Gramática rojiparda
El reto
Ayuso hace que algo tan anodino como vivir en Madrid adquiera el exotismo de una aventura tropical salpicada de tipismo bullanguero, peligros y alcohol. Puede hacerlo porque sus oponentes venden ascetismo antifascista
Xandru Fernández 1/05/2021
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La semana pasada se hizo viral la denuncia de un “reto” a través de TikTok: alguien había visto un vídeo en el que unos hombres animaban a otros a salir el 24 de abril a cometer agresiones sexuales. El Día Nacional de la Violación, lo llamaban (aunque lo de “nacional” en seguida mutó en “mundial”, a medida que crecía el volumen de adhesiones y reprobaciones). Yo no vi el vídeo original y hay quien duda de que existiera, pero eso es lo de menos: el “reto” siguió su curso y las incitaciones a violar a mujeres se multiplicaron a medida que se acercaba el 24 de abril. Como suele ocurrir, las denuncias públicas contribuyeron a ampliar su difusión. Hubo medios de comunicación que se aprestaron a argumentar que se trataba de un bulo, que no había habido tal convocatoria. Lo cierto es que la había y que miles de usuarios de TikTok y otras redes se azuzaban unos a otros sin tapujos, daba igual de dónde hubiera salido el rumor. Que no apareciera el vídeo original no impedía que la convocatoria se difundiera. Pero es llamativo que los medios trataran de desmentirlo como si fuera relevante la inexistencia de una instancia oficial que avalara semejante barbaridad.
En su último libro, Las aventuras de Genitalia y Normativa, Eloy Fernández Porta subraya dos relativas novedades de nuestra cultura ambiente, a saber, la pérdida de atractivo del placer sexual a medida que desaparecen los tabúes y deja de tener sentido el concepto de transgresión, y la pulsión normativa que nos instituye como sujetos de deberes a través del deseo de transgredir las normas. Son dos aspectos de una misma sensibilidad epocal y se plasman, llamativamente, en el reto tiktokero del 24 de abril, pero ya aparecían, por ejemplo, en una franquicia cinematográfica, The Purge, en la que un Estado totalitario instituía un período anual de doce horas durante el cual todo estaba permitido, una catarsis de saqueos y asesinatos que dejaba a los ciudadanos listos para un nuevo año de obediencia ciega. Esas doce horas convertían al Estado en objeto de deseo y a la violencia policial en objeto de anhelo. Tanto la película original como sus secuelas se constituyen además en artefacto metanarrativo, en la medida en que el espectador experimenta también, durante el tiempo que duran, la necesidad imperiosa de que alguien ponga orden en ese disparate de trama y respete las reglas de la narración cinematográfica.
Que Savater haga público que votará a Ayuso puede entenderse como una muestra más de que aquella generación de genios absolutos que pilotó la Transición no es que se haya vuelto contra sí misma, es que se ha vuelto contra todas las demás
La facilidad y la inmediatez conspiran contra el placer: el deseo se intensifica con el aplazamiento y durante el aplazamiento. Del mismo modo que los protagonistas de The Purge recibirán con alivio la violencia policial cuando esta regrese a poner orden, muchos ciudadanos confinados y embozados celebraremos que el Estado nos libere de las normas anticovid. Pero, al igual que en la película hay quien disfruta esas doce horas de libertad absoluta mediante el ejercicio de la violencia que, en condiciones normales, le usurpa el Estado, también son muchos los ciudadanos que viven las condiciones excepcionales impuestas hace un año como una experiencia placentera y liberadora, pues incluye entre sus ventajas la de proporcionar un marco estable de restricciones e imposiciones que se legitiman por sí mismas en la medida en que se fundamentan en abstracciones tan insólitas como “la salud” (nos hemos fumado, esnifado, inyectado y comido todo tipo de venenos pero la salud) o “nuestros mayores” (a quienes hemos recluido en residencias e ignorado durante años). Lo que hace de The Purge una mala película es que solo aborda una de las caras del problema libidinal que Fernández Porta dibuja con la misma precisión con que la pandemia ha trazado el mapa de las afecciones políticas: que la sociedad no es un todo homogéneo en tanto que tampoco nosotros lo somos como individuos, y que, al igual que cada uno es una república de deseos, afectos y conjeturas, también el cuerpo social ansía a la vez la norma y la ruptura de la norma al mismo tiempo que reprueba ambas.
Cuando Isabel Díaz Ayuso planteó como marco de su campaña la elección entre libertad y socialismo (o comunismo, o socialcomunismo, o lo que fuera), sus asesores sabían perfectamente lo que estaban haciendo: apelar a ese impulso transgresor que solo se activa cuando creemos percibir un límite a nuestros caprichos y deseos y que a menudo se satisface en el puro reconocimiento de su carácter desafiante. El ideal español según Ángel Ganivet: “Este español está autorizado para hacer lo que le dé la gana”. El Día Nacional de la Violación deja de ser un chiste de mal gusto cuando uno piensa que hay tarados que viven la igualdad de género como un drama y una pérdida de poder que les gustaría compensar por la fuerza. En ese páramo mental, la idea de que te permitan violar tiene sentido. Y, lo que es peor, hace que la agresión sexual sea algo excitante al convertirla en desafío de un orden normativo. Por eso la convocatoria no se tradujo en un aluvión de violaciones: porque el deseo se satisfacía al enunciarlo, en la misma medida en que cada individuo que se sumaba al reto experimentaba al hacerlo un incremento de poder que la ejecución final del acto anunciado solo podía frenar o refutar. Isabel Díaz Ayuso hace que algo tan anodino como vivir en Madrid (o en Calatayud, o en Timisoara) adquiera el exotismo de una aventura tropical salpicada de tipismo bullanguero, peligros morigerados y alcohol a espuertas. Puede hacerlo porque sus oponentes (o la caricatura que ella hace de ellos, que viene a ser lo mismo) venden drama social y recogimiento familiar. O ascetismo antifascista: moral partisana para tiempos de asedio.
Que Fernando Savater haga público que votará a Díaz Ayuso puede entenderse como una muestra más (por si hubiera pocas) de que aquella generación de genios absolutos que pilotó la Transición no es que se haya vuelto contra sí misma, es que se ha vuelto contra todas las demás. También puede verse como una confirmación de que su concepto de la transgresión (moral, sexual, intelectual) no ha envejecido tanto como quisiéramos creer: en la alabanza de la civilidad desinhibida se expresa sin complejos la añoranza de una normatividad clara y distinta, el orden epistémico antaño conocido como sentido común, sobre el cual soplaba el aliento refrescante de la incitación desenfadada al juego y al desorden. Si somos incapaces de comprender el sex appeal del fascismo posmoderno, sus coqueteos con el exceso y la lascivia, su extrañamiento con respecto a “la hoja de parra del senequismo” con que Ganivet vestía el “espíritu español”, seremos también incapaces de redefinir nuestros afectos políticos más allá del miedo (a la vejez, a la enfermedad, al fascismo). En eso hay que reconocer que la derecha sin complejos, fascista o no, militante o indiferente, nos lleva varias cabezas de ventaja: siempre ha sabido cultivar el desorden, pues solo es cuestión de ponerse del lado de la entropía. Lo difícil es justo lo contrario. El verdadero reto.
La semana pasada se hizo viral la denuncia de un “reto” a través de TikTok: alguien había visto un vídeo en el que unos hombres animaban a otros a salir el 24 de abril a cometer agresiones sexuales. El Día Nacional de la Violación, lo llamaban (aunque lo de “nacional” en seguida mutó en “mundial”, a medida que...
Autor >
Xandru Fernández
Es profesor y escritor.
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