EL SALÓN ELÉCTRICO
El triunfo del perdedor
Es el relato, amigos. En las buenas narraciones el fracasado tiene mucho más encanto que el ganador
Pilar Ruiz 24/05/2021
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Fotograma de Espartaco, de Stanley Kubrick.
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¿A quién no le gusta un final feliz? Apoteósico, total, donde el Bien triunfe sobre el Mal, los justos sean recompensados y los malvados castigados. Con fuegos artificiales como en Star Wars y homenajes a los héroes por pequeños que sean estos, como en El señor de los anillos. El final feliz es una mística en la teología de la ficción; si quieres un gran éxito coloca un happy end, dijeron desde siempre los apóstoles del mainstream; uno de esos que reconcilian con el mundo y conduce a las almas inquietas a la ataraxia, desterrado el espíritu crítico y sin que nada incomode ni perturbe aunque fuera del cine el mundo siga igual –o sea, mal–. Hollywood es la fábrica de sueños capitalistas creados por mercaderes protestantes y otras religiones extranjeras, porque la adoración al triunfador es cosa bastante reciente por estos lares católicos, mucho más conscientes del valor del mito forjado a través del fracaso y la muerte –la resurrección pertenece a otro género, el fantástico– que ofrece su derrota a un principio más elevado. Resumido: Cristo es el top de los héroes perdedores y su Evangelio el Santo Grial de todas las narraciones.
La tradición cultural hispana encumbró al personaje que fracasa incluso desde antes de El Quijote. Aquí somos más de celebrar derrotas que victorias y solo consideramos héroes a los que han recibido la del pulpo o acaban en una fosa, un país capaz de convertir en canción infantil un desastre militar como el del Barranco del Lobo (1909). Con la consabida mala leche autóctona, el final de la coplilla señalaba el origen de la infamante guerra de Marruecos: “Los obreros de la mina/están muriendo a montones/para defender las minas/del conde de Romanones/que luego los asesina.”
Dueño principal de la Compañía Española de Minas del Rif –disuelta en 1984– Romanones era la mano derecha y socio empresarial del rey Alfonso XIII, uno de esos Borbones empeñados en perder coronas y ganar comisiones. En el matadero marroquí, entre 1921 y 1927, cayeron miles de soldados españoles y se gaseó con armas químicas a la población rifeña. Una gran victoria. ¿Marruecos, colonias, reyes? Pretéritos eméritos fuera de la actualidad. Como pasado son también la Transición y sus protagonistas. Somos ya unas cuantas las generaciones que crecimos sin los peajes nacionalcatólicos de los Padres de la Patria, pero sobrealimentados por la propaganda transitiva del capitalismo made in USA, y eso explica tantas cosas… Para nosotros el insulto “lúser” (loser) es más universal que el “gallina” que sacaba de sus casillas a Marty McFly en Regreso al futuro (Zemeckis, 1985), un homenaje literal al James Dean de Rebelde sin causa (1955). Su director, Nicholas Ray, alemán nacido católico, fue especialista en perdedores: no hay más que ver a Bogart en Un lugar solitario (1950) y su propio final de juguete roto de la industria cinematográfica. Es cierto que siempre hubo cineastas empeñados en ir a la contra, sobre todo después de las Guerras Mundiales y sobre todo si eran alemanes: Douglas Sirk (Hans Detlef Sierk) se atrevió a rodar con el dinero de los vencedores Tiempo de amar, tiempo de morir (1958), una elegía al vencido soldado alemán. John Huston –naturalizado irlandés, que es lo mismo que decir católico– fue otro experto en narrar fracasos épicos, una constante en su cine, de El Tesoro de sierra Madre (1948) a El hombre que pudo reinar (1975)
Excepciones, porque en Estados Unidos no les gusta perder ni a las chapas –recuerden el insulto “lúser”–, capaces de convertir una gran cagada político-militar, Vietnam, en exitoso subgénero del cine bélico: 20 años de conflicto (1955-1975) dan para toda una filmografía crítica con el belicismo occidental. Una sinécdoque genial, esta de convertir la derrota particular en genérica. Y da igual quien la firme: Coppola (Apocalypse Now, 1979), Cimino (El Cazador, 1978), Oliver Stone (Platoon, 1986 y Nacido el 4 de julio, 1989), Kubrick (La chaqueta metálica,1987), incluso poniéndole música como Forman (Hair, 1979). Vietnam ya es un lugar común para todo perdedor que se precie, como para que los Cohen se rían de él a través el personaje de Walter (John Goodman) en El Gran Lebowski (1998), uno más en el larguísimo catálogo de perdedores de los dos hermanos. Judíos, así que tampoco es de extrañar.
Tanta depresión bélica, unida a la amenaza de una guerra nuclear, terminan por hacer volar la imaginación hacia derrotas futuras: el famosísimo final de El planeta de los simios (Schaffner, 1968) resume el fracaso absoluto de toda la especie humana.
Finales de “Apaga y vámonos”
Mucho antes, la no tan derrotada propaganda sudista se coló en las pantallas idealizando a los esclavistas de la Guerra Civil americana y “glamurizando” al KKK en la fundacional El nacimiento de una nación (Griffith, 1915) o el éxito rotundo de Lo que el viento se llevó (Fleming, 1939), que siempre fue racista y también una extraordinaria película, pero mucho más con el arquetipo del “caballero del sur” perdedor reconvertido en pistolero protagonista del género más americano de todos: el Western. En su interior cohabitan sus dos guerras originales, la civil y la librada contra los indios. La derrota y exterminio de los nativos americanos recreados por algunas de las cámaras más perfectas que jamás hayan existido, como la de John Ford, parieron la imagen final de los nativos americanos, vencedora entre todas las que conforman la Historia del país que les arrebataron.
Es el relato, amigos. En las buenas narraciones el fracasado tiene mucho más encanto que el ganador. Si, además, su caída ha sido precipitada con malas artes y sin piedad para con él, no habrá espectador en la sala a quien no conmueva su final. Pero antes es necesario que ese perdedor se haya rebelado contra el (des)orden instituido. El modelo, claro, es Espartaco (Kubrick, 1960). La historia de los esclavos rebelados que acaban crucificados en la Via Apia fue escrita por un cineasta comunista encarcelado y perseguido solo por serlo. Dalton Trumbo convirtió la hazaña del Espartaco histórico en un ajuste de cuentas contra la explotación del ser humano, la injusticia y la persecución a la libertad de expresión; un ejemplo para todos los esclavos del mundo. La rebelión fracasada de Espartaco siempre será un triunfo moral de la humanidad. Porque, de vez en cuando, conviene recordar qué es el Mal Absoluto y para eso está la serie documental Exterminad a todos los salvajes (HBO, 2021), un viaje al corazón de todas las tinieblas donde España y el catolicismo tienen su parte contratante de oscuridad. Su autor es el haitiano Raoul Peck, director de… Uyss… El joven Karl Marx (2017).
Marca España en exportación de supremacismos vencedores, una floreciente industria patria –quizá la única– que ha servido durante siglos para triturar moros, judíos, conversos, herejes, reformistas, liberales, progresistas, ateos, rojos y demás salvajes hasta bien entrado el siglo XX. Y eso supone una larga tradición de fracasos gloriosos cada vez que este país ha intentado salir de las tinieblas; también somos una máquina de crear perdedores. Y perdedoras. Aunque las derrotas de las mujeres suelen carecer de épica porque el silencio nunca fue protagonista, ellas también están ahí, en las familias nada gloriosas de Las bicicletas son para el verano (Chávarri, 1984) intentando sobrevivir al fracaso total de la Guerra Civil sumado al de la posguerra dictatorial de Tiempo de silencio (Aranda, 1986) o Los santos inocentes (Camus, 1984). Víctimas de la Victoria.
Por eso somos un país de grandes expertos en fracaso social, de Luis Buñuel a Rafael Azcona. Asomarse a la sima de Plácido (Berlanga 1961) es sentir vértigo ante la catadura moral de este país, mucho más al reconocer ese abismo como caladero perfecto para los gimnastas de la propaganda. Por eso nunca logramos salir de esa sima, dice la tradición azconiana, continuada por Álex de la Iglesia, y sus personajes apestando a derrota, ya sea cura, bandido galáctico, vecina de escalera, estrella de la tele o jefe de planta de grandes almacenes en Crimen Ferpecto (2004), un sujeto de la llamada “clase aspiracional” contemporánea que pertenece a la estirpe inmortal de Quintanilla, el de la serrería.
¿El Diablo siempre gana? Si se presentara a unas elecciones, reventaría las urnas. Sus votantes nunca pierden. No necesitan sanidad pública porque pagan un seguro médico y su equipo nunca bajará a segunda, ni siquiera perderán la Liga. Nunca serán esclavos, judíos, indios americanos, africanos, iraquíes, palestinos, saharauis, sirios, inmigrantes, refugiados, homosexuales, transexuales, trabajadores explotados, en paro o en ERTE, enfermos o familiares de fallecidos por la covid en una residencia, inquilinos extorsionados, desahuciados. Mujeres. Pobres. Y si lo son, no querrán reconocerlo; seguirán creyendo que pertenecen a la raza de los ganadores.
Si este no es su caso y en los últimos tiempos y sin razón aparente, ha sentido usted el frío aliento del fracaso soplándole en la nuca y una cruel vocecilla interior que susurra extranjerismos -“Lúser… Lúser”-, conviene seguir ciertos hábitos saludables, como recordar a Muley Ahmed al-Raisuni, uno de esos rifeños rebeldes, gaseados de la guerra marroquí de la que hablábamos al principio y perdedor histórico que, milagros del cine, siempre tendrá el rostro y la voz de Sean Connery en El viento y el león (Milius, 1975). Cuando todo se ha perdido, todo se lo ha llevado el viento, no queda más que hacerse esta pregunta:
“¿No hay en tu vida una sola cosa por la que valga la pena perderlo todo?”
¿A quién no le gusta un final feliz? Apoteósico, total, donde el Bien triunfe sobre el Mal, los justos sean recompensados y los malvados castigados. Con fuegos artificiales como en Star Wars y homenajes a los héroes por pequeños que sean estos, como en El señor de los anillos. El final feliz es...
Autor >
Pilar Ruiz
Periodista a veces y guionista el resto del tiempo. En una ocasión dirigió una película (Los nombres de Alicia, 2005) y cada tanto publica novelas. Su último libro es El cazador del mar (Roca, 2025).
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