Principios democráticos
No dejar a nadie atrás
Los jueces están desaparecidos cuando se trata de ejercer su auténtica función y proteger los derechos de la minoría
Joaquín Urías 12/05/2021
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El derecho contemporáneo nace durante el absolutismo como un mecanismo de dominación en Estados complejos y centralizados. Es el producto de la unificación del poder sobre territorios extensos de un modo que no permite el ejercicio cotidiano de la fuerza, que se sustituye por una estructura burocrática sustentada en la norma escrita. Sin embargo, desde la Revolución Francesa, el derecho se convierte también en un modo de limitación del poder: las normas permiten a los más débiles una cierta defensa frente a la arbitrariedad de los poderosos.
Así surgen los derechos, entendidos como límites que ningún poder puede traspasar. Inicialmente, se oponen al poder arbitrario del rey, pero su valor y esencia –como reflejo de la dignidad humana– no depende de la legitimidad o no de la autoridad que los amenace.
En las sociedades democráticas, el poder lo ostenta la mayoría, y también ella debe respetar los derechos de los grupos minoritarios o débiles. El sistema mayoritario es sin duda un óptimo mecanismo de designación para elegir un poder que pueda llamarse legítimo. Sin embargo, la votación mayoritaria presenta muchas carencias como sistema de decisión, en especial cuando se utiliza para machacar a quien se queda en minoría, privándolo de todo aquello que legítimamente le pertenece como persona y ciudadano. La dictadura de la mayoría no es democrática; por mucho que millones de alemanes apoyasen en los años treinta las leyes raciales que discriminaban a los judíos, seguían siendo ilegítimas.
La democracia es formalmente un sistema complejo en el que todo poder necesita su contrapeso. Sustancialmente, sin embargo, la democracia son derechos: posiciones personales o grupales inatacables y que resisten incluso a la presión mayoritaria. Existen para el débil, que, en un sistema legítimo, suele ser también el minoritario. A quien alza la voz para repetir los postulados mayoritariamente tenidos por ciertos sólo le hace falta libertad de expresión cuando el poder está en manos de unos pocos que no representan a la sociedad. En caso contrario, tendrá el apoyo de quienes mandan. En cambio, el disidente que anda a la contra y desafía los postulados establecidos y comúnmente aceptados sólo podrá hacerse oír invocando ese derecho fundamental a exponer una opinión propia.
La práctica demuestra que las sociedades que restan valor a los derechos de las minorías crean dinámicas perversas en las que lo mayoritario es el individualismo
En las teorías clásicas, los derechos fundamentales suelen presentarse como una reivindicación individualista y liberal de quien no confía en el grupo. El mito de la mayoría compasiva y solidaria, que tan importante ha sido en la construcción de las alternativas de izquierdas, oculta una realidad mucho menos esperanzadora. La práctica demuestra que las sociedades que restan valor a los derechos de las minorías crean dinámicas perversas en las que lo mayoritario es el individualismo. Las políticas electoralistas basadas en la promesa del reparto medio del bienestar no se dirigen contra la élite que vive mejor –aunque lo haga a costa del resto–, pues esa élite se presenta como el modelo ideal de riqueza al que todos hipotéticamente pueden llegar. Sí se ataca y se desprecia a quienes van quedando atrás, percibidos siempre como un lastre.
En el capitalismo electoral, mientras más minoritarios sean los débiles, menos se les respeta. Sucedía en los años sesenta a la población negra de los Estados del sur de los EE.UU. Los defensores de la segregación racial eran una mayoría electoral compuesta esencialmente por blancos de clase trabajadora depauperada que veían el avance de los negros como una amenaza para sus ilusorias expectativas de progreso social.
En este contexto, cobran especial trascendencia los derechos sociales, destinados a paliar los desequilibrios de la sociedad para que el progreso no deje a nadie atrás. Jurídicamente, su resistencia a los embates de la mayoría es la misma que la de las libertades políticas aunque en ocasiones se frene su eficacia práctica. El potencial igualitario del derecho a la educación rige incluso para los niños de minorías étnicas o los que vivan en poblados chabolistas, por más que las administraciones se resistan a darle la eficacia que exige el ordenamiento jurídico.
Estas consideraciones vienen a cuento de los modelos enfrentados con los que se propone salir de la pandemia del Covid y su influencia en los resultados electorales madrileños.
La enfermedad, aun siendo letal, afecta sólo a una minoría de la sociedad. Los jóvenes y adultos gozan de una relativa inmunidad que en todo caso minimiza sus riesgos. Hasta ahora la mayoría social estaba dispuesta a sacrificarse y renunciar incluso al desarrollo personal basado en el progreso económico con tal de frenar a un virus que amenaza la vida incluso de los mayores de nuestras familias. Sin embargo, con el transcurso del tiempo y ante los avances en la vacunación, esa capacidad de sacrificio personal por el bien común parece haberse ido debilitando.
Esa nueva mayoría social que, en nombre de la libertad individual, apuesta por rebajar las medidas de protección supone una amenaza terrible para los grupos de mayor riesgo. El ejercicio de su facultad de disfrutar de un modo normal de vida –con libertad de movimiento y acceso a los negocios y la hostelería– no puede hacerse a costa del derecho a la salud de una minoría. No son intereses equivalentes que puedan anularse mutuamente en razón del modelo ideológico de prioridades de cada gobernante. La salud de los débiles no puede quedar al arbitrio de la conveniencia de la mayoría más o menos inmune.
Nuestros tribunales de justicia –politizados como nunca antes en la España democrática– se han abandonado a un relativismo radical
Este ataque a la esencia de la democracia pilla en muy mal momento al Estado de derecho español. Nuestros tribunales de justicia –politizados como nunca antes en la España democrática– se han abandonado a un relativismo radical del que se ofrecen como árbitros. En su planteamiento, no hay derechos absolutos. Las normas jurídicas se presentan exclusivamente como reglas de procedimiento y todo puede ceder con la mera invocación de un interés contrario. El derecho a la vida de las personas en riesgo de contagio mortal vale tanto como el derecho a divertirse y abrazarse de quienes en principio sólo se enfrentan a una gripe ligera.
Con esa visión dan alas a la idea de que los derechos están sometidos a voto. En su virtud, si la sociedad elige a políticos cuya campaña se basa en priorizar el desarrollo de la economía y la felicidad individual de la mayoría a costa de la salud de una minoría, no hay ningún obstáculo jurídico para ello. Con apoyo popular lo mismo se podría privar de adecuado tratamiento médico a los ancianos contagiados en residencias que abrir las discotecas en plena pandemia.
Los excesos de un poder político abandonado al populismo electoral y que ignora los derechos esenciales de las minorías sólo podrían ser corregidos por un poder judicial serio y consciente de su papel constitucional. En vez de eso, tenemos jueces complacientes con la idea de que no existen derechos absolutos y deseosos de sustituir el criterio político de los órganos democráticamente elegidos por el suyo propio. En vez de limitarse a controlar mediante el sistema ordinario de recursos cualquier medida restrictiva carente de justificación, le han cogido gusto a hacer de aprendiz de brujo. Si un magistrado del País Vasco cree que las mascarillas no son necesarias o una magistrada navarra entiende que los bares deben abrir más allá de las diez de la noche, no se cortan en imponer su perspectiva ideológica sobre la de las autoridades ejecutivas. Como si la separación de poderes no les vinculara a ellos.
Sin embargo, cuando se trata de ejercer su auténtica función y proteger los derechos de la minoría, notablemente la intangibilidad de la protección de la salud, los jueces están desaparecidos. No cumplen su deber de proteger a los débiles frente a los políticos que, en su ansia por conseguir votos, están dispuestos a satisfacer a la masa individualista y vociferante que sólo quiere volver a la normalidad.
A medida que aumenta la vacunación, los egoístas dispuestos a abandonar a las personas vulnerables que pueden suponer una carga pueden llegar a ser mayoría. Si eso sucede, será una mayoría legítima para elegir políticos insensibles, pero dejar atrás a alguien no es una opción que se pueda votar. En democracia, los derechos de las minorías son intocables. La protección de la salud de los más débiles no es un principio que pueda ceder ante ninguna otra consideración. En este momento, el debate no es entre comunismo y libertad, sino entre derechos y ley de la selva.
El derecho contemporáneo nace durante el absolutismo como un mecanismo de dominación en Estados complejos y centralizados. Es el producto de la unificación del poder sobre territorios extensos de un modo que no permite el ejercicio cotidiano de la fuerza, que se sustituye por una estructura burocrática sustentada...
Autor >
Joaquín Urías
Es profesor de Derecho Constitucional. Exletrado del Tribunal Constitucional.
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