien me ha escrito ha supuesto una forma de verbalizar que lo narrado es compartido y que en algunos casos las situaciones son más dolorosas que lo que el libro narra, pero para mí ha sido novedoso, e incluso emocionante por la generosidad de quienes comparten esas vivencias íntimas buscando, creo yo, que se sumen a las contadas para lograr amplificar una voz colectiva.
¿Toleramos, normalizamos en cierta manera, la ansiedad como mal menor?
Todo lo que se normaliza comienza a pasarnos inadvertido. La ansiedad está unida a la época por el cordón umbilical de la productividad y la prisa. Y diría que se acentúa en muchas personas que cargan con el prurito de la responsabilidad educada ante el trabajo, anteponiéndolo a menudo a la salud o al descanso. En ese sentido, la ansiedad tiende a percibirse como efecto y mal menor de quien está bien y tranquilizadoramente inscrito en el sistema productivo. Por otro lado, la ansiedad no suele abordarse, sino que, en nuestra sociedad, tiende a medicarse, vivimos en una noria de altibajos que nos hacen parecer tranquilos en público mientras nos falta el aire y nos convertimos en adictos en privado.
Estremece el realismo con el que habla de la culpa como rasgo de la autoexplotación, que lleva a sentir que el peligro está en nuestro interior. Pero ¿cómo rechazar y frenar cuando gran parte del sustento material para muchos trabajadores y trabajadoras creativas, autónomas, por proyectos, está directamente relacionada con la aceptación de encargos, de carga de trabajo, de ingresos?
Hay una dificultad con contradicciones en ese freno justo por lo que apuntas. La fragmentación y exceso de las colaboraciones que hoy conforman muchos trabajos creativos forma parte del sustento de estos trabajadores que cuentan con esos “muchos pero pequeños” trabajos. Por otro lado, la aceptación está casi siempre favorecida porque los encargos vienen de un círculo de conocidos y contactos que se encuentran en situaciones muy parecidas, por lo que se retroalimenta como una necesidad de dar, recibir y devolver que mantiene activa la maquinaria. El problema deriva en que esa fragmentación suele venir acompañada de gestiones que burocratizan cada colaboración, por ejemplo de 100 euros, como si uno hubiera hecho un trabajo de 1.000, sumando tiempos de gestión y de autogestión que, unidos a la exigencia intelectual que supondría hacer con concentración y sentido cada uno de esos pequeños trabajos, terminan por favorecer una producción precaria. Una donde nos reiteramos y copiamos a nosotros mismos y entramos en crisis por no poder profundizar y dar mayor sentido a lo que hacemos. Rechazar y frenar son respuestas contrarias a la época, que pueden suponer salirse de este sistema, pero creo que al verbalizarlo y compartirlo también podemos tantear fórmulas más imaginativas que nos permitan desburocratizar los trabajos, por un lado, y por otro cooperar en una cultura que favorezca también los proyectos más lentos y profundos frente al ruido de primar el hacer mucho y el hacer precario.
Leyendo un fragmento de Frágiles pensaba si el sistema no ha convertido, un poco perversamente, los noes en losas o monstruos. Si un no ahora, aquí, a una propuesta concreta, a otra persona, se convierte en un no para siempre, si con un no “perdemos” no solo una oportunidad presente sino otras futuras.
Cuando se necesitan números para cobrar un sueldo, la ética y el compromiso se hacen cosa de valientes y pasan a un segundo plano
La perversión del sistema es convertirnos a todos en una red que pide y da simultáneamente. Tú me invitas a mí esta semana y yo te invito a ti la que viene. Es una suerte de reciprocidad que mantiene el sistema porque hace depender a trabajadores precarios de otros como ellos bajo una falsa idea de solidaridad. Digo falsa porque en este caso contribuye a neutralizar a los trabajadores. Sin embargo, compartir este asunto nos da poder sobre él, pues nos hace comprender que esos noes son también necesarios para frenar o porque necesitamos más tiempo. Ese no es también un posicionamiento subjetivo, un desvío de lo siempre igual que recuerda otros posicionamientos políticos como el feminista. Con El entusiasmo me encontré a muchas personas que repensaban la aceptación no remunerada de sus trabajos, pues entendían que colaboraban en legitimar que los trabajos creativos no tenían por qué ser pagados. Creo que esto crea contagio y ahí puede radicar su poder.
En esta cultura de la acumulación, del agrado, de la urgencia, incluso “de modos y discursos fascistas que buscan reforzar privilegios de quienes no aceptan un no por respuesta”, como escribes, ¿es decir no un posicionamiento político de primer nivel?
Sí, creo que es un posicionamiento político. Y en este ejemplo que empleas es más evidente, si cabe, pues son quienes están acostumbrados a tener el poder como algo heredado quienes más se preocupan de normalizar la aceptación como forma de sumisión, es decir, como sustento de un sistema de privilegios que les mantiene en el mismo lugar. El fascismo que hoy, terriblemente, busca asentarse en nuestro país está en esta línea.
Si la voz alta, el exabrupto y el ruido rentan, ¿se puede conectar el auge de la extrema derecha con la precariedad de profesionales de los medios de comunicación que necesitan audiencia para justificar sus puestos de trabajo? No pienso en grandes plataformas de producción, sino en redactores, periodistas con su sustento en juego por los números. ¿Es ese un tipo de banalidad del mal contemporánea?
Es muy interesante esta relación que planteas porque, efectivamente, apunta a cómo la precariedad contribuye a retroalimentar las voces más altas. Cuando se necesitan números para cobrar un sueldo, la ética y el compromiso se hacen cosa de valientes y pasan a un segundo plano, se desdibujan bajo la urgencia de seguir produciendo. De ello se valen quienes instrumentalizan la mentira disfrazada de verdad porque saben que algo queda y que los periodistas no siempre cuentan con tiempo y contexto para desmontar los bulos. La prensa no precaria es esencial para no depender de los números que obligan a espectacularizar la información y que subordinan a los periodistas a una rentabilidad no vinculada a su código deontológico.
¿Qué piensa de la autopromoción, esta cosa de tener que vender el trabajo después de realizarlo? En ciertas alturas podría ser meramente contractual pero, normalmente, ¿tiene más de obligación o de vanidad?
En todo trabajo personal hay vanidad implícita y en cada persona esto es visible en distinto grado, pero en la actualidad la autopromoción está inscrita en los procesos laborales como fase previsible, sea o no explícita contractualmente. Y no es una fase que cierre un ciclo, sino que lo mantiene activo, pues en tanto el sujeto, el nombre, va pegado a la obra, es muy difícil dejar la obra sola.
¿No vivimos en una especie de paradoja de la creatividad? Es teóricamente omnipresente, exigida a sus profesionales, pero a la vez en un contexto encorsetado donde pocas cosas parecen realmente novedosas o rompedoras.
A la creatividad le pasa como al pensamiento: que no es posible sin tiempo
Cuando se abusa de un concepto como este, cabe sospechar que se quiere compensar su ausencia con su pronunciamiento. Les pasa también a algunos partidos políticos que no paran de usar palabras dando a entender que, al decirlas mucho, las están poniendo en práctica, pero la práctica no siempre coincide con el predicamento. No deja de ser una estrategia vacía a poco que uno rasque, pero eficaz si pasamos de largo por las cosas. A la creatividad, además, le pasa como al pensamiento: que no es posible sin tiempo.
Usted alerta del sujeto desapasionado y su posible mutación irreversible. Lo relaciona con un exceso de estrategia. ¿Es una causa directa de la precariedad ese sacar los codos, esa lucha individualista por muy poco, en ocasiones apenas un poco de visibilidad? ¿Nos robotiza el trabajo, pero ahora también su ausencia?
La estrategia tiene que ver con el entusiasmo fingido del que hablaba en mi ensayo anterior, como recurso para ser visto allí donde los criterios que pesan tienen que ver con la audiencia. O como forma de ser elegido por quien espera seleccionar al más motivado dispuesto a hacer más por menos. Pero el sujeto desapasionado es también una crítica a un sistema dominado por la estrategia, la sonrisa impostada y la operacionalización de datos que tiende a calificarnos y predecirnos, restando al sujeto capacidad para cuestionar, curiosear, ser espontáneo o cuidar a los de al lado. En ese sentido, creo que sí nos robotiza.
Hace un paralelismo entre dominación patriarcal y laboral. ¿Qué nos enseña el feminismo para estar, al menos, alerta ante la autoexplotación?
El riesgo no es solo mercantilizar la intimidad como llevamos tiempo apuntando, sino descuidar esos “vínculos que importan”
Nos enseña que la culpa que ha estado presente en muchas mujeres y ahora en las personas que llamamos autoexplotadas es un mecanismo de sumisión que recuerda que el responsable de lo que le pasa es uno mismo y pasa de largo por la responsabilidad social. Lo que propongo en Frágiles con este paralelismo es una similitud entre sistemas que convierten a los subordinados en agentes responsables de su propia subordinación. Y aquí el aprendizaje del feminismo, que en la conciencia compartida con iguales comienza a verse como problema estructural y por tanto como algo político.
Si hablamos de cuidados, de hacer sentir especiales a nuestros amigos y amigas y sentirnos nosotros también especiales, me viene la siguiente reflexión al hilo de lo que usted escribe sobre las esferas pública y privada y las redes. Si en ellas publicamos todo lo que hacemos, puede que incluso a la vista de personas amigas a las que no hemos contestado un mensaje más directo y personal, o incluso antes de comunicarle a ellas, por ejemplo, algo importante como que hemos encontrado un trabajo, ¿estamos haciendo tabla rasa y descuidando vínculos reales, por una especie de falta de lealtad de la que la máquina nos hace inconscientes? Un poco a la manera de cuando corremos para no llegar tarde a la oficina pero no nos importa tanto hacerlo en una cita con alguien a quien apreciamos.
Te agradezco esta reflexión que no había visto desde ese enfoque y que me interesa. Es, en gran medida, un efecto de quien acepta convertir su vida en producto y dar valor a la primicia de lo personal. El riesgo no es solo mercantilizar la intimidad como llevamos tiempo apuntando, sino descuidar esos “vínculos que importan” porque el trabajo o la ganancia se priorizan. Pero me gustaría pensar más si también hay aquí algo adictivo, un enganche propio de las vidas-trabajo en las pantallas y en algunos casos incluso miedo a dejar solo al “yo-marca” tan expuesto a la crítica.
¿Se puede crear sin usar redes sociales? ¿No se parece, más que un camino, a una meta solo alcanzable cuando la difusión de tu trabajo corre por cuenta de potentes medios o plataformas?
Parece que para quien no logra un alto grado de fama, y por tanto queda liberado de la autogestión de su obra, las redes son un instrumento naturalizado. Quizá en algunos circuitos culturales y con determinado tipo de obra es probable que puedan liberarse de las redes, pero creo que hoy esos casos serían algo minoritario.
A veces parece que la máquina, la red, plantea una dicotomía salvaje entre estar o no estar. O lo estás todo o no estás nada. Usted plantea que hay un espacio transformador entre pose y tristeza. ¿Qué herramientas hay, o cuáles debería haber en él?
Desde los noventa, con la tecnología digital siempre ha habido una tendencia a amarla u odiarla. A veces incluso al mismo tiempo. Recuerdo que en aquellos años se prodigaban enfoques reducidos a filias y fobias y pienso que esta intensidad polarizada que despiertan tiene mucho que ver con lo transformadoras que resultan para los humanos. Mi visión sobre el asunto me anima a enfatizar aspectos críticos como quien necesita identificar riesgos y problemas para mejorar las cosas, pero no soy pesimista con lo que podemos hacer porque creo que estamos aprendiendo todo el rato. Esas herramientas por las que me preguntas, a mi modo de ver, vienen del aprendizaje “colectivo”, de dejar de mirarnos al espejo de la pose o la tristeza y abordar los problemas desde la solidaridad comunitaria y el compromiso con lo público.
¿Hay caminos comunes cuando todo parece tan desgajado? ¿Cuál es su esperanza?
Tiene que haberlos. Que los haya es también mi esperanza.
Fragilidad. Más que una cualidad, una condena. Ser quebradizo, tener tendencia a estropearse, a que los golpes dejen mayor señal, a romperse, a rompernos. Nadie quiere esa cárcel que además se identifica como un engorro para quien está cerca. La aspiración de “poder con todo” ha ido calando hasta una médula...
Autor >
Ignacio Pato
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