Ha nacido un nuevo estilo de baile (y yo no lo sabía)
Más que una elección constituyente, fue una gigantesca declaración de independencia. El imperio del que se quieren separar es el viejo Chile, republicano y oligarca a la vez, socialdemócrata de alma y neoliberal de costumbre, machista y matriarcal
Rafael Gumucio 18/05/2021
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Los resultados de las elecciones de este fin de semana sorprendieron a todos o casi a todos, aunque en rigor no deberían sorprender a nadie. La unidad de la derecha no la salvó del desastre total (su presidente marca un nueve por ciento de aprobación). Del desastre no se salvó tampoco la izquierda concertacionista (que gobernó el país por dos décadas de crecimiento sostenido) y todos sus partidos, que obtuvieron resultado poco menos que lamentables.
Los electores han preferido para esta nueva Constitución gente nueva, lo que parece absolutamente coherente. De todos los partidos, el que arrasó es el partido “otros”, es decir, el independiente. La tía Pikachu, una mujer que se vestía de un personaje de dibujo animado japonés en las marchas de octubre del 2019, le ganó a varios exministros. Su programa, que consiste en ser ella quien es, o quien no es, una mujer adentro de un traje de plástico inflable, fue un argumento irrebatible a la hora de los votos. La “lista del pueblo”, un grupo de diversos desconocidos unidos por el odio a Piñera y la reivindicación del espíritu de octubre, pulverizó a la democracia cristiana y el partido socialista juntos. De los partidos más o menos tradicionales solo los comunistas y el Frente Amplio consiguieron importante victorias territoriales, todas gracias a candidatos escasamente conocidos, más allá de sus familias.
En Chile ganaron los independientes. O, lo que es lo mismo, perdieron todos los que militan en algún partido
¿Podría ser de otro modo? Quién es y no es más “octubre”, quién se acerca más al espíritu de la calle, ha sido el tema de muchas candidaturas. Que “Chile cambió” es algo que todos han repetido hasta el cansancio estos meses. Mirar el rostro de ese cambio convertido en nombres y apellidos diversos y divertidos ha sido una experiencia largamente anticipada a la que, misteriosamente, los que venimos del viejo Chile no estábamos preparados. La verdad es que hay también entre esos hombres y mujeres, muchas más mujeres que hombres, mucha gente coherente y consistente, culta y preparada, por la que se pueden abrigar ciertas esperanzas. Pero ¿es la fe en personas individuales capaces e inteligentes un sentimiento genuinamente político? O más bien ¿no es la política un sistema de signos y procedimientos que buscan eximir a las sociedades del capricho o del olvido de los hombres y mujeres providenciales?
La noticia sigue siendo, más allá de cualquier predicción o prevención, que en Chile ganaron los independientes. O que, es lo mismo, perdieron todos los que militan en algún partido. No puede ser de otro modo en un país que descubre un sentido nuevo de autonomía personal, y se desnuda de trabas e instituciones anquilosadas. Fuera la vigilancia de clases, religión, sexo, ideologías. Esta fue entonces, más que una elección constituyente, una gigantesca declaración de independencia. El imperio del que se quieren separar no es ni el viejo imperio español, ni el nuevo imperio de Estados Unidos –al que estamos más unidos que nunca–, sino el viejo Chile republicano y oligarca a la vez, socialdemócrata de alma y neoliberal de costumbre, machista y al mismo tiempo matriarcal. Independizarse de la timidez y la sumisión, la rebeldía después de dos tragos, la imaginación desatada sólo cuando nadie puede oírte. País de mierda y mierda de país que todos no pueden dejar de amar y odiar hasta el incendio, la fiesta, pero también las elecciones periódicas y ordenadas que aún nos hacen sentir algo de orgullo recóndito pero innegable.
De la huella de una sociedad desde siempre jerárquicamente militarizada nos hemos independizado por fin. También lo hemos hecho vistosamente de la Constitución que Pinochet mandó redactar a Jaime Guzmán, un profesor de derecho maquiavélico y ultraconservador, que comprendió a tiempo que la economía de mercado aliada a la represión religiosa podía convertirse en la ideología de la que los militares, brutales y estatistas, carecían hasta entonces. El partido que fundó para defender ese legado se llamó y se llama la Unión de Demócratas Independientes, porque la independencia de los partidos era una de sus obsesiones más antiguas. Su mentor político, el expresidente derechista Jorge Alessandri Rodríguez, se enorgullecía de eso cada vez que podía: era independiente, no lo movía y no lo dejaba de mover ningún partido. Alentaba a que más y más personas, como él independientes, se hicieran parte de la política, que secuestrada por los partidos y sus intereses se alejaban demasiado del sentido común del simple empresario, comerciante o dueña de casa que sabe que “lo bueno es bueno, lo malo es malo”.
El mito de la independencia como una ventaja y no una pobreza política es un viejo fetiche de la derecha chilena. Lo es también de la derecha mundial. Franco no militó nunca en la Falange que alentaba desde fuera. Pinochet, siguiendo el ejemplo del caudillo, tampoco militó en ningún partido. El autor de Política, politiquería, demagogia hablaba con un desprecio perfectamente actual de “esos señores políticos”. Los manejos de los partidos y sus dirigentes eran su enemigo favorito. Mal que mal, Salvador Allende había sido ante todo un político profesional, alguien que hizo del parlamento y los manejos partidarios una segunda piel. Sólo los partidos y su orgánica, pensaba Allende, y la historia no dejo de darle la razón, podían permitir que la izquierda llegara al poder. Lo perdió en parte porque Allende no pudo desde el gobierno gobernar su partido. Los militares no dejaron sin embargo de saber que sus enemigos peligrosos eran los militantes.
Nos hemos independizado por fin de la huella de una sociedad desde siempre jerárquicamente militarizada
Al derrumbarse la Constitución de Pinochet y Jaime Guzmán, queda singularmente en pie, como nunca, el centro de su legado: la desconfianza de la política partidaria. Eso y la fe en la iniciativa individual, y el sentido común de la dueña de casa, el funcionario de a pie, el trabajador que no cree en los sindicatos, el dirigente que no ha ganado ninguna elección interna, el representante infinito de sí mismo. No conviene sin embargo exagerar. La diversidad sexual, étnica, etaria, intelectual de la asamblea no podría dejar de espantar a Jaime Guzmán y Augusto Pinochet. Por último, hablar mal de la política después de la caída de todos los discursos totalizadores no es lo mismo que hacerlo cuando la guerra fría aún parecían poder ganarla Ho Chi Min y Fidel Castro. Pero me es personalmente difícil creer en la nueva política cuando las pasiones que la agitan y conmueven son tan viejas como la tragedias y las comedias atenienses en que los ciudadanos del ágora aprendían que, más allá de sus votaciones y voluntades, existía algo llamado dioses y destino que ni olvida y perdona.
“Tu teléfono móvil es el nuevo, no tú,” me dan ganas de decirle a quienes me hablan de la nueva política. Pero más allá de mi escepticismo, es innegable que ese nuevo teléfono, y los modos de usarlo, influyen e influirán en la manera de comunicarnos, es decir de ser en el mundo. Hay aquí algo que no comprendo pero que tampoco puedo descalificar de entrada (sin ser capaz de aplaudir tampoco). No sé quiénes traen a lo lejos en plena nube de humo. En plena dictadura, el grupo de rock Emociones Clandestinas cantaba Un nuevo baile. La canción consistía justamente en la repetición del estribillo “Hay un nuevo estilo de baile / y yo no lo sabía”. Las razones por las que no lo sabía eran tan absurdas como que no veía televisión o no escuchaba la radio, no variaba, pero el hecho es que el nuevo estilo de baile nunca llegaba a la canción y la canción no llegaba nunca a ser el nuevo estilo de baile. Solo lo anunciaba, una y otra vez, hasta el delirio y el absurdo. Algo de eso podría resumir el espíritu de la época. Hay un nuevo estilo de baile que no sabemos cómo se baila, pero que definitivamente no hace nada más y nada menos que anunciarse de manera irremediable. ¿Llegaremos realmente a bailarlo? No tengo para esta, como para tantas preguntas, ninguna respuesta.
La sociedad chilena, con el advenimiento de una nueva clase media, con la llegada de la inmigración, cambió de espalda a los que la debían interpretar, que seguían hablando de un país “pacato”, conservador y provinciano (siendo uno de los más tecnologizados del mundo). La caída programada de todas las instituciones de referencia, desde los carabineros a las monjas del colegio, hizo el resto. La idea de continuidad histórica que estas instituciones proveían se vino abajo con ellas. Aunque quizás sea al revés, la idea de que la continuidad y la tradición importan fue lo que permitió mirar todo lo que hay de oscuras en ella sin rescatar su utilidad. Cundió la idea de que la historia era una sucesión de fraudes cometidos contra ti. Tú, convertido en la única institución confiable.
Todo eso era nuevo. Tan nuevo que no tenía como nombrarse. La victoria del Frente Amplio en las últimas parlamentarias y los resultados auspiciosos de Beatriz Sánchez en las presidenciales fueron una forma de decir que “Chile cambió”. Frase que se convirtió en un lugar común que permitía al que la pronunciaba evitar comprender de qué estaba hecho ese cambio. Un cambio que se hace visible y palpable en la actitud completamente nueva que tenemos los chilenos de hoy ante la novedad y el cambio. Una actitud radicalmente distinta a la que ha sido la tónica misma de nuestra historia.
El país serio y aburrido que vota por partidos políticos ideológicamente definidos fue siempre, en parte, un mito. Basta nombrar a Fra Fra, Ibáñez, el cura de Catapilco o Parisi. Pero hay de Frei Montalva a Bachelet una cierta continuidad de la que incluso es parte la dictadura. Es cosa de ver el destino de las principales políticas del gobierno del primer Frei: la nacionalización del cobre y la reforma agraria. Políticas resistidas y odiadas a veces, que ni siquiera la dictadura pudo revertir. Otro tanto podría decirse, al revés, de las AFP (administradoras de fondos de pensiones que fueron privatizados) y las privatización de las educación y la salud, políticas que inició la dictadura y perfeccionó la democracia.
Chile fue, para bien y para mal, un país que continúa. Un país donde las cosas pueden, a diferencia de sus vecinos, planificarse a dos, tres, cuatro, diez años de plazo
Chile fue, para bien y para mal, un país que continúa. Un país donde las cosas pueden, a diferencia de sus vecinos, planificarse a dos, tres, cuatro, diez años de plazo. Un país que perpetúa su injusticia y que también construye planes y políticas continuas para reparar algunas de ellas. Es lo que simboliza el plan de vacunación, un logro de varios gobiernos sucesivos y contrarios que impiden, a la hora de la catástrofe, la improvisación. Lo mismo se puede decir justamente de la ONEMI (Oficina Nacional de Emergencia del Ministerio del Interior) o de las políticas de nutrición y pavimentación. Algo de ese espíritu de continuidad hizo que la maquiavélica pero genial invención de Pepe Piñera llamada AFP siguiera avanzando a pesar de que todos los expertos sabían que terminaría mal. Y claro, habría que haber tenido la valentía de saltarse las comisiones y los planes para paliar el desastre, e ir al corazón del problema cuando aún no era irremediable. Pero justamente ese carácter continuo, lento pero seguro de la política chilena, no permitió ese salto. Cuando los expertos lograron que los políticos los escucharan y viceversa, las AFP ya habían entregado a miles de chilenos pensiones que eran puro insulto.
Por eso no es un azar que haya sido el metro, el símbolo mismo de la continuidad de gobierno a gobierno (lo planificó Frei I, lo empezó a construir Allende, lo inauguró Pinochet, ect.), el que se quemó. Digo “se quemó” porque, de modo inverosímil, ninguna de las instituciones policiales, judiciales o periodísticas del país saben aún quiénes lo quemaron y por qué. Quizás esa ausencia de responsable diga algo profundo: el metro es un lugar donde uno espera, pacientemente o no, a que llegue su vagón. Un lugar que te transporta a su ritmo, inmutable y rutinario, en carros llenos e impersonales. Es la continuidad de un tiempo dirigido desde una cabina de control, lejos, muy lejos de tus urgencias y tus ganas. Esas nuevas ganas, ese nuevo tono de la vida, es la que de repente quiso volver a dibujar la ciudad a su ritmo, con su urgencia.
Chile era ya hace tiempo no el tranquilo y dormido Pelotihue, con sus sonámbulos y sus cocodrilos saliendo de la alcantarilla, sino el Springfield de los Simpson, donde los políticos son siempre ladrones y corruptos los policías, y sin escrúpulos los empresarios. La emergencia de ese nuevo imaginario es parte de lo que se ha estado, marcha tras marcha y elección tras elección, tratando de imponerse ante la sordera de la prensa. Tchao el Condorito exige una explicación, nosotros la arrancamos directo de la historia. Esperanza de cambio, necesidad de transformación por supuesto, pero también lo contrario.
¿Por qué hay menos nuevo que la novedad? Un desconocido es desconocido sólo hasta que se lo conoce, momento en que pierde su principal atributo: no ser de los mismos de siempre. Apostar por lo que no se conoce es, por cierto, una muestra de confianza y también una manera de adelantarse a una decepción segura. Los poderosos de siempre tienen sin duda el mayor de los defectos que se les atribuyen, y algunos más. ¿Pero qué pasa con los poderosos de nunca? Los apasionantes meses que empiezan hoy nos los dirán. Nombres como Patricio Fernández, Agustín Squella, Roberto Celedón, Fernando Atria, Patricia Politzer y, de alguna manera especial, Renato Garín procurarán elevar el debate. Otras voces de otros ámbitos prometen sorprender. Varias estrellas están por nacer, lo que nunca está de más en un firmamento tan oscuro como el nuestro. Lo único que sabemos a ciencia cierta es que esta asamblea será cualquier cosa menos predecible. Eso puede ser una bendición o una maldición, todo depende de la rara mezcla de sentido común e imaginación que estos tiempos nos exigen (mezcla que por suerte habita en algunos de los elegidos). Por de pronto es ya una lección: aprender a no saber, vivir la incerteza con algo de confianza, un poco de placer y mucho, quizás, demasiado vértigo.
Los resultados de las elecciones de este fin de semana sorprendieron a todos o casi a todos, aunque en rigor no deberían sorprender a nadie. La unidad de la derecha no la salvó del desastre total (su presidente marca un nueve por ciento de aprobación). Del desastre no se salvó tampoco la izquierda...
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Rafael Gumucio
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