Efemérides
Por fin ha terminado el año Beethoven
Sobre cómo convertimos a un músico tan creativo en el icono de la falta de imaginación
Carlos García de la Vega 15/05/2021
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Me he tomado un tiempo para escribir sobre el año Beethoven porque tenía que recuperarme del hartazgo. Pero no podía dejar pasar lo que ha representado el aniversario para poner encima de la mesa algunas reflexiones sobre las políticas de programación y sobre el refuerzo constante, sistemático y decidido de un canon asfixiante por la falta de imaginación. Es injusto que Beethoven haya pasado a ser, con la cantidad inagotable de ideas musicales que nos regaló, el icono musical de la falta imaginación. Que con el contubernio de musicólogos, programadores e intérpretes se haya convertido en un significante cuyo significado palidece no es una buena noticia. Entre muchos se ha contribuido a alimentar a una bestia domesticada y poco estimulante intelectualmente, aunque no nos damos cuenta porque nos tienen anestesiados. Una bestia que, casi sin excepción, nos presentan a un Beethoven enfadado, furioso, casi incomprensible.
Quizá, para los intérpretes, la única manera de descifrar el jeroglífico de la personalidad de Beethoven sea poniendo nuevos arbotantes a la narrativa ajada
La más notable y terrible de las inercias es la de programar a golpe de efeméride. No hay nada peor para las instituciones culturales que no atreverse a romper una dinámica que solo denota pereza. Además, puestos a tirar de fechas, ¿a qué se debe la aleatoriedad entre nacimientos y muertes? No es lo mismo conmemorar 1770 que conmemorar 1827: musical y sociológicamente son mundos distintos ¿Por qué se celebran, a veces, los siglos enteros y, otras, los medios siglos? ¿Por qué no, si estamos alimentando el monstruo de las efemérides, conmemoramos el aniversario de la sonata Patética (nº8, en do menor, op.13)? Y si hablamos de la Patética, ¿fijaríamos la efeméride en la fecha en que la terminó de escribir, en la fecha en la que se publicó o en la fecha en la que se estrenó? En realidad no importa, porque de lo que se trata es de que hagan negocio discográficas, agencias internacionales y estrellas pop de la clásica. El resto de la industria –los obreros de la música– replican obedientemente lo que marcan los olímpicos. Pero no es conmemoración, es capitalismo. ¿Se hubiese visto afectada la reputación y el prestigio de una orquesta sinfónica que no hubiese programado Beethoven el año pasado, si no hubiese arreciado la pandemia? En absoluto. Pero nadie se atrevió porque, aunque no lo parezca, es automático –y por lo tanto, no racional– añadir contrafuertes a una narrativa musical que trata a los melómanos como lactantes.
Pero el coronavirus llegó para desmantelar el intercambio cultural como acto social y el año Beethoven quedó reducido, en el mejor de los casos, a que las radios de música clásica de toda Europa y Estados Unidos asaetaran a sus oyentes con más emisiones de piezas de Beethoven de las que ya se programan normalmente en un año sin conmemoración. Porque Beethoven, tanto en las programaciones como en las retransmisiones, es un verdadero blockbuster. Una pandemia, como la que frustró un siglo antes la gira deL’histoire d’un soldat de Stravinsky, deslució los fastos que estaban programados en todas las salas de música académica del mundo, en cada meridiano del planeta. Se dejaron muchísimos contrafuertes por poner para seguir apuntalando el mito patriarcal, elitista y nacionalista creado en el think tank donde se inauguró la musicología. Porque no es casual que una disciplina nacida entre Berlín y Viena a principios del siglo XX haya fijado como música universal a la música de sus propias regiones de entre 1685 y 1900.
Lo que no cuenta nadie es que fue un músico autónomo, sin patrón nobiliario ni eclesiástico, y necesitó durante toda su vida buscarse la forma de facturar
Anécdotas propias de prensa amarilla, como la sordera o el mal carácter, el haber compuesto solo nueve sinfonías y la ocurrencia de ponerle coro y solistas a la última, contribuyeron a alimentar, muy en la estela del romanticismo superado en lo formal, su carácter de mito fundacional, de genio desbordante y ante el que postrarse. Lo que no cuenta casi nadie es que fue un músico autónomo, sin patrón nobiliario ni eclesiástico, y, aunque al principio de su carrera tuvo una importante asignación de un noble a cambio de no demasiadas obligaciones compositivas, necesitó durante toda su vida buscarse la forma de facturar. Por eso, además de piezas universales, tuvo que componer bastante música de ocasión y ciertamente chabacana para cumplir con sus clientes. El uso y abuso de la figura de Beethoven pone de manifiesto que nada es inocente en las decisiones académicas y culturales y que, sobredimensionando una figura que nadie duda que es importantísima, se ha construido una historia que deliberadamente ignora, oculta y silencia a otros compositores y compositoras, a otros movimientos, a otros ámbitos geográficos que ayudarían a configurar un mosaico mucho más rico para entender cómo la música académica moldeó y configuró la mentalidad de todo el proceso que llevó de la Ilustración a la industrialización.
Quizá por estos devaneos comerciales, hay en la música de Beethoven una especie de ciclotimia que hace que sus piezas puedan resultar a veces inconexas: es capaz de pasar de una furia agresiva y hasta maleducada a momentos de un lirismo perfectamente contenido y absolutamente preciso que en lo mejores momentos se vuelven de una abstracción como del Arte de la Fuga. Casi siempre echo en falta en las interpretaciones menos testosterona y más ternura radical y, sobre todo, mucho sentido del humor. Quizá porque, incluso para los intérpretes, la única manera de descifrar el jeroglífico de la personalidad de Beethoven sea poniendo nuevos arbotantes a la narrativa ajada: marcando musicalmente sus exabruptos con soluciones interpretativas acordes a la genialidad –masculina– que se le ha supuesto por decreto.
Dado que el desaguisado que se ha hecho con la memoria de Beethoven y su figura ya no tiene arreglo, propondría que, de seguir abusando de su figura, se tuviese en cuenta para programarlo, de ahora en adelante, toda esta ventaja histórica e institucional que se le ha dado durante todo el siglo XX y lo que llevamos de XXI. Tal y como se hace en los centros de interpretación históricos, en los que se ponen en contexto todas las partes de un conflicto, que se presentase a Beethoven como una víctima con multitud de damnificados. Además, sugeriría que, para abordar los pasajes de supuesto genio, se hiciera el ejercicio de volver a pensar a Beethoven no como un hombre blanco alemán. Que se pensara a un Beethoven feminista, a un Beethoven decolonial, a un Beethoven racializado, a un Beethoven lesbiana, a un Beethoven marica, a un Beethoven trans, a un Beethoven cyborg. En definitiva, que ya que se nos ha impuesto como paradigma de lo universal, sea susceptible de ser atravesado por todas las sensibilidades y no solo por una, dominante y repetitiva.
Me he tomado un tiempo para escribir sobre el año Beethoven porque tenía que recuperarme del hartazgo. Pero no podía dejar pasar lo que ha representado el aniversario para poner encima de la mesa algunas reflexiones sobre las políticas de programación y sobre el refuerzo constante, sistemático y decidido de un...
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Carlos García de la Vega
Carlos García de la Vega (Málaga, 1977) es gestor cultural y musicólogo. Desde siempre se ha dedicado a hacer posible que la música suceda y a repensar la forma de contar su historia. En CTXT también le interesan los temas LGTBI+ y de la gestión cultural de lo común.
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